La silla de mi amigo tiene ruedas. Por desgracia tengo carnet para manejar dicho vehículo. Más que fuerza de piernas y brazos se necesita temple en el alma para conducirlo. Cuando la sacaba a pasear a mi madre, le echaba la culpa al tiempo además de aceptar como cierta, una frase que alguna vez escuché por ahí y que por alguna razón nunca la olvidé: "Cuando una mamá enseña a caminar a su hijo, ambos ríen, cuando sucede lo contrario, lloran los dos". Nadie está preparado para algunas cosas de la vida, a pesar de ser conscientes de que pueden ocurrir. Empujar a un amigo es como empujarse a uno mismo. 

Con el Cabezón nos une una fila interminable de asientos en común, marrones pupitres con porta tinteros, citas en continuado con Isabel Sarli en acolchadas butacas del cine El Nilo, sillas de maderas en desaparecidos bares, místicos sitios en donde podía acabársenos el vino, pero nunca la conversación. 

Por estos días la charla continúa en rara posición, sin mirarnos a los ojos, como un motociclista que dialoga con su acompañante en contra del viento. A pesar de ver solamente sus parietales pincelados de blanco, conozco de memoria su gesto irónico cuando me alienta en mi tarea, ”Dale, ¡flaquito!, seguí empujando y no te quejes. Justo vos, un apóstol de la frase 'hay que saber encontrarle el lado bueno a todo', tendrías que agradecer, entonces, que no me tenés que llevar por un paisaje de cuchillas entrerrianas". 

Destino final, el parque Urquiza, el atardecer y el avistaje de pájaros. Para amenizar el viaje de nuestra última excursión, Jorge me comentó que el 7 de septiembre es el día mundial de la fibrosis pulmonar y que estaba decidido a festejarlo como se debe ya que durante gran parte de su vida se había ocupado en poseer un montón de bienes materiales inútiles y hoy está convencido de que lo único que tiene es esta puta enfermedad. 

Cuando llegamos al predio, con ojos absortos contempló el cielo durante largo rato para después dictar una clase práctica sobre aves autóctonas. Me explicó la cantidad de kilómetros que vuelan las golondrinas para llegar hasta aquí, se preocupó por la extinción paulatina de los gorriones, celebró el regreso con gloria de las cotorras a la ciudad y a su vez se sorprendió de la existencia de cabecitas negras en nuestra húmeda región. Luego de un silencio de paloma, el patriarca de los pájaros pensó en voz alta, "siento que me perdonaron. Soy mejor persona que antes y ellos lo saben. En un tiempo me gustaba encarcelarlos para que cantaran sólo para mí. Tuve un tordo chaqueño alguna vez, que me cambió la vida, nunca se dejó domesticar, me picaba la mano en cada renovación de agua y comida, hasta que consiguió su cometido, se escapó de la jaula y me regaló su vuelo de bautismo. Aquél día aprendí que la vida sólo tiene sentido vivirla en libertad". 

Para finalizar, me confesó su ilusión de reencarnarse en un hornero para poder cumplir con lo que nunca pudo lograr en esta vida que se le apaga, construir su propia casa junto a la compañera de siempre para vivir feliz y cantando. Aseguró que se trata del ave más inteligente de todas, basó su juicio en la forma de caminar, su estilo y presencia que lo hacían dueño definitivo del lugar. Mirando un nido de barro construido sobre una columna de alumbrado, con palabras de Atahualpa Yupanqui, le cantó a su propietario, "rogale a dios hornerito, que no te pase lo mesmo". 

El cansancio baja con el sol, los atardeceres pueden ser traicioneros, la melancolía suele desteñirse formando un arco iris de tristeza sobre el horizonte de nuestro paisaje interno. Su tono de voz fue otro cuando se describió como un buzo vencido, sentado en el fondo del océano, aferrado a su tanque de oxígeno, observando los pájaros como si fueran peces nadando en el mar de arriba. Intenté rescatarlo de su estado, usando el salvavidas del absurdo, "es muy cierto lo que decís, para mí siempre fuiste una mezcla de Bob Esponja con Jacques Cousteau. Es hora de que volvamos al Calypso para recargar de oxígeno la mochila, salvo que quieras que te haga respiración boca a boca, ignoro hasta qué punto avanzamos como sociedad para que no se alarmen los peatones al ver a dos veteranos besándose en medio del parque de la ancianidad". 

Su contagiosa risa metálica me hizo saber que había logrado mi cometido. Al llegar a su departamento nos dejamos enredar por un hilo invisible, resistente tanto al tiempo como a los distintos espacios compartidos. La misma emoción que sentimos frente a su combinado en días de nuestra adolescencia escuchando vinilos de Los Beatles, nos volvió a convocar ante una pantalla de televisión sobre la cual digitamos temas elegidos según nuestro estado de ánimo. En carne viva, escuchamos el concierto número uno para violín de Bach. Dos tipos que fueron a la guerra con Mambrú, que rezaron letras de marchas militares en actos escolares, a quienes le enseñaron que llorar era cosa de mujeres, en un sólo crepúsculo, enjuagaron todas las mentiras con lágrimas de hombres. 

Con los ojos cerrados, su rostro sereno y una paz interior obtenida en una total soledad, mi hermano armonizó su respiración con rocío del alma y antes de entrar en sueños me regaló un último pensamiento, "la única contradicción que nunca nadie podrá explicar, es cómo diablos, integrantes de una misma plaga obstinada en destruir el planeta, pudieron haber inventado la música". 

Si bien siempre nos contamos casi todo, ambos sabemos que algún secreto nos guardamos bajo el poncho. Antes de retirarme no dudé en dejar la puerta de la terraza abierta, algo me hizo sospechar que, por las noches, una magia de luna transforma las ruedas de su sillón en alas de alambre y cual plateada ave de minerva, levanta un vuelo errante hasta perderse en un cielo colmado de estrellas y recuerdos.

 

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