Pensar que los Evangelios transmiten una suerte de descripción detallada de los acontecimientos tal como ocurrieron es no entender ni lo que los Evangelios son, ni lo que pretenden ser… y narrar.
Para empezar, nadie diría que García Márquez es un mentiroso y un falsario porque Macondo no existe. Nadie espera de Cien Años de Soledad una descripción de acontecimientos y lugares, sino una buena novela. ¿Por qué debiéramos esperar eso de los Evangelios? Un Evangelio es, precisamente, un Evangelio… una narración, un relato de Buenas Noticias. Es decir, un hecho que es narrado de un modo positivo en orden a provocar una alegría profunda en los destinatarios.
Obviamente, la clave está en los destinatarios, entonces, a quienes Tal o Cual Evangelista quiere relatarle una Buena Noticia. Por cierto, esto supone, además, que el transmisor conoce a los destinatarios, de modo de comunicar algo que realmente es Buena Noticia para ellos. Para un ciego, la buena noticia es que va a ver, para un cojo, que va a caminar, para usar imágenes bíblicas; la Buena Noticia (= Evangelio) tiene directa relación con los destinatarios.
El relato de la visita de los magos a Jesús niño está cargado de sentido bíblico al cual se lo suele adornar con imágenes y coloridos familiares, culturales, infantiles… y comerciales. Y todo esto es incuestionable, salvo que pretendamos que lo añadido el texto bíblico lo diga. Veamos sencillamente algunas cosas:
“Unos magos” … como se ve, el texto no indica ni el número ni su carácter supuestamente real. El número no está señalado. En ningún momento se menciona cuántos son estos magos ni —por supuesto— menos aún sus nombres.
Los magos, para la Biblia (¡y de Biblia hablamos!) son, ante todo, paganos (es decir, no judíos). Y, además, son modelo de quienes hacen todo lo contrario a lo que Dios quiere. Por eso son ejemplo evidente de personas “necias” (= no saben; no son “sabios” para la Biblia). En hebreo se suele usar el término artum, que remite a Egipto y también a Babilonia y suele traducirse al griego epaoidós (aunque también se usa exegetai y farmakós), nunca por magós.
El único lugar de la Biblia hebrea donde encontramos “magós” es en Daniel donde aparece en listas: adivinos, conjuradores, magos, caldeos, etc… Es decir, se trata de algo de un mismo campo semántico, pero no idéntico. En el Nuevo Testamento, fuera del relato del Evangelio sólo en dos ocasiones encontramos un mago: en Hechos Barjesús era “un mago, un falso profeta” (13,6) y de Simón se dice que “practicaba la magia” (8,9.11); nada positivo, como se ve. Se trata, en los textos de Daniel, de aquellos que pueden informar al rey de las cosas que ocurrirán interpretando sus sueños (es decir, lo que Dios dice al rey) o un escrito (por eso en ocasiones se traduce exegetai, “intérpretes”).
Por tanto, y acá el tema, unos necios, paganos, contrarios a lo esperado de parte de Dios llegan a reconocer al niño, mientras que “todos” los sumos sacerdotes y “todo” Jerusalén, que saben —porque lo dice el profeta— que ha de nacer en Belén (Miqueas 5,1) no van a verlo. El contraste, entonces, es entre los que saben (las autoridades judías) y los necios. Son los necios los que ven al niño, mientras los “sabios” no. Una vez más, el Evangelio no es entendido por los sabios sino por los “pequeños”.
El contraste de reyes, entonces, no está entre los magos, ¡que no se dice que sean reyes!, sino entre el “rey” Herodes y el niño, “rey de los judíos”. Qué los magos digan que quieren adorar al rey y se lo digan al rey, es desconocer su autoridad. Herodes, famoso por ser sanguinario, no podía permanecer indiferente ante esto.
La estrella, no se dice que se mueva más que cuando los magos salen de palacio (y lo hace de norte a sur, ¡¡¡!!!). Antes sólo se dice que la “ven”. Muchos se han preguntado por un fenómeno meteorológico, pero —insisto— es pretender del texto bíblico lo que no quiere dar. Se trata, sencillamente, de la “estrella de David”, es decir, “el rey” (¡una vez más!). En el libro de los Números, el profeta Balaam había dicho: “Lo veo, aunque no para ahora, lo diviso, pero no de cerca: de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel”. (Números 24,17) refiriéndose ciertamente a David. Cualquier lector cristiano proveniente del ambiente judío (como eran los destinatarios del Evangelio de Mateo) entendería esto perfectamente.
La matanza de los niños. Cualquier lector, insisto, recordaría a Moisés, único niño salvado de la matanza del Faraón de todos los varones (Éxodo 1,16), y que él sería, el que salvaría a su pueblo. El paralelo sangriento entre Faraón y Herodes permite a cualquier judío entender que Jesús es el nuevo profeta, semejante a Moisés, que ellos esperaban (Deuteronomio 18,18).
Resumiendo: Mateo quiere comunicar una Buena Noticia a sus destinatarios, y para eso recurre —como estos fácilmente entenderían— a textos de la Biblia hebrea que ahora alcanzan su cumplimiento. Ciertamente esto es, para ellos, una Buena Noticia. Este modo de escribir, además, era sumamente frecuente en su tiempo, es el llamado “pesher” que, por ejemplo, es muy común en la comunidad de Qumrán. La Buena Noticia no son unos reyes llenos de regalos, sino un niño rey que “salvará a su pueblo”, lo cual es bastante diferente.