Despedida de año. Mis amigos y yo estábamos en un bar de la luminosa avenida Pellegrini. Cervezas y Coca Cola para mí, no tomo alcohol. Los muchachos hacían gala de los lugares que habían visitado en las vacaciones de los últimos años. Pedro había estado en La Torre Eiffel, Martín en las Pirámides de Egipto, Esteban en Ushuaia, Nacho en Punta Cana, Arístides en Playa del Carmen. Mi presupuesto no daba más que para irme algunos días a Córdoba o a la costa cada año. Me sentí menos, miré hacia el suelo, mis zapatillas rojas jugaban con algunas cáscaras de maní, en un momento vino algo a mi mente y grité:
¡Yo escalé el cerro más alto de Nuevo México! ¡El Wheeler peak!
Yo tenía 18 años y estudiaba en Norteamérica, en Nuevo México, en un colegio del Mundo Unido. Éramos 200 estudiantes representando a 80 países. Hacíamos expediciones. Ese fin de semana fuimos al Wheeler Peak. Es el cerro más alto del estado, con 4011 metros de altura.
Empezamos a caminar por un carril hacia arriba cerca de las nueve de la mañana. Yerim, una amiga de República Dominicana, empezó a tener mal de alturas. Estaba agitada y algo mareada. Nos detuvimos a tomar agua. Yo me ofrecí a llevar su mochila. El coordinador se llamaba Tom. Era un hombre de unos 40 años que nos acompañaba en todas las expediciones. Me llamó a un costado y me dijo: no, la mochila entera no. Yo lo miré interrogante. Me dijo: ella no se puede sentir una carga para nosotros, llevaremos una parte de su equipo pero la mochila seguirá con ella. Es parte de conservar su dignidad, me dijo, y yo entendí todo. Pasé algunas cosas de Yerim a mi carga y continuamos el ascenso.
Había otra chica de Argentina en el grupo. Se llamaba Carolina. Nos habíamos hecho muy amigos en el último tiempo. Al principio pensé que eras un boludo, me confesó. Lo que pasa que yo solía ser muy tímido, y callado, sobre todo en el principio de las relaciones. Quedo como un aburrido, algo lento, reprimido tal vez, sin expresar mis emociones, pero es al principio, en la intimidad soy muy distinto, hasta el punto de que la gente se sorprende de mis ocurrencias y creatividad.
Pero bueno, el punto es que aquel día, subiendo hacia el Wheeler Peak, con Carolina nos pusimos a cantar canciones de Sui Generis, y todos se entusiasmaron y hasta les enseñamos el estribillo de “Necesito”. Fueron momentos hermosos, subir por aquellas colinas, haciendo un esfuerzo tremendo, y sentirnos acompañados por Charly García, en ese Nuevo México, a más de 10000 kilómetros de Argentina. La vida es maravillosa a veces, y tal vez es cuestión de ingeniárnoslas para de algún u otro modo estar más cerca de Dios, Dios y sus milagros, aunque algunos puedan ser ateos.
En un momento divisamos la cima del Wheeler. Se veía tan solemne e imponente abriendo un surco en el cielo. Después empezó a nevar. Nos pusimos algunos abrigos extras. A las pocas horas llegamos al lugar donde nos instalaríamos antes de llegar a lo alto del cerro. Instalamos las carpas, comimos guiso de lentejas. Nuestro coordinador, Tom, comía las lentejas con manteca de maní, un verdadero asco, pero a él le encantaba. Se hizo de noche. Álvaro, un muchacho de Chile, muy histriónico y divertido, se pegaba unos eructos descomunales. A mí, alguien educado por sus padres con buenos modales, me parecía fascinante su desfachatez. Después estaba Mei Mei de Hong Kong, que se había llevado unas latas de atún. Mei Mei era conocida porque había puesto pescado en la tostadora y había empezado a humear activando las alarmas de incendio del colegio. Armó un verdadero caos.
Después de comer estuvimos conversando un rato. Ya no nevaba y se había despejado. Se veía la luna como un agujero blanco en el cielo. Vimos estrellas fugaces y todos pedimos deseos. El mío fue volver a ver pronto a mi familia, había estado mucho tiempo lejos de ellos. Con los compañeros hablamos de la tristeza, de que es normal sentirla, que uno tiene que permitírselo.
La tristeza es como un río, dijo alguien, siempre llega al mar, si uno lo permite siempre se diluye y uno puede volver a empezar.
Éramos jóvenes y no sé si sabíamos mucho de la tristeza, pero ya nos preocupábamos por eso. Supongo que es el gran tema de toda la condición humana. Esa noche, a punto de llegar a la cima del Wheeler Peak nos sentíamos especiales, y eso implicaba que debíamos hablar de temas profundos.
La mañana nos encontró subiendo por un camino que se abría entre rocas. Baha se dobló el tobillo. Así que tuvimos que parar, descansar un poco, vendarlo. Dijo que se sentía bien, que iba a poder continuar, un poco más lento pero continuaría. El cielo estaba salpicado por densas nubes, el sol resplandecía con cierta timidez. Llegamos a la cima. En un momento, sin darnos cuenta llegamos a la cima. Estábamos todos muy felices, hubo un jolgorio, algunos abrazos. Desde ahí arriba podíamos ver casi todo Nuevo México. Había una cruz blanca. Me acerqué y apoyé una mano en la madera. Agradecí. Después pensé en mi viejo enseñándome el teorema de Pitágoras, en el aroma en la cocina cuando cocinaba mi madre, en mi abuela tarotista adivinándome el futuro; no sé por qué pensé en todo eso pero lo hice y una gran sensación de serenidad me invadió. Me abracé con Carolina, la otra argentina. En ese abrazo y sobre su hombro pude ver un colibrí. ¡Un colibrí azul! ¿Qué podía hacer un colibrí azul a 4000 metros de altura? Fue hermoso. Un milagro. Después desapareció.
No le conté a nadie lo del colibrí, hasta esa noche en Avenida Pellegrini, en que con mis amigos hablábamos de los lugares adonde habíamos viajado. Si bien yo no podía ir más lejos que Córdoba o la costa con mi presupuesto actual, yo alguna vez había llegado a la cima del Wheeler Peak. Mis amigos escucharon la historia y se quedaron con la boca abierta.