Es extraña la tarea de recomponer cómo una obra, una persona, objeto, o lugar se convierte en una pieza clave del gusto propio. Supongo que esa pequeña transformación no siempre sucede al primer contacto, sino que se construye alrededor de ese momento, fundando una especie de mito de origen privado: a través de un relato que quizás sólo conocemos nosotros, algo que ya era parte del mundo se revela íntimamente como inseparable de nuestro universo particular.
Tenía veintiún años cuando llegué a Toute une nuit, pero no llegué sola. Estaba en segundo año de la carrera y la tarea para esa semana era entregar una primera idea para desarrollar luego un guion, y tal vez eventualmente filmar un cortometraje. La imaginación nunca fue mi fuerte, pero sí era cada vez más consciente de algunas obsesiones que, por supuesto, consideraba completamente inútiles. Cada vez que volvía a la noche y caminaba las cuadras entre las paradas de colectivos y mi casa, hacía un registro silencioso de las puertas de las casas y edificios con las que me cruzaba: las tres puertitas iguales de casas pintadas todas distintas, la del edificio feo de la esquina que estaba en gran parte tapada por una escalera, el portón de un garaje con una pequeña apertura, la que tenía un vidrio roto y arreglado con cinta scotch, todas eran parte de mi colección.
La idea que presenté no se parecía a una sinopsis argumental sino más bien a una lista con tres ítems: - Situaciones en puertas de casa y edificios; - Que suceda en el lapso de una noche; - Muchos personajes, que algunos se crucen y otros no. Creo que a la semana siguiente, Hernán, profesor de aquel momento y colega de hoy, me devolvió la hoja que yo había entregado con algunas observaciones suyas al dorso, escritas en cursiva. Casi como una prescripción médica, me recomendaba ver Toute une nuit de Chantal Akerman. Yo no sabía ni quién, ni de cuándo, ni de dónde era Akerman. No sabía si era hombre o mujer, si estaba viva o muerta, si la película era muda, animada… No sabía nada. En la videoteca de la facultad figuraba una copia –en VHS, claro– pero fue imposible: alguien la había retirado hacía años ya y nunca la había devuelto. Era el 2004 y todavía dependíamos de estos objetos o de proyecciones en cines para encontrarnos con las películas, por lo que existía la idea de “prestar” una película o tener que devolverla. De repente, llegó el dato de que mi amigo Matías tenía un VHS –original, en una cajita de cartón con el afiche de tonos azules en la portada– y gracias a él pude verla al fin.
El televisor de la pieza de mis viejos colgaba de la pared como para poder verlo acostada, pero estuve todo el tiempo sentada en el medio de la cama de dos plazas. Por primera vez descubría que una película podía ser eso, sólo eso, todo eso. No necesitaba –o, mucho mejor, se resistía a– tener ciertas características que supuestamente debían tener las películas.
Toute une nuit es lo que se reconocería como un film de ficción, pero no necesariamente cuenta una historia: está hecha de fragmentos, de cachitos, algunos tan ínfimos que parecen dispersarse como partículas de polvo. Hay cuerpos que se desplazan, ocasionalmente bailan, a veces se abrazan, raramente hablan, pero no llegan a ser personajes. Sabemos casi nada de ellos. Hay también una ciudad, Bruselas, y el lapso de una noche de verano, pero ni el tiempo ni el espacio delimitan un universo cerrado capaz de aglutinar todos esos fragmentos: vemos apenas partes de lo que acontece. La película se vuelve un constante ejercicio de imaginación que se fuga por todos los bordes de cuadro. Ejercicio de imaginación y de apuesta, porque en cada corte, en cada nuevo escenario, existe la posibilidad de reencontrarse con alguna de esas micro-historias que dejamos de ver unos minutos atrás, la posibilidad de acompañar un instante más a alguna de esas figuras que deambula acalorada por las calles, los bares, escaleras, las camas. Como en una escritura inventarial, Akerman colecciona breves momentos, resistiéndose tanto a la sociología como al panfleto, pero sobre todo desafiando toda jerarquía narrativa –características que todavía hoy parecen ser difíciles de admitir para gran parte de la crítica--. Ésa es su posición estética y ética: se trata de una lista en la que cada ítem es descrito con el mismo nivel de atención y particularidad, cada elemento tiene iguales oportunidades de llamar nuestra atención, de clavarse en nuestra piel como pequeñas astillas.
Todavía hoy Toute une nuit me sigue resultando emocional e indescriptiblemente potente porque todo parece bascular entre una serie de dicotomías: mira con distancia, pero lo que encuentra es una serie de exabruptos íntimos, de sentimientos viscerales; es fragmentaria y dispersa, pero en esa multiplicidad casi infinita se oyen ecos de canciones repetidas, una forma de habitar el color o la luz, o incluso gestos comunes; es coral, pero cada quien tiene su solo; radical y sutil a la vez. Sobre una cornisa angosta entre varios precipicios la película construye su trayectoria, inestablemente montada sobre tacos que resuenan con eco contra las veredas de la ciudad desolada a la madrugada. Ahí, intentando hacer equilibrio, algo de mi gusto cinematográfico encontró un punto de apoyo.
Por supuesto, intenté copiar todo lo posible en ese cortometraje que filmamos con varios compañeros. Pero lo más importante fue descubrir, ahí sentada en la cama de dos plazas, que entre tantas otras cosas el cine podía ser eso, sólo eso, todo eso: una constelación de puntos minúsculos que, al unirlos, forman una figura difusa y efímera que apenas dura una hora y veinte, o toda una noche.
Malena Solarz nació en Buenos Aires en 1982 y estudió en la Universidad del Cine. Es cineasta, docente y escribe en las publicaciones Revista de Cine y La vida útil. Realizó el cortometraje Vaudeville, y fue parte del film colectivo A propósito de Buenos Aires, de 2006. En 2016 estrenó El invierno llega después del otoño, dirigida junto a Nicolás Zukerfeld, con quien también realizó el cortometraje Una película hecha de, en 2019. En 2021 proyectó su largometraje Álbum para la juventud en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.