Desde Barcelona
UNO Cuando era poco más que un niño y le preguntaban qué quería ser cuando fuera grande, Rodríguez miraba a los ojos del más o menos familiar, menos o más ser querido, y respondía: “Adjetivo”. La tío o el tío lo miraba sin entender y entonces él añadía: “Adjetivo como beatlesco, kafkiano, fellinesco, hopperiano”. Es decir: Rodríguez quería crear estilo y hacer historia. Pero, claro, eso no es fácil. Y, además, rodriguézco o rodrígueziano no sonaba muy bien. Y entonces le daban una palmadita en el culo y le ordenaban que saliese a jugar y a tomar el sol, a conjugar verbos.
DOS Tantos años después, Rodríguez leyó al principio de David Lynch: El hombre de otro lugar de Dennis Lim (Alpha Decay), que la primera vez en que Lim le preguntó al trascendente meditador Lynch si podía definir el término “lynchiano”, éste cambio de tema. Y que en otro encuentro, Lynch (a quien Mel Brooks catalogó como a un “James Stewart de Marte”) se explayó un poco más pero de manera tan lynchiana: “Tengo un amigo que siempre repite la frase ‘Mantén los ojos en el dónut y no en el agujero’. Un concepto como ‘lynchiano’ tiene más que ver con el agujero. Y si me pongo a pensar en eso puedo resultar muy peligroso”. Peligroso para Lynch, se entiende. Pero no para Rodríguez, quien de un tiempo a esta parte –desde que se anunció el retorno del Twin Peaks al que apenas un par de días atrás hemos vuelto a ir– se la ha pasado viendo y mirando y pensando lynchianamente.
A saber:
Revisitó las dos temporadas de la serie original y la película Fire Walks with Me y el reciente y reveladoramente irrevelante (pero muy relevante) documental sobre la criatura titulado David Lynch: The Art Life, de Jon Nguyen, Rick Barnes y Olivia Neergaard-Holm, donde Lynch recuerda una infancia idílica apenas enrarecida por el recuerdo iniciático de todo lo que vendrá. Allí, una noche, una mujer desnuda, su piel tan blanca, caminando por la calle, “como una giganta salida de un sueño”.
Se divirtió con La historia secreta de Twin Peaks (Planeta) ensamblada en libro-objeto por el co-creador del fenómeno Mark Frost. Y que se disfruta como una cruza entre The X-Files y Forrest Gump investigando la prehistoria de un lugar (dos siglos) hasta llegar a la Edad de Laura, esa chica que todos creen perfecta y modélica pero –como cantaba Buddy Holly– de la que nadie imaginaba “los deseos secretos que deseaba en la noche con las luces bajas”.
Analizó los ensayos incluidos en Regreso a Twin Peaks (Errata Naturae) donde David “The Sopranos” Chase define lo lynchiano como “hiperrealismo onírico” y acierta cuando postula que “por muy surrealista que Twin Peaks pudiera ser, se parecía más a la vida real que las típicas series de televisión de su tiempo”.
Y volvió a leer el imprescindible Reflections: An Oral History of Twin Peaks de Brad Dukes (Short/Tall Press) donde se evoca ese momento único e irrepetible en el que Lynch & Frost van a la ABC y le explican a los ejecutivos que la serie “tratará del viento soplando por una calle”. Y los ejecutivos se miran y piensan: “Bueno, va a ser algo raro pero también va a ser muy interesante; y no sé si va a tener éxito, pero yo quiero verlo”.
Y tuvo éxito. Y lo vieron millones de personas. Y en España fue un auténtico fenómeno de masas alcanzando al 60% de la audiencia incluyendo, se cuenta, a los reyes y familia.
Y ahora, de nuevo allí, sorbiendo café y masticando tarta de cereza y escuchando esa música, Rodríguez sigue sin ser adjetivo. Y continúa sin entender ni tener respuesta a cómo y por qué sopla el viento. Pero de tanto en tanto, todo pasa por no entender nada, ¿sí?
