Desde Cannes, Francia

“Alrededor nuestro, el mundo; y nosotros, en el medio, ciegos.” La cita, de tintes shakespearianos, funciona como la única sinopsis oficial de Happy End, el nuevo film de Michael Haneke, el director austríaco que ayer volvió una vez más al Festival de Cannes, donde ya ganó en dos oportunidades la Palma de Oro, con La cinta blanca (2009) y Amour (2012). 

Desde mucho antes de su proyección, se especulaba en el Palais des Festivals sobre la posibilidad de que Haneke pudiera batir su propio récord aquí en la Croisette, con una tercera Palme d’Or, pero la recepción de su nueva película no fue precisamente entusiasta. Aunque la última palabra la tiene por supuesto el jurado, presidido por Pedro Almodóvar.

A esta “instantánea de una familia burguesa europea”, como la definió el propio Haneke, no le falta elenco, con Jean-Louis Trintignant e Isabelle Huppert nuevamente como padre e hija, tal como lo eran en Amour. Aquí sin embargo no se trata de una familia de artistas sino de acaudalados empresarios, inmersos en una realidad de la cual no parecen tomar nota. Todo a su alrededor se desploma, metafórica y literalmente, como se ve en una de las primeras escenas, en la que un inmenso muro de una obra en construcción, perteneciente al grupo familiar, se viene abajo, sepultando a uno de los trabajadores. Pero el clan Laurent está distraído con otros problemas: el alcoholismo del hijo de Huppert; los intentos de suicidio de su padre, que no soporta la vejez; y las tendencias homicidas de su sobrina, una pre-adolescente que le da un uso muy particular a las pastillas antidepresivas de su madre. 

Film solemne, deliberadamente ambicioso y coral, con infinidad de personajes que van aportando sus figuras al complejo tapiz, Happy End se pretende como una suerte de Götterdämmerung, una caída de los dioses pero con un tono sardónico que proviene de su mismo título. ¿Cuál podría ser acaso el final feliz para esta familia? Aquí el contexto ya no es el del Tercer Reich de la película de Luchino Visconti, sino la actualidad de la ciudad de Calais, que provee esos inmigrantes de piel oscura que de pronto se filtran en el mundo impoluto de los Laurent, tan siniestramente blanco como la tez de Huppert. 

No muy lejos de allí, en la arenosa región norte de Francia donde nació y en la que filmó prácticamente toda su obra, Bruno Dumont rodó a su vez la que puede llegar a ser –lo que no es decir poco– su película más controvertida, Jeannette, presentada en la sección paralela Quincena de los Realizadores. Todos sabemos cómo terminó la vida de Juana de Arco, consumida por las llamas, pero poco y nada se sabe de su infancia y primera juventud, antes de que encabezara el ejército francés que hacia 1430 logró expulsar a los invasores británicos. Ese despertar místico, mientras la niña Jeannette llevaba a pastar a sus ovejas, es el que ahora cuenta Dumont, pero lo hace de un modo tan original como irreverente y a la vez genuino: como un musical. Claro, tratándose de Dumont no es un musical cualquiera, por más que sea all singin’ all dancin’. Empezando por el hecho de que el director de Flandres y La humanidad convocó a gente común, niñas y jóvenes esencialmente, que no son actores, ni cantantes, ni bailarines… 

El resultado es la vez sorprendente, gracioso y por momentos también conmovedor. Y para algunos franceses, quizás sacrílego, considerando el carácter de santa de esta figura, uno de los pilares de la identidad nacional. Sin embargo, nada más lejos de la idea de herejía que esta Jeannette, concebida con la misma austeridad de un retablo medieval, sin otra escenografía que la naturaleza misma, y con un espíritu ingenuo que le aporta mucha de su verdad. Lo que no quiere decir que Jeannette no sea una película furiosamente contemporánea: lo es, entre otras razones, porque la música de un tal Igorrr (así, con tres erres) abarca un espectro tan amplio que es capaz de ir de Scarlatti al death metal y al rap en una misma canción. 

La Quinzaine tiene otros dos títulos franceses de primera línea en su selección de este año. Uno es Un beau soleil intérieur, de Claire Denis, con Juliette Binoche en uno de sus mejores trabajos en los últimos años, y casi un cameo de Gérard Depardieu en la última escena, que es también una de las más notables de una película a la que no le faltan buenos momentos. La directora de Beau Travail y 35 rhums encara aquí el día a día de una mujer madura, atractiva, independiente, pero terriblemente frágil en lo emocional. Está separada, pero sigue viendo a escondidas a su ex marido y padre de su hija, como si fuera un amante. Y al mismo tiempo busca el amor en un actor y un banquero (a cuál peor), que claramente no son para ella, como le explica el personaje de Depardieu, una suerte de tarotista charlatán que le recomienda estar “open” (así, en un macarrónico inglés) mientras le sugiere estar atenta a ese “bello sol interior” del título. Triste y a la vez divertida, ligera y al mismo tiempo profunda, la nueva película de Denis (que ya tiene distribución asegurada en Argentina) quizás no esté a la altura de sus obras maestras pero es cine del mejor nivel. 

Algo similar sucede con L’Amant d’un jour, de Philippe Garrel, un veterano de la generación post-nouvelle vague que sigue teniendo un pulso impecable para contar pequeñas historias de amor en blanco y negro, de las que en Argentina se vieron, entre otras, El nacimiento del amor (1993) y Los amantes regulares (2005). También presente en la Quinzaine, como su film inmediatamente anterior, A la sombra de las mujeres (2015), el nuevo Garrel cuenta –un poco como el coreano Hong Sang soo– siempre la misma historia, la de un desencuentro amoroso. En este caso, el de profesor de Filosofía que se enamora de una estudiante que tiene la edad de su hija, quien a su vez se muda con ellos después de pelearse con su novio. Nada más, pero tampoco nada menos, considerando que en el guión colabora por primera vez con Garrel el legendario Jean-Claude Carrière y en la fotografía está el exquisito Renato Berta. Cartel francés para Esther Garrel, la nueva revelación de la familia: nieta de Maurice y hermana de Louis, dos tremendos actores, la hija menor del director Philippe le hace honor al apellido con una interpretación y una fotogenia fuera de norma.