El próximo sábado (a exactos ocho años del cierre de su retrospectiva homenaje en el Castagnino) cierra una exposición antológica de Rubén Baldemar (1948‑2005) en la planta alta del ECU (San Martín 750). Hasta el sábado es posible aún reencontrarse con asombrosos híbridos de pintura y escultura, como Judith y Holofernes (1992) o Maja plegable (1991), que no han envejecido ni un minuto... al menos en su valor estético.
Curadora de la muestra junto a Mónica Castagnotto, Norma Rojas volvió a emprender con Mario Godoy la delicada tarea de restaurar las mismas piezas que en 2009, compensando una vez más las deficientes condiciones de conservación de estas obras, que fueron realizadas en materiales heterodoxos con un cuidado por la factura llevado a una exquisitez demencial. Rubén Baldemar no tiene todavía el libro prometido por entonces; mientras tanto, la imagen de su Anunciación DC (1987), pintada en la esquina de San Luis y Sarmiento, se destiñe.
Rosarino universal, dandy inclaudicable, Baldemar reescribió la historia del arte con el mismo ingenio y la misma inteligente gracia que desplegaba en su conversación. Los objetos que realizó entre 1987 y 2001 entablan un diálogo chispeante, "postmoderno", con el kitsch y con los íconos pictóricos del gótico, el Renacimiento, el barroco, el modernismo, Dadá o el pop. También introducen en ese relato tensiones oscuras, surgidas de la exploración del inconsciente a través del psicoanálisis. Cuando el capitalismo financiero global le soltaba la mano a la resurrección de la pintura, Baldemar se encerró en su taller a revivir técnicas artesanales con las cuales transgredir los aún vigentes límites entre disciplinas. Inflaba la pintura al darle soportes 3D, o bien (y a la vez) la usaba para decorar el volumen real de la escultura, en un tiempo en que "decorativo" seguía siendo mala palabra. Del arte decorativo provienen los biombos, estuches forrados en terciopelo y todo el bricolage que fabricaba para complejizar la estructura y darle un carácter a la vez íntimo y sacro: versiones de un arte religioso en tono tragicómico, no por eso menos inquietante.
Brillante y ácido comentador en su obra tanto del canon de la historia del arte como de la actualidad política, algo de él resuena en una niñez o prehistoria en que la imagen no era indisociable de una función mágica; acaso su origen popular aloja esta dualidad. En un texto de 2009, el poeta Darío Homs relacionó la obra de Baldemar con la pintura de Aurelio García: "Irreverentes enciclopedistas manejando a su real antojo todo dato que se atraviese por el camino", escribió. Xil Buffone, también autora de obra crítica sobre Baldemar, es otra artista de la constelación popsmoderna (sic) que se anudó hacia 1990 en los tiempos de la pintura conceptualista, cuando todavía nadie hablaba de arte contemporáneo pero sí de "cita" y de "apropiación".
La actualidad de la obra de Baldemar se debe a que se adelantó a su tiempo, enhebrando eruditos hipertextos borgeanos que hoy están al alcance de cualquier internauta. Su copypaste de cola y cartapesta, su carpintería imposible pintada con pincel fino, expresan en cada corte y pegado un pensamiento al modo del salto cuántico: sólo él podría explicar qué hace Batman en un pastiche de un retablo medieval, entre el juicio de las almas y el infierno, o porqué pintó la Salomé de Gustav Klimt como una tapicería de capitón. El trabajo fino con la materia, la artesanía en pequeña escala que dedicó a sus operaciones críticas, le otorgan a su obra un aura única, que bordea lo numinoso.
Ese efecto de presencia se advierte en la escultura Angel 1940 (1990). Ella evoca con detalles fidedignos y un realismo fantástico, entre tierno y macabro, a un aviador anónimo caído medio siglo antes en la Segunda Guerra Mundial. Baldemar le puso alas de fuselaje y un pedestal imitación mármol que combina sin proponérselo con el espacio expositivo del ex Banco Nación. Angel 1940 se deja leer como un cuento gótico moderno en 3D. Entretanto, Cónsul de Martinica (1987) o Baco o la triste milonga (1988) satirizan a la efímera burguesía culta local de allá por 1910, parodiando el busto neoclásico romano con detalles exóticos que abren líneas de fuga en el sentido (flores tropicales) o aportan alegorías (calas: muerte; uvas: vino). Cónsul... es una obra‑manifiesto, donde se reivindica la belleza del capricho.
Baldemar cultivó con Susana Meden una forma de trabajar el papel para dotarlo del aura de una piedra preciosa o un manuscrito perdido. Sus calidoscopios realizados en 1989 inventan personajes de un mundo mítico atemporal o se visten de repujados coloniales de fantasía. En una serie de piezas ulteriores, como San Sebastián (1995), o La madre de la kumari (1999), agrega jeringas, cadenas, rejas o sangre menstrual de utilería para aludir al martirio de lo eterno femenino.
En el nuevo siglo, aplanó la imagen para lograr ovales escudos, que expuso en 2004 en el Pasaje Pan de su primera muestra en 1987. Cerró un círculo. Atrás quedaban experimentos como su instalación en homenaje al cine mudo, Suite de la Secesión (1994), o La hazaña de Mutt (2001): re‑versión en miniatura de La Fuente (1917), el ready‑made de Marcel Duchamp que por entonces devenía en emblema de un arte calculado, incapaz ya de incluir singularidades intensas como la suya.