EL CUENTO POR SU AUTOR

“Mataconcha” surge de la investigación que realicé para mi libro La oscuridad dentro de mí. El relato femicida (2018). Entre los casos que trabajé hubo uno que finalmente dejé de lado por cuestiones del armado del libro pero que me pareció pertinente para escribir en otro registro. No sé si llamarlo ficción, por lo menos no en un sentido convencional, pero tampoco diría que es una no ficción; agregué y quité datos y circunstancias, por lo que el relato finalmente tiene diferencias respecto de los hechos reales, aunque en mi opinión es verdadero. Digo que es verdadero en el sentido que señala Oscar Masotta de los relatos de Roberto Arlt: la ficción fabula sobre lo que la normalidad comenta. No se trata para mí de una denuncia ni de un documento sobre el suceso que está en su origen sino de un trabajo sobre el lenguaje que solo podía tener lugar fuera de la crónica: poner el foco en el modo en que el acusado por un femicidio trata de contar aquello en lo que está involucrado y al mismo tiempo mirar el mundo que lo rodea, que es el nuestro, y el abismo que asoma a partir de ese estallido de violencia. 

MATACONCHA

Lo primero que hice fue ir a la comisaría. Me dijeron que podía presentar un pedido de averiguación de paradero pero que había pasado poco tiempo, que tratara de buscar a Mónica, que en la comisaría no tomaban ese tipo de denuncias tan rápido porque muchas veces después la gente aparece y si tomaran cada denuncia estarían tapados de papeles. Pero yo insistí, que esto quede claro, y entonces hice un pedido de paradero, me piden una foto de ella y yo les doy la que llevaba siempre en la billetera, una foto de vacaciones en Puerto Madryn, y esa fue la que apareció en la televisión.

No sé cómo se enteraron los canales de televisión, pero yo voy a la comisaría a la mañana y a la tarde empezaron a llegar periodistas, cámaras de televisión. Yo no los fui a buscar, que esto quede claro. Abro la puerta de mi casa a la tarde y me encuentro con periodistas, con policías, con gente que habla a los gritos. El que dirigía el procedimiento era un tal Carrasco, el principal Carrasco. No tenía apariencia de policía, llevaba el pelo largo, usaba arito, estaba mal vestido y apenas lo hice pasar empezó a tener actitudes raras. Qué misterio el de su mujer, qué hecho tan raro, decía, como si pensara en voz alta, pero con un tono irónico, y de pronto viene y me dice y si se te fue con otro, me dice viste cómo son las minas, se calentó con otro que tiene más plata y se mandó a mudar. Me quedé petrificado. Le contesté que cómo me decía eso, que estaba hablando de la madre de mis hijos.

El policía, Carrasco, dice que tiene una orden de allanamiento y exhibe un papel con un sello y una firma, un garabato. Ningún problema, pero no pasaron cinco minutos hasta que me di cuenta que todo eso estaba dirigido hacia mí. Entran diez, doce policías, con cajas, con guantes, con bolsitas, empiezan a revisar las habitaciones, el garaje, la sala de juegos. Afuera hay gente que grita y en un momento un piedrazo rompe el vidrio de la ventana del living. Le explico a Carrasco, y a otro policía que estaba con él, que mi mujer tenía otra relación, un amante, y que revisando sus cosas, en la desesperación por buscar algo que me permitiera saber dónde estaba, había encontrado una nota de esa otra persona diciendo algo así como esto no puede pasar más. En la desesperación la nota se me había traspapelado, pero tenía que estar, en algún lugar de la casa tenía que estar, les pedí que revisaran y ahora no sé, tengo mis serias dudas si esa nota se perdió o la hicieron desaparecer.

Carrasco me escuchaba, o hacía que me escuchaba, y en un momento me lleva a un rincón del living, baja la voz y me dice fiera, yo te tengo puesto, fijate cómo querés arreglar. No se le movía un músculo de la cara. Tenés muchos televisores, tenés pantalla plana, tenés una cuatro por cuatro, dice Carrasco. Miraba las cosas de la casa como si pensara qué podía llevarse. Estás en una buena posición, manejás una empresa, estás acostumbrado a comprar y a vender, no te tengo que enseñar nada, dice. Yo me quedo petrificado. Si arreglamos, si vos me das algo, yo lo mando preso al macho de tu mujer y si no, perdiste para todo el campeonato, dice. Entonces reacciono y levanto la voz. No sé qué querés, le contesto, y los policías que recorrían las habitaciones, la cocina, el lavadero, se volvieron para mirar qué pasaba. Epa, calmate un poquito, me dice Carrasco, epa, no te pongas histérica, así me dice, histérica, si se entera el juez la vas a pasar mal, y el que está con él, el ayudante o no sé qué, pasa por atrás y me pega en la nuca, me da un golpe como haciéndose el distraído. El que está con Carrasco me dice tenés que arreglar, el príncipe es un buen tipo. Ya tenés un problema grande como una casa, dice, no te comprés otro.

