El río está picado hoy. Pongo la reposera en el borde del agua porque no hay nada mejor que sentir las olas en los pies mientras me alimento del caudal marrón que pasa frente a mí, con su fuerza abominable. La esquina de la playa, al lado del espigón, es una zona de márgenes, combina yuyales con partes de arena franca. Pescadores ocasionales, gente que lleva sus perros, carpitas armadas por el día para soportar el sol. Una zona desregulada de las normas de la playa. Sin música de cantina, ni motos de agua, ni jóvenes fervorosos.

El viento trae con facilidad los tres kayaks que llegan río abajo y se encallan en la orilla. Siento el murmullo de sus tripulantes. Tres mujeres de edad madura bajan conversando. No tienen atuendos particularmente deportivos, ni cuerpos atléticos. Una, la rubia, lleva una malla floreada y un short negro. La segunda, una malla enteriza azul melange marca Speedo. La tercera, más rezagada, una malla negra con un nudo entre los pechos. Dudo si son turistas o locales. Si resalto la vestimenta, que no parece calculada para hacer un deporte, opto por lo primero. Si hago hincapié en la forma segura en que se mueven, parecen hacerlo desde hace mucho, opto por la hipótesis de autóctonas, pero quizás ese aplomo sea la forma en la que llevan sus vidas, y no la situación concreta en la que se han embarcado. Una de ellas, la de malla negra, se interna en el río para refrescarse. El lecho parejo del río en este tramo permite que se aleje muchos metros. No parece tener miedo a los desniveles, a los pozos, ni a estar sola metida hasta los hombros en esa inmensidad trémula que es el río Uruguay, que arrastra con fuerza.

La rubia acomoda un kayak paralelo a la orilla mientras asegura los otros dos contra la arena. Suenan tan livianos que hasta podrían volarse con una leve ráfaga. La de malla Speedo coloca los salvavidas como si fuesen colchones sobre el kayak paralelo y se tiran a secarse. Conversan hablando hacia el sol, con los ojos cerrados. Se conocen tanto que pueden adivinar los gestos que acompañan cada palabra de la otra. Y sí, siempre le gustaron las pendejas a Ernesto. Viste cómo es. ¿Qué, es un pedófilo? No, bueno, mayores de edad, pero le fascinan las de veintipico, y siempre hace lo mismo. Cuando tienen treinta y pico las deja. ¿La dejó a esta? Bueno, no, se terminó la relación. Pero es como si las deja porque no le interesan más. Igual que hizo conmigo, si nosotras somos unas boludas, mirá que no nos iba a pasar, estamos hechas pelota. Y sí. (Se ríen) Ahora está viviendo en un departamento, a la vuelta del súper Vea. Resulta que arriba hay una mujer que quedó viuda, y tiene hijas. Son vecinos, viste. Hicieron una relación amistosa, van, vienen. La mina está sola, se juntan a comer. Y las hijas empezaron a ir a la casa. Se enganchó con una. ¡¿Anda con una?! No, no, pero te digo que se enganchó porque publica fotos con ella, todo eso, ahora la está ayudando con una huerta que tiene, y así va, ya le conocemos la táctica. La ayuda, como hizo conmigo, y se va metiendo. Qué tipo. Ni con la pandemia se sosegó. Y eso que nos dio vuelta esta basura. Sí, no se puede programar nada, andá a saber cuándo termina esta peste. La de malla negra vuelve del agua. Se acuesta al lado de sus amigas y se acompasa al diálogo como si nunca se hubiese ido. Sus ojos cerrados, apuntando al sol, las deja en un estado de entrega al espectador metiche, como si dieran a ver todo lo que están imaginando. Las arrugas en su rostro, lo que han vivido. Las marcas en sus cuerpos, lo que les ha costado. Podríamos hacer un viajecito a Brasil, ¿eh?, a San Pablo. No, ahí están todos infestados. Hagamos así: si Ernesto no se engancha con otra pendeja para enero de 2023, nos vamos a Punta del Diablo. Pagás vos. Ponés el auto. Pongo el auto y la nafta, con mucho gusto. Se ríen. Pero creen en su promesa, o creen en prometerse. No llevan comida ni agua. Sólo salvavidas y remos gastados. Se ponen en marcha y por la lejanía, dicen algo que no escucho, respecto al tiempo, a llegar a alguna hora, a que alguien no creería lo que están haciendo. Vuelven a meter las naves al agua. Parecen sirenas experimentadas, serias, forman una sola pieza su torso y el polietileno celeste, ocre, ladrillo. La de malla Speedo no logra hacer la palanca con los remos que la saque de la tierra. Le pregunto si necesita ayuda, pero no me escucha, porque no le hablo fuerte, dudo si aparecer en escena, si perturbar lo que estoy observando. 

El muchacho que pesca del otro lado se acerca, va pasando por la orilla como por casualidad, con la cortesía del que conoce las rutinas ribereñas. Le pregunta a la rubia si necesita ayuda. No, le dice. Pasa a la de malla Speedo. Ella acepta y agradece, seca, protocolar. La de malla negra empuja más adentro el kayak antes de meterse. 

Recién allí veo que cojea groseramente. Su pie derecho tiene una deformación. Se sube y sale. Si la rubia tiene autoridad, ella tiene pericia. Las veo alejarse río arriba, campean de costado la corriente unos metros y encaran para el norte. De golpe, me despiertan de ese ensueño flotante con un grito. Mamá, el bumerán no vuelve, ¿cómo hacemos para hacer volver el bumerán? Las miro, van contra la corriente, van desde donde vinieron trabajosamente. No contesto. No tengo la menor idea de cómo hacer volver un bumerán. 

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