EL CUENTO POR SU AUTOR
Hace unos años me invitaron a participar con un cuento en el primer número de una revista literaria creada por hispanohablantes y 100% made in China, la hermosa Chopsuey. La propuesta fue la de escribir un cuento que dialogara con otro de Wang Any, una escritora shanghanesa muy reconocida de esos pagos orientales. Yo había escrito "Caminos" un tiempo antes pero había quedado ahí, un poco abandonado en la búsqueda de una forma definitiva. O mejor dicho, de un sentido que le diera una razón de ser a esa forma definitiva. Lo retomé entonces y lo terminé para este proyecto. Finalmente salió publicado en el 2019, en español y también traducido al mandarín.
La pregunta que se dispara en el cuento me la hicieron una vez a mí, hace demasiados años, cuando cocinaba. Fue una pregunta muy chiquita y concreta que, en apenas un segundo, me abrió a un mundo enorme y abstracto: el de la inseguridad.
Hoy Caminos sale publicado acá, en Verano/12, y yo soy feliz.
CAMINOS
Está recostada boca arriba disfrutando del alivio que significa, para sus pies, el descanso. Se concentra en las dos estrellas que alcanza a ver a través de la claraboya del techo. El cielo es tan negro y las estrellas tan luminosas que siente que tienen relieve. Sólo hay espacio para la otomana y para la cómoda de cuatro cajones que está ahí, al lado. Es una habitación demasiado chica y sin ventanas, pero frente al esfuerzo que le significa estar lejos de Buenos Aires, el desorden que le provoca andar nuevamente en una ciudad extraña, y siempre con esa inquietud de no tener rumbo, una pieza así, que la contiene y que al mismo tiempo ella puede controlar, es lo más parecido que conoce al equilibrio.
Prende el velador y abre su cuaderno, el que lleva a todos lados y en donde va anotando las recetas que le parece importante conservar. Busca las que tienen chocolate. Volcán, brownie, Selva negra, marquisse, torta Sacher. Repite cada una, varias veces, en voz baja. Hasta que se da cuenta de que no tiene ningún sentido: cuando se despierte no va a acordarse de ninguna. Nunca tuvo buena memoria. ¿En qué momento de la conversación de esa mañana dijo que sí, que sabía trabajar el chocolate? Evidentemente fue un momento del que no le quedó ningún registro porque ahora, que trata de identificarlo, no tiene ni idea. Eran como las once cuando usó el público que está en la otra cuadra de la pensión, frente a la plaza; La Caña le hizo compañía moviendo la cola y se quedó echada junto a la cabina. De eso sí se acuerda. También de haber sentido un fresco en la nuca, provocado un poco por la brisa matinal y otro poco por el pelo todavía húmedo, de la ducha que se había dado un rato antes de salir. Se había bañado con las ojotas puestas: como el baño es compartido no quiso tocar el piso donde quizás había hongos, pelos, o restos de pis. Además recuerda que en el sector de juegos de la plaza un chico se tiraba una y otra vez por el tobogán; la mamá, una y otra vez, lo esperó abajo con los brazos abiertos y con el mismo entusiasmo. La mayoría de los árboles estaban brotados y algunas parejas descansaban sobre el colchón de pasto crecido. Ella estaba sola.
Contestaron el teléfono y pidió por la persona que tenía anotada en el papelito.
―Aguarde en línea, la comunico con la cocina ―le había dicho la recepcionista del hotel.
El viaje en micro que acababa de hacer desde Puerto Octay había durado trece horas. En algún minuto del largo viaje había leído una guía con detalles de la ciudad. Decía que este barrio donde estaba su pensión era un barrio céntrico de Santiago de Chile pero no tan ruidoso, un barrio de grandes construcciones y casonas residenciales. Así que luego de llegar a la estación cuando recién amanecía y luego de que un taxi la llevara hasta la pensión, luego de acomodar sus pocas cosas en esa habitación minúscula y de darse la ducha en el baño compartido, antes de hacer la llamada al hotel caminó por los alrededores. Pero no vio nada de todo eso que había leído en la guía: las glorias arquitectónicas se notaban bastante deterioradas, y donde alguna vez había habido esplendor ahora sólo quedaban las huellas. Durante la caminata pasó por varios cafés, algunos con mesas afuera. Los que atendían era gente de su edad: chicos y chicas que, tal vez porque andaban mucho en bicicleta o porque se sentaban a esperar en el cantero a que llegasen los clientes, se los veía bronceados y sin preocupaciones. Ropa holgada, barbas de unos días, polleras de algodones livianos y coloridos.