En un momento aparece un policía de uniforme, con el revólver. El arma que yo tenía en casa por seguridad, por los robos. El policía llevaba el revólver con la punta de los dedos, con guantes, y le comenta a Carrasco, como si yo no existiera, le dice sin hacer nada, a simple vista, te confirmo que esta arma tiene un uso reciente. Sí, digo, porque el otro día fui al polígono, fui a practicar tiro al blanco. El policía de uniforme deposita el arma en una caja y se va, como si yo no hubiera dicho nada. Estás hasta las pelotas, dice Carrasco, en voz baja. Seguí jodiendo, dice. Le muestro la credencial de legítimo usuario del revólver y se la da a su ayudante, le dice vos viste algo. Y el otro le contesta no, principal, qué cosa tendría que haber visto, y se mete la credencial en el bolsillo. Seguí jodiendo, fiera, dice Carrasco cuando quiero protestar.

Salgo de mi casa esposado, escucho insultos de la familia de mi mujer, los vecinos me quieren linchar, uno me tira de la camisa y la desgarra. Todo eso se vio en la televisión, pero no es cierto que yo quería organizar una marcha, no es cierto que fui a buscar a los periodistas y hablé con ellos sin mostrar ninguna emoción. De lo que pasó con mi mujer no voy a hablar, solo te puedo decir que en la instrucción de la causa se cometieron errores, graves errores. Me llevan a la comisaría y cuando pido por un abogado el policía que está con Carrasco, el ayudante, dice primero hay que hacer el ingreso, dice firmá este papel y me da otro golpe en la nuca, un sacudón. Firmo, y cuando pido el teléfono me contesta no, el papel que firmaste dice que no querías hablar con nadie y me llevan a otra habitación para hacerme el dermotest. Arreglá con el príncipe, dice el ayudante. Arreglá y te volvés a tu casa, dice, mirá que es duro dormir en una celda cuando estás acostumbrado a las comodidades.

Al otro día, antes de que me lleven a tribunales tengo otro diálogo con Carrasco, y ya no se preocupa por disimular. Genio, pensaste algo, dice. Delante de toda la comisaría, cuando estoy con un pie en la puerta de calle. Genio, es tu última oportunidad, dice, mirá que te soltamos a los leones y esto no tiene vuelta atrás. Estaban mirando la televisión, aparecía la foto de Mónica con una campera inflable y los lentes de sol, en Puerto Madryn, en una excursión que hicimos para ver las ballenas. Los vecinos me puteaban, los mismos vecinos que hasta el día anterior iban a pedirme trabajo al egocio.


                                                                              ***

En tribunales puedo hablar por fin con un abogado. Es un abogado que consigue un amigo que es contratista de Gendarmería. Mariano Galdós, el doctor Galdós. Lo menciono porque cada tanto aparece en la televisión. En tribunales nos hacen pasar a un despacho donde entran una mesa y dos sillas, y nos dejan solos. Galdós me dice que tome asiento, y él se queda parado, con las manos en la cintura. En estos casos, dice, yo cobro cincuenta lucas. Parece muy preocupado. Veinte son cash para empezar a moverme, dice, sin que el gesto de preocupación se borre de su cara. Le contesto que sí, que estaba esperando una plata por una venta importante de autopartes. Perfecto, dice Galdós, el doctor Galdós. Perfecto, la Justicia es un engranaje muy delicado y hay que aceitar sus mecanismos. Galdós, el doctor Galdós, me cuenta que en la causa hay secreto de sumario, pero Fabricio García, que es el secretario del juzgado, fue alumno suyo de la facultad y le comentó que había rastros de sangre en la casa y un arma recientemente disparada. Flaco, estás hasta las pelotas, dice Galdós, y camina dos, tres pasos hasta la puerta del despacho y vuelve, otros dos, tres pasos y se queda en el mismo lugar que antes. Si el arma no la disparaste vos, la dispara la policía y es lo mismo, dice. Te falta calle, dice Galdós, y se lamenta, qué lástima que llegamos a este punto porque a nivel de la comisaría se podía arreglar, pero acá en tribunales y con el caso en los medios, con la foto de tu mujer en los titulares, imaginate, es muy complicado y por eso necesito veinte lucas cash.

