Los espectadores que vieron El aura, de Fabián Bielinsky, probablemente recordarán todavía a Nahuel Pérez Biscayart, por entonces un adolescente, pero sobre todo por su mirada penetrante e intimidatoria que aún conserva. Ese fue uno de sus primeros trabajos en el cine argentino, aunque luego desarrolló una carrera importante tanto en la industria cinematográfica nacional como en la TV local. Pero el actor logró atravesar las fronteras y gracias a su facilidad para aprender distintos idiomas (inglés, francés, alemán, chino, italiano) comenzó una trayectoria en el cine francés, que luego se extendió a otros países de Europa. La bisagra fue el papel de Sean Dalmazo en la película francesa 120 pulsaciones por minuto, en 2017 (también estrenada en la Argentina), por el cual ganó como Mejor Actor en la entrega de los prestigiosos Premios César de la Academia Francesa, Premios Lumière y Globos de Cristal. El film reconstruía la historia de Act Up, un movimiento internacional que organizó acciones de visibilización de la epidemia del VIH/SIDA en la Francia de los ‘90, cuando el SIDA no era sólo un peligro para la humanidad sino una excusa para la discriminación de las minorías sexuales. A fuerza de talento, Pérez Biscayart se convirtió en el primer actor argentino en ser nominado en la entrega de los Premios del cine europeo.

Desde este jueves, se lo podrá ver en El empleado y el patrón, del director uruguayo Manuel Nieto Zas, quien presenta la relación entre integrantes de dos clases opuestas aparentemente, pero que en la historia se funden en un vínculo apacible y mutuamente culposo. Estrenado durante la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes el año pasado y presentado también en los festivales de San Sebastián y Mar del Plata, el film tendrá funciones en el Cine Gaumont desde este jueves, una emisión el viernes a las 22 en el canal Cine.ar y estará gratis desde ese día en la plataforma de la señal durante una semana, además de incorporarse al catálogo de Flow desde febrero.

Pérez Biscayart se pone la máscara del patrón, un joven que aparentemente lo tiene todo, pero sufre una preocupación urgente: la salud de su bebé. El empleado (Cristian Borges) está buscando trabajo para mantener a su recién nacido. Por eso no duda cuando el patrón decide contratarlo para trabajar en sus tierras. Ambos cubrirán sus necesidades ayudándose mutuamente. Pero un día ocurre un accidente. Este evento inesperado tensará los lazos entre ellos, poniendo en peligro el destino de las dos familias.

“Cuando pasa el tiempo, uno pierde un poco el contacto con ese momento inicial que a uno le dio la pauta de ‘está bueno hacer esto’”, dice Pérez Biscayart sobre los motivos por los cuales aceptó la propuesta. “Leí el guión de un tirón, lo cual ya es un buen signo, en general, porque hay algo que lo prende a uno. Me pareció que era un objeto que si bien era muy Manolo (por el director), en un sentido, también en otro sentido había una narración que antes no había desarrollado en sus otras pelis: una narración más compacta, con más tensión, con un poco más de género, pero sin perder todo su universo, su campo, su horizonte, su sobriedad”, explica el actor.

-El director dijo: "La gente la va a ver con la idea que genera el título sobre la lucha de clases y no va a salir decepcionada porque está, pero es sobre todo una película de personajes". ¿Coincidís?

-Sí, total. De hecho, la sobriedad que él tiene también juega muy a favor en ese sentido, porque si bien evoca y levanta muchas preguntas de clase, no se posiciona claramente en un lado, no te da un mensaje final, no te da una resolución. Es muy de presentar las cosas. La película no se pone moralinosa. Se pone incómoda porque al presentar todo con esta sobriedad, uno siente que las preguntas que se hace son bastante incómodas: quién está autorizado, quién es el culpable, quién le debe a quién, quién hizo bien las cosas y quién no, la autoculpa, la compasión innecesaria. Todas esas que se van despertando durante la peli tienen que ver con que son personajes transitando una historia y ya. No es un ensayo sociológico. Es una película social sin querer serlo. Para mí está más planteada desde el género y la tensión, en un punto. Es más cercana a un western quizás que a una película social de los Dardenne.

-Nieto eligió intérpretes locales sin ninguna experiencia -algo habitual en su cine-, para los papeles de los empleados y a profesionales de la actuación para los jefes. ¿Crees que esto tuvo que ver con acentuar los contrastes sociales?

-Sí. De hecho, Manolo no es un apasionado de la dirección de actores. Es muy de dejar ser o de pedir muy concretamente lo que quiere. Por supuesto que cuando hacés casting estás predirigiendo la peli. A veces, haciendo casting uno hace el 80 por ciento de la peli, sobre todo cuando son films de personajes. Sin duda, ese contraste estaba ahí. Actuar con gente que nunca actuó frente a cámara implica que uno tiene que ser mucho más paciente porque debe ser también bastante estresante vivir esa experiencia por primera vez. Recuerdo que cuando actué por primera vez lo era. Entonces, todas esas atenciones que se empiezan a despertar en el rodaje seguro que atraviesan la pantalla. Y uno es consciente de eso y está buenísimo darle lugar. Hay elementos constitutivos del elenco que ya dan forma y dan un tono a una película.

