Atención: esta nota contiene spoilers.
“La Casa de papel” convocó el interés y el amor de millones de espectadores en todo el mundo, mundo que estaba representado en los alias de los protagonistas, Río, Tokio, Nairobi, Denver, Estocolmo... Solo el Profesor indicaba, con ese nombre, su función: la de develar y enseñar contenidos desconocidos. Como por ejemplo el hecho de destacar el valor relativo del dinero. La humanidad está manejada y gira alrededor del valor del papel monetario, el cual en realidad no vale por sí mismo, es un símbolo. Apoyándose en esta paradoja idea el plan de que, si logra entrar en la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre para apoderarse de los medios de fabricar los billetes, no le roba nada a nadie. Podemos decir que se presentó como una serie antisistema. La gran convocatoria de masas (adentro y afuera de la serie) demostró que este develamiento interpretó el malestar que provoca una sociedad donde se privilegia el manejo económico y financiero, donde los “bienes” son los billetes y la acumulación de dinero, pero no la solidaridad y el cuidado por el prójimo. También las dos primeras temporadas nos regalaron una belleza estética con trajes, máscaras y movimientos pocas veces vistos.
En la última parte, el planteo parece distinto, ya no se trata de simples papeles que se imprimen, sino que hablamos de algo concreto, el oro. Es un objeto. Consistente, con peso, brillo, parece ahora que el valor tiene un sustento material en el que se apoya la estabilidad de cada país. Pero también en este caso, finalmente, se intenta demostrar que se trata de algo relativo, ese objeto resulta fundible, convertible, transportable, y además se trata de un bien que nunca entrará en uso, que es también un símbolo, algo que le dará respaldo a un país, tan ilusorio que puede ser reemplazable por latas doradas si se cree en ellas.
Sin embargo, junto con este argumento, la serie da un giro y “explica” que, en definitiva, todo se trata de un robo, que los componentes del grupo que admiran millones de personas son simplemente rateros. Podríamos decir que allí terminó el simbolismo, la alegoría. El contenido del mensaje se desplaza a la habilidad técnica y científica de calcular al detalle semejante plan al punto de crear la fantasiosa impresión de que sería una acción posible de realizar. Además, el hecho de invertir el argumento clásico donde los malos son los ladrones y los buenos los policías, parecería ser el aspecto provocativo del argumento. Y se olvida el planteo inicial de preguntarse acerca de la fabricación de realidades y lo angustiante de cuestionar una verdad que parece muy concreta y estable. Este cuestionamiento implica imaginar la posibilidad de gestar otra realidad, con distintos valores. Se trata de interrogar las máscaras, que ocultan y a la vez muestran. Las máscaras que nos ofrece la serie son la de Dalí, el surrealismo y la libertad de expresión. Y el himno del grupo, “Bella Ciao”, resulta ser una canción antifascista.
Parecería que la serie se deja tomar por otros intereses y deja deslizar el argumento a una saga de pistoleros; en el afán de satisfacer todos los gustos, la serie tenía que tener algo de la acción alucinante de Rambo, algo de epopeya, algo de filosofía, algo de contentar a los que finalmente esperaban que alguna vez ganaran los ladrones. Pero el que perdió fue el público. Finalmente, nada ha sido cuestionado, nada ha cambiado. En algún pasaje de los más logrados, alguien reflexiona que es necesario reconocer la derrota para evitar males mayores. Pero poco de este duelo parece haberse realizado en los capítulos finales desde el momento en que la voz relatora es la de la sensual Tokio, en un intento de negar su muerte, que fue una evidencia emblemática del fracaso de la omnipotencia de la banda. Su voz en off nos guía en lo que debemos entender y seguir. El objetivo de la banda parece terminar siendo el ampliar la audiencia al responder a distintas expectativas (¿testeadas estadísticamente?) lo cual provoca desconcierto.
Existen, a pesar de todo, en estos últimos cinco capítulos, momentos conmovedores, interrogantes acerca de las contradicciones del ser humano que es creador y a la vez producto de una cultura que lo organiza y lo reprime, una cultura que le da y le quita, le promete el oro y lo estafa. Momentos en que parece revivirse la magia de las primeras entregas con el encanto del trabajo actoral. Pero que se va disolviendo en la búsqueda de una “solución” y de respuestas pseudopsicológicas. La respuesta final parece ser: “no busquen tanto, se trata de un saqueo planeado por una estirpe de ladrones que debe ser fiel a sí misma”. Nos atrevemos a conjeturar que el personaje del Profesor, tal como se nos lo presentó, no podría concordar con este final, ¿qué diría del que puso en su boca el deseo de que su hijo sea ladrón? ¿Ese fue el sentido de los que tomaron la Casa de Papel? Lástima Profesor, te habíamos amado tanto...
Una “casa de papel” es como un “barco de papel”, tan vulnerables para servir de morada o transporte, pero tan potentes para generar emociones y fantasías bien reales. Podemos decir que la Casa de papel fue tomada dos veces, en esta última entrega, con este final, el planteo que movilizó al gran público se desvirtúa, se convierte en otra cosa, se banaliza. Subsiste la mística de los personajes, las escenas que capturan con su producción cuidada, la identificación con un grupo que se une en el objetivo común y lo defiende generando lazos de afecto y fidelidad. La idea de que tras el disfraz de Clark Kent existen simples ladrones, es la moralina que aparentemente se quiso evitar dándoles el “triunfo” de quedarse con el oro.
El final feliz no es que la banda se haya quedado con los lingotes (de hecho, se van sin ellos, cuyo encuentro es una excitante promesa) sino que se haya retomado, casi sin querer, el hilo del planteo inicial: el oro no tiene un valor de por sí, lo que nos mueve son creencias. Si lo que pensamos que son realidades materiales o naturales son creencias ficcionales, éstas podrían cuestionarse y por ende modificarse si las consideramos inconvenientes. Y la posibilidad de cambio puede resultar a veces perturbadora. Tal vez lo más honesto fuera decir que hay mejores y peores respuestas a las contradicciones humanas, pero no hay ninguna que cierre la brecha. Resulta inquietante reconocer que la diferencia entre buenas y malas acciones a veces no es tan clara, que lo que nos parece una realidad consistente es una consistente ilusión.
Diana Litvinoff es psicoanalista, Asociación Psicoanalítica Argentina.