La única forma de salir en libertad era hacer pasar el hecho como un homicidio preterintencional o culposo, y yo me tenía que inventar una historia. Esa mañana habían encontrado a mi mujer en Ezeiza con un tiro en la cabeza. Ella tenía un amante, le digo, y le empiezo a explicar, pero Galdós no me da bolilla, me mira como esos médicos obligados a soportar a pacientes locos que insisten una y otra vez con el mismo delirio. Es inventarte una historia para un homicidio preterintencional o comerte una prisión perpetua, insiste, cuando termino de hablar. Flaco, yo trabajé en estos tribunales, dice Galdós, y sé cómo es el juez Alsina, está enculado porque por culpa tuya se tuvo que volver de Punta del Este, está muy enculado y te va a partir al medio, te va a enterrar en la cárcel.

Galdós, el doctor, se queda con las manos en la cintura. Al final me da un lineamiento para declarar. Era la única opción, ya era tarde, no había arreglado en su momento con la policía. Qué lástima, dice, el juez mira la televisión. Era inventar un homicidio preterintencional y salir excarcelado o pensar en una perpetua, un mínimo de treinta y cinco años preso. Discutieron, ella se puso el revólver en la boca para suicidarse, me dice el abogado. Discutieron, empezaron a forcejear con el arma y el arma se disparó por accidente. El abogado me apunta con el índice, como si quisiera hacerme acordar de algo que olvidé. Discutieron, el arma se disparó por accidente, te asustaste y llevaste el cuerpo al basural de Ezeiza. Inventá los detalles, dice Galdós, los detalles hacen verosímil la historia, dice, pero yo estaba en shock, los vecinos habían querido lincharme, uno escribió con pintura el frente de mi casa, y no recuerdo qué dije un rato después cuando me ponen delante del juez. Sé que el juez se quedó con una sola campana, que esto quede claro, y por eso estoy tras las rejas.

Después de la declaración dos policías me sacan a un pasillo. Veo que Galdós entra al juzgado y al rato sale con el secretario. Hablan, se ríen, se dan la mano. Bueno, digo, problema solucionado. Estarán viendo los detalles de la excarcelación, digo. Tengo que ver a los chicos, digo. Pero me ponen las esposas y de los tribunales me mandan a Marcos Paz, a la cárcel.                                                                  

                                                                            ***

En el pabellón de ingreso me recibe un celador. Tiene pinta de provinciano, es morocho, morrudo, habla con tonada. De buenas maneras, dice que ahí no hacen preguntas, que no importa por qué estoy sino que pueda pasar lo mejor posible el tiempo que me toque en ese lugar. Y me explica que voy a estar un día en celda individual para ver si no hay problemas con el resto de la población. Es algo de rutina. La celda es del tamaño de un alfiler, no puedo moverme, y a la noche se asoma alguien por la mirilla y dice todo bien. Entonces me sacan.

Apenas salgo me rodean entre cuatro o cinco presos en el patio del pabellón de ingreso. Qué pasó, dice uno, el más viejo. Nada, digo yo. Yo no hice nada, digo. Y los cuatro, cinco presos se largan a reír. La policía me apretó y como no quise arreglar estoy acá, digo. Los presos largan otra risotada, y uno de ellos dice sí, a nosotros también nos pasó. Este preso tenía cara de nene, el pelo cortado como a golpes de cuchillo, parecía una criatura metida en un cuerpo deformado. Somos todos inocentes, nosotros no matamos una mosca, dice, y volvieron a reírse hasta que otro, un tipo de bigote finito y con tatuajes en los brazos pareció tomar aire y dijo vamos a hablar en serio. Y saca una faca y me la apoya en el estómago. Vos sos un mataconcha, dice, y nosotros con los mataconcha hacemos justicia, dice, y me aprieta más fuerte la faca.

El tipo de los tatuajes me pide plata. Llevaba unas rayas en los brazos, cruces, símbolos, pero ya no se distinguían. Sabemos muy bien lo que hiciste, dice. Mataste a tu mujer, la tiraste en Ezeiza, dejaste a dos criaturas desamparadas, dos criaturas sin madre, dice. Y el otro, el preso con cara de nene, dice aparte es famoso y sale en la televisión. Aparte sos famoso, repitió el tipo de los tatuajes, y si ya estaba pensando en una cantidad de plata con ese dato la multiplicó por dos, o por cuatro. Nosotros con los mataconcha y con los famosos hacemos justicia, dice, y me llevan a los empujones hasta un teléfono. Hablá, dice el preso con cara de nene. Tenía que conseguir la plata esa misma noche.