-¿Cómo fue interpretar a un joven burgués? ¿Tener distancia emocional con el personaje que parece tan distinto a vos es lo ideal o precisás en algún punto identificarte con personajes con los que no compartís nada?

-Uno intenta no juzgar a los personajes, al menos cuando los está actuando, y ser lo más verdadero posible. Si hay un juzgamiento, que venga después, pero no durante. Cuando el personaje está lejos de cómo uno se ve en el mundo, de los ideales de uno o incluso del extracto social (yo no soy millonario del campo ni nada) hay algo ahí que genera una fricción entre el actor y el personaje y una mini lucha que es interesante porque esas son las cosas que la cámara también percibe.

-Hace poco se vio también en el cine argentino: en El prófugo, de Natalia Meta. ¿Sentís que nunca te fuiste del cine argentino? ¿Lo vivís más como oportunidades que se te presentaron en el exterior lo que pasó con tu carrera?

-Sí, total. Fueron oportunidades que se fueron dando, que yo las abracé y las experimenté. Las cosas están abiertas en todos lados. Siento que circulo, en un sentido físico y por ahí en términos más simbólicos. O al menos eso intento proponerme, que no haya un irse, un volver o un retornar, valorar la fortuna de poder trabajar de lo que me gusta y que, además, pueda ser en diferentes lugares, en diferentes contextos culturales, lingüísticos. Toda esa abundancia me gusta tomarla como se da, sin sentir que hay un "me fui" o "volví". Tiene que ver básicamente con que los proyectos me interpelen, me convoquen. Pueden ser de cualquier lugar. No hay ningún tipo de priorización por nacionalidad.

-Pero trabajar ahora en el cine argentino ya como un actor que triunfó en Europa y que ganó el César del cine, ¿cambia algo o tampoco eso?

-En mí, no. Yo sigo disfrutando y padeciendo en igual medida los desafíos cinematográficos sean donde sean. No me siento más seguro ni más inseguro. Cada proyecto que encaro es un descubrimiento, un desafío y una aventura, sea donde sea.

-¿Cambia tu manera de interpretar a un personaje de acuerdo al idioma?

-Sí, completamente. Este año estuve pensando mucho en eso porque el idioma no es sólo fonético. También es corporal. Entonces, va más allá de poder saber las palabras y pronunciarlas bien. Tiene que ver con cómo uno habita el espacio, cómo uno mira a les otres. Tiene que ver con cómo uno se presenta. No estoy diciendo que todas las lenguas tengan el mismo tipo de comportamiento físico o social pero sí hay trazos que uno ve en las lenguas que son bastante evidentes. Y está bueno leerlos también y tomarlos. Igual creo que es un trabajo inconsciente. No es que si tengo que actuar en francés me pongo a mirar cómo un francés mueve los brazos. No. Pero el idioma viene apareado con eso: las expresiones, las maneras de reaccionar de determinadas cosas, en qué lugares uno hace una observación y en qué lugares no, dónde uno apoya la entonación o no, el nivel de involucramiento con el discurso del otro, la capacidad de sorpresa...Hay muchas cosas que tienen que ver con la lengua en la que estás hablando. Por eso es muy divertido porque es casi como un sonido que se vuelve disfraz.

-¿El aprendizaje de distintos idiomas fue exclusivo para las películas o ya tenías una formación?

-No, cero. Fue porque me nominaron hace unos quince años para la beca Mentores y Discípulos, de Rolex. Y era con un grupo de teatro en Nueva York. La única manera de ir a hacer la beca o de tener chances de que me eligieran en la etapa final era obviamente hablar inglés. Entonces, el idioma iba a ser muy fundamental. Ahí me puse a estudiar inglés ocho horas por día. Me obsesioné, me leí todos los libros de ese grupo de teatro, vi todos los videos, estudié lenguaje teatral. Hice una especie de inmersión muy loca porque tenía muchas ganas de ganarme esa beca y de tener una experiencia en otro país. Después, me descubrí aprendiendo un idioma bastante rápido. Entonces, cuando hice mi primera película francesa, me quedé tres meses en París para aprender francés. Invertí lo que había ganado en esa peli para aprender francés. Estaba medio manija con los idiomas. De nuevo, estudiaba ocho horas por día. Aprendí las bases y después seguí estudiando un poco de alemán, chino... Empecé a estudiar idiomas porque cuando se habilita ese lugar del aprendizaje está bueno ir más allá de lo bilingüe. Después, me llamaron para una peli en alemán, que iba a ser al año siguiente y si bien podía hablar con mi acento o lo que quisiera, me puse a estudiar alemán. Es como que me llaman primero para actuar en un idioma y después lo aprendo. Pasa eso. Sin darme cuenta llegó un momento en el que no hablaba alemán pero pronunciaba bastante bien y terminé actuando en una obra de dos horas toda en alemán con alemanes. No es que dije "Quiero hacer carrera en el teatro austríaco". Cuando no te diste cuenta decís: "Ah, estoy actuando con una idioma nuevo y bueno y lo estoy haciendo". Es muy inconsciente. Y si lo pensás dos veces es muy panic attack porque la aventura es extrema (risas). No hay que pensar mucho. Hay que confiar en el saber corporal.