TRES Así, bienvenido sea de nuevo la tan lógica y transparente y realista incomprensibilidad de lo lynchiano. Lo lynchiano a lo que se accede o se acerca con mayor o menor gracia. Porque no es fácil ser lynchiano sin ser Lynch. Y es tan fácil caer en el ridículo intentando ser lynchano. Y cada intento frustrado no consigue otra cosa que hacer más y mejor lynchiano a Lynch.
Aunque algunos se acercan bastante y miran con gracia.
Así, lo lynchiano que está en lo de su casi siamés canadiense David Cronenberg o en la oreja cortada y en The Gimp de Quentin Tarantino. Y que está en los Coen y en Gus Van Sant y en Jim Jarmusch. Y en el Hombre Que Fuma y vigila a Mulder & Scully y en los patos de Tony Soprano y en el delfín del padre de Ray Donovan y en la mosca de Breaking Bad y en el vecinito de Mad Men y en la playa de Lost y en los pantanos de True Detective y en los tiempos muertos de The Wire y en los muertos a tiempo de Six Feet Under y en los agonizantes a punto de The Nick. Y, ahora, en el marvelicioso despropósito mutante de Legion y en Riverdale (esa serie tan divertida en la que se pintan de dark a los brillantes cómics de Archie) o (de manera tanto más grosera y tan cosmética) en la artificial y artificiosa The Neon Demon de Nicolas Winding Refn. Y –no antes de Lynch, pero sí antes de que Lynch fuese planetariamente lynchiano– en The Shining de Stanley Kubrick, ya entonces fan confeso de la debutante de largo Eraserhead de 1977. Y está también en las canciones de Talking Heads y de Arcade Fire y en las novelas de Haruki Murakami y de Roberto Bolaño y de Bret Easton Ellis y Han Kang y en los cuentos de David Foster Wallace y en las viñetas de Charles Burns. Y hasta en los insomnios de Seinfeld y en las pesadillas de Louie (donde David Lynch aparece como el inescrutable veterano entrenador-gurú de monologuistas Jack Dall, maestro del timing gracioso y del “irse para volver”). Y –aunque no tengan la menor idea de quién es Lynch– en ciertos comportamientos y hábitos de la familia política de Rodríguez.
El problema –lo que no tiene ninguna gracia– está cuando Lynch surge en sitios frecuentados por el tipo de persona o de personalidad que piensa que Lynch es malo “porque no se entiende nada”. Son, casi siempre, personas incomprensibles; de esas a las que Rodríguez no puede encontrarles explicación o razón alguna para su existencia.
Pero ahí están. Y parecen ser cada vez más por menos.
Y son seres que a Rodríguez no le dan miedo. No el tipo de miedo tan generoso que da Lynch (Rodríguez todavía tiembla y nunca dejará de temblar esa escena de Lost Highway en la que el Mistery Man de Robert Blake le dice en persona a Bill Pullman que llame por teléfono a su casa y lo atiende al otro lado). No: el de esos monstruos vulgares es un miedo que no ofrece nada (tampoco quita el sueño para que florezcan las mejores ideas insomnes) sino que produce un sopor aburrido e inocurrente. ¿Querrá Rodríguez hoy ensuciar esta turbia limpieza de las criaturas de Lynch, desnudas bajo la luna, con las siluetas embarradas de insolados hombres y mujeres que se dicen patriotas pero que sólo piensan en sus patios y balcones mientras arrastran los pies como en un (mal) trance recordando los viejos y buenos y socialistas tiempos? No. Así que nada aquí sobre debacles y comités y debates y primarias y resurrecciones, compañeros y compañeras.
Mejor ser lynchiano.
Y Rodríguez no es un adjetivo, aunque sí un sujeto cada vez más sin verba ni ningún tipo de prédica ni predicado. Pero (como muchos de esos personajes lynchianos de Lynch, quienes no entienden lo que pasa y lo que les pasa, pero que se consuelan recitando el abecedario para no perderse en el ruido) él es uno de esos sujetos apenas colgados del hilo de oraciones. Oraciones a las que nadie escucha ni responde, mientras el viento sigue soplando hasta que te apaga como a una vela en tu primer y único infeliz cumplemuerte.