Pocas películas estrenadas en el mundo durante 2021 fueron capaces de ofrecer el mismo grado de libertad creativa y humanismo sin filtros. El segundo largometraje del georgiano Alexandre Koberidze, que llega mañana a la plataforma Mubi con el título en español ¿Qué vemos cuando miramos al cielo? (ver crítica aparte), es, en más de un sentido, un film indescriptible. O, si se desea ser más preciso, un film del cual pueden describirse sus partes, elementos constitutivos y formas cinematográficas, pero cuya visión -y audición- termina ofreciendo mucho más de lo que un simple detalle argumentativo o estético puede dar a entender. Todo comienza con una pequeña fábula que se revela como excusa o empujón de arranque, un encuentro casual entre una chica y un muchacho que da pie a un posible romance, arrancado de cuajo por una maldición que los transforma en otros, físicamente extraños para los demás y para sí mismos. A partir de la secuencia de títulos y a lo largo de 150 minutos, Koberidze –que regresó a su país natal luego de estudiar y desarrollar una parte de su carrera en Alemania– se abre a infinitos senderos narrativos en una película amorosa con el fútbol, los perros, las conversaciones, la ciudad de Kutaisi, el cine y, tal vez, la humanidad toda.
“En el comienzo fue la fábula, la idea del chico y la chica encontrándose”, afirma Koberidze (Tiflis, 1984) en conversación con Página/12 desde la capital de Georgia. “Aunque era diferente a como ocurre en la película: la mitad de la historia transcurría en una noche, durante la cual se enamoraban, y luego, al día siguiente, la joven cambiaba de aspecto y no podía explicarle al muchacho qué era lo que había ocurrido. Pero al escribir el guion eso cambió radicalmente, porque finalmente el proceso de enamoramiento es invisible, apenas una promesa, y en el film ambos cambian físicamente”. El director de Let the Summer Never Come Again (2017) reflexiona unas instantes y recuerda que la preponderancia del lugar, de los ambientes, apareció más tarde, “aunque la idea siempre fue que todo tuviera lugar en una única locación. Mi película previa transcurre en Tiflis, en distintos lugares de la capital de Georgia, pero quería que ¿Qué vemos cuando miramos al cielo? no sólo tuviera como trasfondo a Kutaisi, sino que no se alejara demasiado del puente que puede verse en muchas escenas, sus alrededores, las calles y cafés cercanos”. El realizador y sus colaboradores pasaron un año en la ciudad georgiana antes del comienzo de la filmación. “Todos los días la historia sufría cambios, porque descubríamos un lugar nuevo en el cual queríamos filmar. Ya durante el rodaje el guion no cambió demasiado, pero durante la preproducción iba mutando constantemente. El hecho de conocer gente nueva también nos empujó a integrarlos como personajes”.
-De pronto, la película deja de ser una fábula para transformarse en un relato de pequeñas y grandes observaciones, donde la pasión por el fútbol, que incluye a los perros de la ciudad, es de suma importancia.
-Es que, más allá de la anécdota de la pareja, hay algo que siempre quise ver, un deseo que tengo desde el año 2014. Crear una realidad alternativa que me permitiera poner en pantalla aquello que debería haber ocurrido: que Leo Messi obtuviera su copa mundial. Soy fanático del fútbol desde que era chico y sigo la carrera de Messi desde que comenzó a jugar en Barcelona. Para mí es un héroe. El mundial de 2018 se llevó a cabo poco tiempo antes de que comenzáramos a filmar, por lo que ese deseo se renovó. Era una excelente oportunidad de combinarlo todo. En Kutaisi se mira mucho fútbol, pero afortunadamente durante la filmación perdí un poquito el interés, así que pude concentrarme en lo importante: filmar en lugar de ver los partidos. En cuanto a los perros, su presencia ya era importante en mi largometraje anterior, pero aquí fue diferente. El concepto durante el rodaje era no bloquear las escenas. Si alguien caminaba por el set y pasaba delante de la cámara, no lo impedíamos, porque la idea era dejarle un lugar importante al azar. Y los perros estaban ahí, haciendo lo que suelen hacer. Kotaisi es una ciudad llena de perros y les encanta acercarse. La mayoría se quedaban alrededor nuestro, detrás de cámara, pero otros comenzaron a estar en la película. Cuando llegamos a la etapa de montaje me di cuenta de que teníamos tanto material perruno que bien podían tener su propia historia.
-Es claro entonces que no hubo algo así como un casting de perros, pero, ¿cómo fue en el caso de los hombres y mujeres? ¿Cuántos de los personajes fueron interpretados por profesionales y cuántos por habitantes del lugar?