Se me ocurre llamar a Claudio Tello, el amigo que me recomienda al abogado. Claudio me había sacado de un apuro con el negocio, yo tenía una deuda con él y en fin, lo llamo con una tarjeta que me dan los presos. Decile que deje la guita en la puerta de la Iglesia de la Plaza de Flores, tiene una hora de plazo, me ordena el que parecía el líder, y mira el reloj. Que va a ir una señora con una criatura paralítica, que le deje la plata a esa señora. Pero Claudio Tello me contesta qué decís, de dónde llamás, estoy con una minita. Decile que si no lleva la plata te vamos a romper el orto en caravana y vas a ser la señora del pabellón, me apunta el preso de los tatuajes y aprieta con fuerza la faca. Estoy preso, si no me prestás la plata me van a violar, le digo a Claudio, y Claudio responde para eso te conseguí el mejor abogado de Buenos Aires, arreglá con él, cómo me vas a llamar desde la cárcel. Le suplico, le pido por favor y me dice disculpame, no te puedo atender, y corta la comunicación.

Bueno, llamá a otra persona, dice otro preso, el más viejo, uno que apenas podía caminar. Es dos más dos, dice el preso de la faca, los mataconcha arreglan con plata o los pasamos a fierro. A todo esto el teléfono estaba pegado al puesto de la guardia del pabellón, en un sector vidriado, desde afuera se puede ver perfectamente lo que ocurre. Me acuerdo entonces de la contadora que manejó las cuentas del negocio, Mariana Bárcena. El celador del pabellón de ingreso podía ver perfectamente la situación. Yo me daba por muerto, pero Mariana atiende la llamada y dice que me quede tranquilo. Justo estaba mirando la televisión, el frente de mi casa con los vidrios rotos, no lo podía creer. Que no intente nada extraño, porque si no salís con los pies para delante y el culo hecho una flor, me apunta el preso que sostenía la faca. El teléfono está pegado a la guardia, el celador nos miraba como si pasara una película delante de sus ojos. Quédese tranquilo que yo le soluciono el problema, dice Mariana. Lo único, dice, es que no estoy cerca, me voy a demorar. Entonces el preso viejo me saca el teléfono y se pone a hablar con Mariana hasta que se corta la llamada por falta de crédito. Más tarde, a la noche, cuando me había quedado dormido, siento que me sacuden de un hombro y el preso de la faca me dice que la persona había ido a la Iglesia de Flores y que había esperado al pedo. Despedite, dice, pero justo en ese momento entran al pabellón una persona de uniforme con muchas tiras, y atrás dos más, con escopetas.                                                                   

                                                                            ***


Venga conmigo, dice la persona que tenía muchas tiras en el uniforme. Se presenta, es el alcaide Terán. Pasamos a una habitación, me hace sentar, me pregunta cómo estoy y si quiero tomar algo. Mariana Bárcena había presentado una denuncia en la fiscalía de turno, había dicho que yo estaba en riesgo de muerte.

La cárcel es así, dice el alcaide, ya se va a acostumbrar. Quería saber quiénes me habían amenazado, pero si yo abría la boca no iba a durar mucho en el pabellón. Bueno, dice el alcaide, voy a hablar con el celador para que permanezca en su celda las veinticuatro horas y que nadie le abra. Y así pasé una semana encerrado. Los presos hacían fila para escupirme, tiraban basura a la celda, me decían que los había vendido y que alguna vez iba a salir y que entonces harían justicia.

Una mañana desperté abrazado al taburete fijo de la celda. Si me soltaba me caía al vacío, si me soltaba me tragaba la oscuridad, un espacio sin fondo, sin límites, y con algo que brillaba y daba vueltas como un fogonazo de luz que enceguecía, como el flash de un fotógrafo. Desperté a los gritos, y al rato me trasladaron a otro módulo, al programa de atención psiquiátrica. Todavía tengo esa impresión a la noche. Estoy en la oscuridad, estoy solo, sin nada de donde agarrarme, algo estalla de pronto y lo que era negro por un segundo se vuelve blanco, como el flash de un fotógrafo, como la campera inflable de Mónica, en Puerto Madryn, un día de viento, cuando fuimos a ver las ballenas.