En medio del rebrote de la pandemia de la covid-19 nuevos debates se abren a partir de las actitudes que las personas van adoptando frente a la situación. La mayoría de la ciudadanía adoptó la decisión de protegerse mediante la vacunación, pero también es cierto que entre quienes adoptan esta conducta hay un grupo importante que ha decidido no ajustarse a las protocolos sanitarios que siguen vigentes, utilizando para ello argumentos varios: desde la certeza de que “estoy protegido” y “mi no me va a pasar nada”, hasta los que siguen sosteniendo que el virus no es más que una “gripezinha” adhiriendo a la comprensión de Jair Bolsonaro. Es una mirada que entiende la salud como una cuestión individual y no, como realmente lo es, como realidad social y comunitaria.

Si bien son pocos en cuanto a porcentaje, también están los “antivacunas” con un despliegue de razones que van desde la negación del valor y de la eficacia de las vacunas, hasta la más exaltada posición de una conspiración poco menos que mundial “contra las libertades individuales”.

Pero el propósito de estas líneas no es entrar en la discusión sobre la cuestión sanitaria, pero sí sobre la relación entre comunicación y salud, y acerca de la importancia de las contribuciones de la comunicación a la comunidad y a las políticas públicas de salud.

La comunicación, en todos los casos, pero en particular en coyunturas como la que nos toca atravesar, está indisolublemente ligada a toda política pública de salud. Sin comunicación no puede existir una gestión de salud pública que resulte exitosa. Sin embargo, no debería entenderse lo anterior, como una actividad restringida a la difusión de información ya sea por los sistemas masivos y comerciales de medios, por los que son comunitarios o por las redes sociales digitales.

Siendo imprescindible todo lo que se haga en el sentido anterior, debería estar contenido en una más amplia comprensión de los modelos culturales asociados a las prácticas sanitarias. Comenzando por la idea central de que la salud no es una cuestión que puede analizarse en términos personales o estrictamente individuales, sino que se trata de un bien colectivo que todos y todas debemos cuidar y preservar.

Pero ¿cómo entenderlo de ese manera si la gran mayoría de las construcciones en torno a la salud apuntan, por un lado, al cuidado individual, y por otro a un concepto asociado a la “no enfermedad” antes que a la calidad de vida? Cabe recordar que según la Organización Mundial de la Salud (OMS) "la salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades".

Desde esta perspectiva las instituciones abocadas a la salud se constituyen también en organizadoras de modelos culturales, que coronan formas de entender al sujeto, a su entorno y a su manera de relacionarse con su cuerpo, con la salud y con la enfermedad. Surgen entonces prácticas que van configurando los modos de relacionamiento y de posicionamiento de los distintos actores que participan del entramado de la salud, en el Estado, en instituciones, en los programas o en la relación interpersonal.

Por todo ello –y aún contra corriente- es preciso insistir en la salud como un fenómeno social y cultural, una realidad presente en la vida cotidiana de los sujetos o, visto desde otro lugar, en una práctica social atravesada por procesos comunicacionales. Por ese motivo, al afrontar campañas de prevención sanitaria es necesario tomar en cuenta que toda acción en ese campo se ejerce sobre sujetos y grupos sociales que, además de dar significado técnico a sus propios problemas y situaciones, aportan sobre todo significados subjetivos y sociales.

La cuestión de la salud es ante todo una cuestión subjetiva y comunitaria, que requiere de un abordaje transversal cultural y comunicacional nunca reducible a los mensajes mediáticos, a la publicidad o la propaganda. Ni siquiera solo de información.

Una estrategia comunicacional para una coyuntura como la que se enfrenta exige políticas culturales y comunicacionales que, superando lo informativo, partan de la diversidad de realidades, comprenda el universo de los distintos grupos sociales (etarios, micro sociales, comunitarios, etc.) para ofrecer respuestas apropiadas y directas para cada uno de los ellos. Porque –aunque seguramente habrá quienes no entiendan ningún tipo de razones-- el convencimiento de quienes resisten recomendaciones sanitarias probablemente no surja primariamente de la contundencia de los argumentos, sino de la empatía con mensajes comunicacionales que logren hacer comprender que, más allá de los beneficios personales que pueda aparejar el hecho de sortear la enfermedad, lo que importa es el “estado de completo bienestar físico, mental y social” de los grupos y las personas, es decir, de la comunidad toda.

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