2022 arranca con una muerte que entristece a la cinefilia internacional. Es que el de Peter Bogdanovich es mucho más que el nombre de un director de cine: a lo largo de toda una vida y una extensa carrera que atraviesa siete décadas, el ciudadano neoyorquino asimilado a los ritmos californianos fue actor, programador (en el Museum of Modern Art de Nueva York, nada menos), cineasta, crítico, estudioso de la historia del cine, autor de libros, comentarista en ediciones hogareñas de films clásicos y varias cosas más. Pero, por sobre todas las cosas, Bogdanovich -muerto este jueves a los 82 años- fue un amante de las películas, un cinéfilo inclaudicable que presenció el apogeo y caída de la Meca del Cine, el nacimiento y muerte del Nuevo Hollywood –del cual formó parte indispensable junto a Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, Steven Spielberg, William Friedkin, Brian de Palma y muchos otros– y la aparición de un nuevo esquema de producción cinematográfica que, con mutaciones, continúa activo en nuestros días.

En 2016, con 76 años recién cumplidos, el director de La última película y Luna de papel visitó por primera vez Sudamérica invitado por el Bafici y fue recibido calurosamente por el público en cada una de las funciones en las cuales ofició de presentador. En aquella ocasión, una vez terminada la entrevista con Página/12 (ver abajo), Bogdanovich no quiso dejar de destacar su asombro por ese reconocimiento del público local.

Hijo de inmigrantes que escaparon del nazismo a finales de los años 30, voraz consumidor de cine desde la más tierna infancia, sus conocimientos sobre el cine clásico, en particular el de su país, tendría su correlato en un puñado de volúmenes hoy considerados canónicos en el terreno de los estudios cinematográficos: John Ford, Fritz Lang en América y Ciudadano Welles son libros indispensables en cualquier biblioteca cinéfila que se precie de serlo, escritos desde la lógica subjetividad del autor pero con una fuerte inspiración en los diálogos que logró mantener con los autores (Bogdanovich también era un excelente entrevistador). Pero más allá de esos tres títulos y del notable libro de recomendaciones “semanales” Movie of the Week, tal vez El director es la estrella sea su publicación más aclamada, estudiada y releída, un compendio de conversaciones con cineastas de la talla de Alfred Hitchcock, George Cukor, Robert Aldrich, Leo McCarey, Josef von Sternberg, Raoul Walsh, Otto Preminger y Allan Dwan, entre otros. Esa inextinguible fascinación y pasión por el cine del así llamado período de oro tendría su lógica continuación, en tiempos más recientes, con su participación entusiasta en comentarios de audio de reediciones en dvd y bluray de títulos clásicos y no tanto. Su inconfundible voz superponiéndose al logo de la M.G.M o la R.K.O era (lo sigue siendo) una garantía de conocimiento, calidad y calidez.

Pero Peter Bogdanovich también estuvo detrás de las cámaras, dirigiendo una veintena de largometrajes de ficción y un puñado de documentales (el dedicado a John Ford poco antes de la muerte del maestro es todo un ícono por derecho propio) que dibujan la silueta de una filmografía notable, con picos artísticos como los de La última película (1971), ¿Qué pasa, doctor? (1972), Luna de papel (1973) y Nuestros amores tramposos (1981). 

Todo eso comenzó gracias a la amistad con ese imán de talentos llamado Roger Corman, cuyo corolario fue la realización de Viaje al planeta de las mujeres prehistóricas (1968), remontaje de un viejo film soviético con nuevas escenas filmadas por el director debutante y del cual Bogdanovich decidió retirar su nombre. Sin embargo, ese mismo año, el estreno de Míralos morir (1968), film de suspenso que sería revalorizado con creces (y justa razón) décadas más tarde presentaba en sociedad a un nuevo talento, al tiempo que despedía a Boris Karloff en su último gran papel en la pantalla. El comienzo de una filmografía que casi siempre tendió puentes desde el presente con el pasado del arte cinematográfico. Un pasado alejado de la museografía, vivo, pulsante. Como la pasión del nombre detrás de los títulos de las películas.