A mitad de una de esas cuadras encontró una llanta de camión apoyada sobre un árbol. A la sombra de la llanta, La Caña. El nombre se lo preguntó al mecánico que, metido en la fosa del taller, arreglaba un taxi. Un rato después, y ya con la perra acompañándola en el paseo, entró a una fotocopiadora y sacó una copia de su currículum. Por si llegaban a pedírselo. Dobló, caminó unos pasos más y llegó hasta una farmacia. Farmacia del Dr. Chu, decía el letrero. Abrió la puerta, unos colgantes llamadores se movieron y el lugar se inundó de un tintineo amable y de bienvenida. La Caña quedó atenta del otro lado, en la calle, a la espera. La farmacia del Dr. Chu era silenciosa y olía a hierbas. Más allá del mostrador, las estanterías estaban abarrotadas hasta el techo. Cajitas de distintos tamaños, prolijamente acomodadas como si se tratara de un tetris gigante; la pared entera se veía colmada de letras chinas: miles de caracteres apiñados, cada línea envolviendo armoniosamente a la de al lado. Apareció el que debía ser el Dr. Chu. Un hombre de cuerpo menudo, mayor, con un delantal tradicional blanco de manga corta, abotonado al centro. Hablaba bien el español. Ella le pidió gasas, cinta adhesiva y curitas. Y recordó que una vez había comprado unos parches para el dolor, que venían en unos sobres metalizados, con la imagen de un tigre en movimiento. La imagen de la sanidad y la fortaleza. Aprovechó y también le pidió al Dr. Chu varios de esos parches. Si conseguía el trabajo iba a tener que usar todo eso, lo sabía por experiencia. Porque si bien los zuecos eran de un cuero flexible y, aparentemente era el mejor calzado que le podía pasar a sus pies, si bien la suela era de un material que debía amortiguar su peso, tanto, que ella debía sentir que levantaba vuelo, lo cierto era que después de siete, de ocho, de once horas parada, además de tener los pies cansados y seguro enrojecidos, además de sentir el latido y esa especie de fuego que nacía en las plantas y se irradiaba hasta la columna, además de todo eso se le había vuelto moneda corriente que el roce constante del zueco con el empeine la lastimara. Si no se ponía alguna gasa o varias curitas superpuestas, en cuestión de minutos sus empeines pasaban de estar sólo un poco raspados a volverse carne viva.
La Caña la guió como un baqueano en ese paseo barrial de ida y vuelta por la mismas cuadras. Ella, a cambio, le acarició en varios momentos la cabeza grasosa; le hizo mimos con los dedos y le dijo linda perra, compañera, seguro que tu dueño te baña en aceite para motor. Cada una de esas veces en que le habló y le acarició el ceño, presionándolo apenas, La Caña se relajó tanto que el cuello fue cediendo hasta que, como parte de esa misma flojera, cedieron los ojos. Linda fiera, buena compañera y roñosa.
―Bueno días, ¿con quién hablo? ―Un hombre atendió el teléfono.
Ella se presentó y le explicó que en una de las cocinas donde había hecho una de sus tantas prácticas, le habían aconsejado que aquel era un buen restaurante en donde trabajar. También estuvo por decirle que ese consejo se lo habían dado hacía como dos años, o más, y que si bien podría haber llamado en ese entonces lo cierto es que no lo hizo, que andaba perdida en la vida, deambulando desde que tenía memoria, que ahora mismo podría estar ahí pero también en cualquier otro lado, que podría haber llegado desde Puerto Octay ―del restaurante alemán en el que al final se quedó por bastante tiempo― como del desierto de Atacama, o de la provincia de San Juan o Corrientes; que ella cocinaba pero que también podría arrear vacas, si existiera la posibilidad. Que en verdad cualquier cosa le daba lo mismo. Que tenía que hacer algo y, como suele decirse, desarrollar el oficio y adquirir experiencia.
Por suerte se contuvo a tiempo y no mencionó nada de todo eso.
―¿Usted sabe trabajar el chocolate? ―eso sí recuerda que escuchó, sorprendida por aquella expresión que ni siquiera supo entender qué significaba. Pensó en plantaciones de cacao, en que quizás llegaban los granos crudos y ella debía tostarlos, en si los granos de cacao debían tostarse y en cómo. Pensó que a lo mejor el chocolate se extraía de adentro de esos granos de cacao, una vez que se tostaban. Pensó si trabajar el chocolate no sería saber de memoria todas las recetas del mundo que tuvieran chocolate… y ella ahí, que ni sabía la receta de los brownies, que cada vez que los hacía tenía que mirar las cantidades en su cuaderno. Trabajar el chocolate sonaba para especialistas, para aquellos que dedican su vida entera a la pastelería.
―Entonces la espero mañana a las nueve de la mañana. Que esté bien.
―Adiós… gracias ―está segura de haber dicho. Ya habían cortado.