-¿120 pulsaciones por minuto funcionó como bisagra en tu carrera internacional?

-Sí, por supuesto. Tuve más guiones para leer y de más países y más libertad para elegir.

-¿Fue uno de los papeles más difíciles y comprometidos?

-A la distancia, siendo que soy bastante exigente, tengo un recuerdo de bastante fluidez, como pensar que después de cada día de rodaje, sentí que algo habíamos encontrado. En general, cada día de rodaje es un misterio cómo va a pasar. Y ese momento estuvo bueno, como que había mini hallazgos constantes. Creo que tiene que ver con que cuando la gente está un poco alineada, estamos todos con la misma creencia y el mismo fuego poniéndole todo, pero con mucho juego y también libertad. Fue muy compleja, pero a la vez fue muy fluida. Y eso es una linda combinación: cuando hay una complejidad en la tarea que tenemos que llevar a cabo pero cuando las cosas se alinean fluidamente, uno siente que es porque también hay algo colectivo que sostiene esa experiencia. Y se vuelve menos desgastante o incluso no desgastante: se vuelve enriquecedora porque estás teniendo mucho retorno de tus compañeres, de la gente con la que trabajás. Eso es lo más bonito. Cuanto más difícil, pero cuanto más estamos todos mancomunados en la misión, más fluido va a ser y probablemente y más creativo también. Pero obviamente esas cosas no se pueden planificar. Se planifican un poco cuando uno elige el equipo técnico y el casting. Cuando elige el equipo, en general ya está configurando el 80 por ciento de lo que la peli va a ser en términos energéticos de cómo trabaja la gente detrás de cámara, en términos sinérgicos de cómo los actores conectan no sólo profesionalmente hablando sino en otras mini capas más profundas que hacen a la vida y a la verdad del proyecto.

-¿Qué podés contar de la experiencia de rodar, junto a Noemi Merlant Un año, una noche, de Isaki Lacuesta, sobre el atentado de la sala Bataclan en París?

-Está basada en la novela de Ramón González, un chico español que estuvo esa noche en la Sala Bataclan. Cambió mucho su vida a partir de esa noche. El se empezó a ocupar de cosas que quería hacer, como escribir y tocar música. Se volvió escritor. Y habilita esta novela corta que tiene el valor muy bueno de la experiencia, de los recuerdos también modificados por el trauma, de los detalles de una experiencia que desde afuera puede ser muy totalizante. Desde afuera escuchamos tiros, muerte y ya, y él estuvo dentro vio y vivió todo eso, pero además vio y vivió miles de otras cosas más que uno puede imaginarse. Entonces, el guión parte de esa novela corta y tiene un nivel de detalle y de vivencia que es muy interesante, sobre todo a la hora de actuar. Es como salirse del gran evento y meterse en las mini subtramas que pudo haber tenido. Sobre todo la peli va alrededor de esa noche y de un año después. Por eso se llama Un año, una noche. Y es el año posterior al atentado del Bataclan y cómo dos personajes lidian con sus recuerdos de esa noche, con su relación amorosa y con su hacer en la Tierra.

-¿Cómo notás que cambió París después del atentado?

-Ves milicos con armas largas todo el tiempo en lo visual y concreto. Todavía sigue el estado de emergencia y hay muchos controles bastante extremos con escaners en los museos, en las salas. Pero igual también va acompañado de un aumento de control policial de Francia, en general. Todo va medio de la mano. O quizás es usado también como excusa para sobrecargar la presencia policial, la represión, la persecución sobre todo de las minorías (los migrantes, la comunidad LGBT), toda la gente que el Estado, en general, tiende a detestar. Y yo nunca vi en mi vida un nivel de represión como el de la policía francesa. Nunca vi tal nivel de tecnificación de la represión.

La carga histórica

 

En El profesor de persa, (Persian Lessons) dirigida por Vadim Perelman, Nahuel Pérez Biscayart se pone en la piel de un judío arrestado por soldados de las SS que consigue evitar su ejecución haciéndose pasar por persa, un idioma que desea aprender un oficial del campo de concentración. "Cuando hacés películas con tan alto nivel de tragedia y de carga histórica es imposible escaparle a toda esa carga. Aunque vayas intentando no impregnarte, el cuerpo histórico se atraviesa por todos esos horrores y es muy potente. Es delicado y está bueno manejarse", cuenta el actor. En mitad del rodaje se enteraron de que el lugar donde filmaron había sido un campo de detención en la época de Stalin. "Cuando nos esteramos de eso fue muy fuerte y otras cosas que pasaron durante el rodaje también fueron densas. Como que había que hacerlo y terminarlo e irse. Es cuando tenés la sensación de que no hay que tirar mucho de la piola", concluye Pérez Biscayart.