La temprana consagración llegó con La última película, adaptación de la novela de Larry McMurtry y su segundo largometraje oficial, un contrapeso melancólico a la reconstrucción de un pasado idílico que llegaría años después con títulos como American Graffiti, de George Lucas, una auténtica elegía en blanco y negro sobre un pueblito texano protagonizada por Jeff Bridges, Cloris Leachman y Cybill Shepherd, quien se transformaría en pareja del director luego del divorcio de su primera esposa. “La película parece haber despertado un sentido poético en los críticos, lo cual me halaga. Todas las reseñas parecen extrañamente personales. Sospecho que la mayoría de los críticos crecieron durante la era representada en la pantalla”, declaró el realizador en el momento del estreno, con una humildad que la inagotable potencia del film, visto hoy en día, contradice con creces. Su siguiente proyecto, ¿Qué pasa, doctor?, revitalizó con inusitada energía el arte perdido de las screwball comedies de los años 30 y 40, con Barbra Streisand y Ryan O’Neal conjurando el espíritu de Cary Grant y Katharine Hepburn.

Con Cybill Shepherd

La comedia –con mayores o menores dosis de romance- sería no casualmente un terreno muy explorado por Bogdanovich en el resto de su carrera, con largometrajes como Al fin llegó el amor (1975), Nuestros amores tramposos (en cuyo rodaje conocería a la conejita Playboy Dorothy Stratten, punto de ignición del único escandalete en su vida privada), Aquella locura del cine (1976), Detrás del telón (1992) y, en tiempos más recientes, El maullido del gato (2001) y Terapia en Broadway (2004) como ejemplos destacados pero no exhaustivos. Pero su filmografía incluye además el recordado drama Máscara (1985), con Cher, Eric Stolz, Sam Elliot y una joven Laura Dern, y la secuela más inopinada, Texasville (1990), que reencuentra a varios de los personajes de La última película décadas más tarde y que, más allá de la pobre recepción crítica en el momento de su estreno, merece una revisión. La llegada de la era del blockbuster moderno, tema recurrente en muchas de sus conversaciones con la prensa, no fue amable con la carrera como realizador de Peter Bogdanovich, quien ya en el siglo XXI debió luchar con uñas y dientes para conseguir la financiación necesaria para producir sus proyectos.

El otro lado del viento

Su último largometraje, el documental The Great Buster (2018), es un ensayo sobre el gran comediante y realizador Buster Keaton, pero en los últimos años P.B. estuvo muy activo en otros menesteres, como impulsar el proyecto de rescate y finalización de la película inconclusa de Orson Welles El otro lado del viento, disponible en Netflix, en cuyos fotogramas se lo puede ver junto a John Huston como joven actor, a comienzos de los años 70. Precisamente, durante las últimas décadas su afición por la actuación lo llevó a aceptar incontables papeles secundarios en películas y series de televisión (muchos espectadores lo recordarán por su presencia en Los Soprano), amén de varios cameos dirigidos a los espectadores más cinéfilos. 

Con la muerte de Peter Bogdanovich muere también un pilar esencial de la generación que venía a construir un nuevo Hollywood con las mejores armas del pasado y otras absolutamente novedosas. Sin Bogdanovich, el corazón de la cinefilia late a otro ritmo, más triste.

La entrevista con Página/12

En abril de 2016, Peter Bogdanovich fue el invitado de honor del Bafici de ese año, presentó varias de sus películas, dio una charla magistral en la que abundaron las anécdotas con su amigos, los grandes cineastas de la era de Oro de Hollywood ("Soy probablemente la última persona viva que puede hablar de esa gente", dijo entonces) y otorgó unas pocas entrevistas a la prensa local. El que sigue es un extracto del reportaje que entonces le hizo Diego Brodersen para éste diario. 

–¿Es realmente distinto hacer películas en estos días en Hollywood, y en los Estados Unidos en general, en comparación con la situación a comienzos de los años 70?