Ahora gira y queda boca abajo; tira la almohada al piso. Un mosquito le zumba en la oreja. La noche anterior la pasó arriba del micro: había subido en la minúscula estación de Puerto Octay, a las siete de la tarde, cuando ya había oscurecido y entonces el lago inmenso se percibía como un agujero negro, monstruoso, que estaba ahí nomás, tan sólo cruzando unas pocas calles. Llovía. El micro anduvo despacio hasta salir del pueblo. Gracias al andar lento y a las luces de algunos carteles luminosos y de locales, a través de la ventanilla ella había podido distinguir el brillo de las viejas y húmedas tejuelas de alerce con las que estaban construidas las casas originarias, las pocas que iban quedando. También había visto algunas bufandas, camperas infladas, botas de lluvia. Más tarde, cada pueblo nuevo que fueron atravesando resultaba bastante parecido a los que dejaban atrás: mojados, fríos, oscuros, humeantes. Lugares en donde hasta la desnudez exige medias largas de lanilla y camisetas de algodón.
Un bebé lloró durante las primeras horas del viaje. Quizás fue porque, aún con la calefacción, el frío que se colaba por los burletes entumecía. Se calmó de a ratos, pero en seguida que se calmaba, volvía a llorar. Ella se puso los auriculares:
Hoy vuelvo a la frontera, otra vez he de atravesar, es el viento que me manda, que me empuja a la frontera. Y que borra el camino que detrás desaparece.
El mosquito por fin se aleja de su oído. Pero ni bien el mosquito la deja tranquila y ella logra apenas adormecerse, enseguida la sorprende un torbellino de preocupaciones. Una serie de pensamientos que le anidan detrás de la conciencia, serenos pero punzantes, que nunca terminan de delinearse, que parecieran estar al acecho y que siempre, en los momentos de aparente calma se le presentan de repente. Entonces se mueve un poco y respira con ruido haciendo esfuerzo para que el aire le entre a los pulmones. Ahora dirige toda su concentración a una veintena de cisnes que bailan simétricamente a la orilla del lago, y así, lentamente, se aquieta y de nuevo se va quedando dormida. Bailan alineados en dos filas perfectas y enfrentadas; cisnes hipnóticos. Cuatro de ellos salen de las filas y entrelazan sus alas: ligeros, se mueven y se arrastran unos a los otros, con pasos idénticos, hacia la derecha y hacia la izquierda. La hechizan… los brownies se van a resolver de alguna manera, los granos de cacao van a recibir el tratamiento correcto, alguien la va a ayudar, alguien la va a rescatar de ese abismo de no saber la receta de la torta sacher. Como si el lago fuese un colchón de agua gigante, los veinte cisnes esponjosos se elevan y desaparecen y vuelven a elevarse. Está dormida.
En la mañana se ducha otra vez con las ojotas puestas, se cambia rápido, y sale. Llega al hotel unos minutos antes de la nueve y decide meterse en la cafetería que está en diagonal. Es un local amplio que ocupa toda la esquina pero, ni bien entra, lo siente oscuro. Bordeando las paredes hay boxes de madera, con respaldo y asiento de cuerina marrón; en el centro, unas mesas; todo a lo largo del mostrador, una serie de taburetes plásticos. Excepto ella y una mesa ocupada al fondo, el resto del lugar está vacío. Se acomoda junto a la ventana, en uno de los boxes. Enfrente, las cinco estrellas del hotel brillan en su relieve dorado, por encima de la majestuosa puerta de bronce. La camarera se acerca y le pregunta si ya sabe su pedido; es una mujer de un trato austero. Lleva el pelo teñido de castaño claro, un delantal hasta la cintura, rosado; las uñas largas, rojas. Vuelve a los pocos minutos y le deja la taza con agua hirviendo y un sobrecito de café instantáneo Nestlé. Gracias, le dice ella y ve a la mujer alejarse y acomodarse junto a la máquina registradora para seguir recargando los frascos plásticos de mayonesa, kétchup y ají picante.
Toma el café, mira por la ventana y se distrae con las pizarras de los locales, con el ir y venir del día de trabajo, con el tráfico desordenado y denso, con los colectivos repletos que tocan bocinas y frenan repentinamente en cualquier lado. El ajetreo del ahí afuera, los ruidos, el smog, el movimiento frenético, no tienen nada que ver con esa cafetería vacía y penumbrosa, donde el tiempo parece haberse detenido en una carretera desierta de los Estados Unidos de los años cuarenta.
Termina su café, se acerca al mostrador y paga: es la hora. No se acuerda ninguna de las recetas que repitió durante la noche ni conoce nada acerca de los granos del cacao. Sabe que va a fracasar. Si no fuese que ya siente los pies exhaustos, como raíces en una tierra reseca y partida, saldría ahora mismo de ese camino y de nuevo correría en búsqueda de otra frontera.