-Es una mezcla. El protagonista es un actor profesional, y un buen amigo mío. Él fue el primero en integrar el reparto, al comienzo de la escritura del guion. Luego siguieron los personajes del cineasta y la directora de fotografía, que están interpretados por mi padre y mi madre. El resto comenzó a sumarse durante el proceso, a lo largo de ese año de preparaciones. No hubo un casting en el sentido tradicional, pero la gente se acercaba, conversábamos y algunos terminaron sumándose. Gente a la que me cruzaba en el café o en la calle. Suelo llevar encima una pequeña cámara y saqué muchas fotos de personas, con su permiso, y en ciertos casos terminé preguntándoles si les interesaba participar del film. Armé una carpeta llena de imágenes de rostros.
-La película fue filmada en distintos formatos digitales y en 16mm, lo cual le aporta una estructura visual particular. ¿Fue una elección estética deliberada o una consecuencia de las formas de producción?
-Cuando decidimos rodar una parte de la película con una cámara digital Alexa 4K nos dimos cuenta de que era un desafío, porque es una cámara que ofrece realmente mucha información y debía haber una justificación para hacerlo. Fue muy interesante, porque no es que simplemente filmamos, sino que fuimos descubriendo qué podíamos lograr. La idea original era usar diferente cámaras e ir “subiendo” la calidad de estas, pero en cierto momento optamos por comenzar con imágenes analógicas y hallar un sentido dramatúrgico a los cambios de imagen. Tal vez sea algo banal, pero creo que funciona: cuando comienza la maldición, lo analógico es reemplazado por lo digital, para regresar hacia el final con las imágenes tomadas por los directores del film dentro del film.
-El narrador de ¿Qué vemos…, cuya voz es la suya, habla en cierto momento del mundo contemporáneo y de algunos de los desastres que lo atraviesan. Sin embargo, la película es optimista. O, al menos, luminosa.
-Los dos momentos en los cuales se escucha mi voz no estaban en el guion original, pero sabía que quería hablar de esas cosas, que están presentes en mi cabeza todo el tiempo y, supongo, también en el de otra gente. Quería decir algo al respecto. Por otro lado, antes de pensar en esta película escribí otro guion, cuyo final era realmente desesperanzado, y en cierto punto me di cuenta de que era una tautología, una obviedad. Miro alrededor mío y hay cosas que están muy mal, de manera evidente. Tanto que no sé si vale la pena hablar de eso en una película, es aburrido. Fue un desafío incluir eso sin caer en obviedades e intentar terminar la película con una nota de esperanza. Tal vez tenga que ver con el lugar donde hicimos la película, su energía.
-A propósito, ¿qué lugar ocupa Kutaisi en el imaginario georgiano? ¿Es un lugar especial por razones específicas?
-Es una de las ciudades más antiguas de nuestro país y siempre fue un centro de irradiación cultural. Muchos poetas, escritores y compositores comenzaron allí para luego mudarse a Tiflis. Durante los 90, cuando el país atravesó un momento difícil luego del colapso de la Unión Soviética, fue cuna de un movimiento musical muy fuerte: hip hop, metal, electrónica. Todo comenzó allí. Es un lugar pequeño, pero muy importante. También hay un puñado de películas realizadas en esa ciudad, sobre todo en los años 70. El puente que se ve en la película es el mismo que mucha gente recuerda de esos títulos. Mi generación ya no conoce demasiado Kutaisi, es un lugar de paso al ir de vacaciones a la costa, el sitio en el cual se hace una parada de unas horas para comer. Para mí también fue un viaje de descubrimiento, luego de una década de vivir en Alemania y regresar a Georgia. Una manera de pensar el lugar del cual vengo y al cual he regresado.
¿Siente que en sus películas hay influencias de otros cineastas de su país? El de Otar Iosseliani es el nombre que aparece de inmediato: varias de sus películas ofrecen un registro de lo cotidiano que puede relacionarse con el de ¿Qué vemos… De manera no tan obvia, también podría pensarse en Sergei Parajanov, cuyos films ofrecen un verdadero crisol cultural con raíces armenias, georgianas y ucranianas.
Son directores con los que crecí y al crecer en Georgia es imposible no sentirse influenciado por ellos. No tiene sentido no seguir su estela. Trato de construir todo lo que hago, en parte, por mi amor hacia ellos. Al mismo tiempo, intento no ver demasiado de Parajanov cuando filmo; es tan fuerte que termino imitándolo (risas). Pero vi sus películas muchas veces y es un director que está dentro de mí.