–Completamente diferente. Para cuando me mudé a Los Angeles en 1964, el sistema de estudios original ya estaba acabado o a punto de hacerlo. Así que el Hollywood sobre el cual escribí tantas líneas ya había desaparecido cuando llegué allí. Luego hubo un período donde no ocurrió realmente nada interesante, pero, en 1966, las cosas comenzaron a cambiar. Roger Corman hizo Los ángeles salvajes y un año más tarde se estrenó Bonnie y Clyde. Se dice que el viejo Hollywood fue reemplazado por eso que suelen llamar el Nuevo Hollywood, que incluyó a jóvenes directores como Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Steven Spielberg, Jonathan Demme y, bueno, yo mismo. Y eso estuvo bien por un tiempo, pero luego llegó esta noción de los blockbusters. Cuando en 1977 se estrenó La guerra de las galaxias todo comenzó a cambiar de nuevo, aunque lentamente, no de la noche a la mañana. Esta idea de los diez films más taquilleros... Nada de eso era para el público, en un primer momento era algo que salía en la revista Variety y le interesaba exclusivamente a la industria. Ahora es como el Top Ten y no creo que eso haya sido demasiado beneficioso para las películas, porque lo que ocurre es que ahora se gasta una fortuna y tienen que estrenarse en 2000, 3000 salas de los Estados Unidos.

–Muchos estudiantes de cine se preguntan, ¿cómo es posible que un sistema teóricamente tan coercitivo como el de los grandes estudios de Hollywood haya generado semejante cantidad de grandes películas?

–Es que el sistema funcionaba. Tenías a todo el mundo bajo contrato, es como cuando cocinás un plato, hay que tener todos los ingredientes. La carne, las especias, todo lo necesario. Cuando hacés una película necesitás actores, un camarógrafo, músicos, etcétera. Y todos estaban disponibles, bien a mano. El mayor dolor de cabeza al hacer una película hoy en día es que necesitas conseguir los actores. Hasta que no los conseguís no tenés una película, a menos que hagas un film con muy poco dinero, de tres o cinco millones de dólares. Y ni siquiera eso es sencillo. Mi próximo film, que será producido por Brett Ratner, una comedia llamada Wait For Me, no puede producirse con diez millones, es mucho más cara. La historia transcurre en cinco países y en cuatro continentes, hay un accidente de avión y seis fantasmas, es decir, efectos especiales. Y para ello necesito a un actor de renombre, una estrella, que estará en prácticamente todas las escenas. Una vez que lo consiga tendré una película. Es tan simple como eso. O tan complicado como eso. Pero esa no era la situación en los viejos tiempos. Por ejemplo, una película como Casablanca fue un famoso accidente de los estudios, como suele decirse. Todo el talento estaba en la pantalla: tenemos a Humphrey Bogart, Peter Lorre, Sydney Greenstreet, Claude Rains, Ingrid Bergman. Y ni siquiera sabían cómo era el guion. La cuestión de tener actores contratados es que no sólo facilitaba enormemente la realización de una película sino también la escritura del guion. Porque sabían cómo escribir para esos actores en particular, se sabía en qué eran buenos. La personalidad de los actores infiltraba a los personajes. Si escribías para Bogart o James Cagney o cualquiera de las grandes estrellas sabías con qué contabas de antemano. Todo eso ha desaparecido. Es lo que el viento se llevó.

–La suya fue una generación de cineastas cinéfilos. En los últimos años, ha hecho muchos comentarios de audio en ediciones en dvd para coleccionistas de films clásicos. ¿Es algo que le gusta hacer?

–Siempre me llaman para eso y es algo que me gusta hacer, si la película me agrada. Lo interesante es que a veces reveo determinado film y ya no me gusta tanto. Me sorprende que no sea tan buena como la recordaba. Me pasó recientemente con Furia, la primera película de Lang en los Estados Unidos, y con Tierra de faraones, de Hawks, que es realmente bastante mala.

–Alguna gente admira mucho esa película. Si mal no recuerdo, en ese comentario de audio hacía una comparación con Cecil B. DeMille y afirmaba que era mucho mejor que Hawks haciendo ese tipo de películas.

 

–Por supuesto, porque DeMille no tenía sentido de la vergüenza.