El nombre de William Lindsay Gresham no sería recordado hoy en día, con la excepción de algún lector empecinado, de no ser por su primera obra literaria de ficción, Nightmare Alley. Cuenta la leyenda que fue en España, durante los meses más duros de la Guerra Civil, como médico voluntario a las órdenes del ejército republicano, cuando un colega militar en tierras europeas le contó su pasado como trabajador en una feria itinerante de atracciones, trasfondo para el relato del futuro libro. Oriundo de Baltimore, Gresham –que falleció en 1962, a los 53 años– publicó la novela en 1946 luego de regresar a su país, pasar una temporada en un hospital para tuberculosos y sobrevivir a un primer intento de suicidio (el segundo sería exitoso). Un trabajo eventual en cierta publicación dedicada a los “crímenes verdaderos” lo puso en la senda de la escritura, empujándolo a desarrollar la historia de un estafador con ínfulas de mentalista, un hombre fatal que se topa con su par femenino sin advertirlo y debe regresar a los orígenes, al universo de los carnivals, con sus mujeres barbudas, adivinos de baja estofa, hombres-serpiente y hombres-torso, freaks y geeks (estos últimos en su acepción original, la que designa a los trabajadores circenses cuyo espectáculo consistía en realizar actos innombrables, grotescos, más cerca de la animalidad que de lo humano). Fue una gran estrella de Hollywood, Tyrone Power, quien se interesó por la adaptación en curso de la novela al cine, dispuesto a dejar de lado su imagen de galán de matinée para recrear en la pantalla el ascenso y estrepitosa caída de Stanton Carlisle, un hombre oscuro y retorcido, gran amante de los dólares y más aún de su propio ego. El callejón de las almas perdidas (1947), dirigida por Edmung Goulding para la Twentieth Century Fox, no fue un éxito de público ni nada que se le parezca, pero con el correr de los años y las décadas fue convirtiéndose en un auténtico clásico del cine de posguerra, además de uno de los títulos canónicos del así bautizado film noir, aunque aquí no haya detectives privados ni policías duros a la vista. La historia de Stan Carlisle, el adivino y espiritista, vuelve a las pantallas gracias a la nueva adaptación comandada por el mexicano Guillermo del Toro. Una versión que abandona el blanco y negro original pero no así los claroscuros, regresando a las fuentes literarias para incluir algunos de los detalles más escabrosos que fueron dejados de lado en la versión original de los años 40. Un festín de figuras abocadas a la descripción de los bajos fondos humanos, una sordidez muchas veces disfrazada de glamour: Bradley Cooper como Carlisle, Cate Blanchett en el papel de la psicoterapeuta Lilith Ritter, Willem Dafoe como el “manager” de geeks en la feria donde comienza todo y Toni Collette como la tarotista Zeena.

¿Era necesario adaptar la novela otra vez, realizar una remake del film original? Posiblemente no, pero más allá de expectativas, resultados y comparaciones, siempre odiosas, la historia del cine no es otra cosa que una genealogía de reversiones literales e indirectas, filiaciones secretas y robos ostensibles. Guillermo del Toro no es un realizador que evite las referencias al cine del pasado, y basta repasar su filmografía desde Cronos (1993) hasta la actualidad para advertir que la fascinación por los clásicos del horror, la fantasía, la ciencia ficción y otros terrenos del cine popular no son un hábito adquirido con el tiempo sino elementos esenciales a sus intereses y estilo. “Si ven mis primeros cortometrajes, de cuando era un niño, lo único que quería hacer eran cosas de terror o fantasía o policiales negros. Fueron mis primeros amores”. Guillermo del Toro ofreció una conferencia de prensa de la cual participó Radar y, en sus propias palabras, esa fascinación tuvo un correlato temprano en un corto “que transcurría en un pueblo de provincia en México; era sobre policías corruptos y esas cosas. En esa época me enamoré de la literatura negra: James M. Cain, Donald Westlake. Las historias de detectives: Chandler, Cornell Woolrich, los más duros como James Hadley Chase, etcétera. Es un género que, como el horror, arranca la máscara de las pretensiones de normalidad, al tiempo que expone preguntas morales muy crudas. Respecto del cine, algo que siempre me atrajo es que esas películas reflejan la época en la que fueron hechas. Si uno ve, por ejemplo, un film de posguerra con Robert Mitchum, se puede palpar un sentido de época. Las ansiedades de esa época. Luego uno ve Un adiós peligroso, con Elliot Gould, y ahí está el post Vietnam”. ¿Qué visión de los Estados Unidos y del mundo ofrece El callejón de las almas perdidas cosecha 47 y su hermana de 2022? Tal vez allí radique la cuestión central acerca de la pertinencia o no de una remake, que los más críticos –incluso sin verla, puro deporte prejuicioso– han descripto como innecesaria. Es lógico que el film original refleje angustias de esos tiempos: el ascenso social luego de la gran crisis económica y el regreso desde el frente de batalla, por supuesto, pero también ciertos miedos atávicos y la imborrable culpa, además del vínculo, siempre conflictivo, de los personajes masculinos con sus pares femeninos. La versión a todo color de del Toro es, por la lógica de nuestros tiempos y el estilo del realizador, muy distinta a la de Goulding, aunque siga en gran medida la trama seminal y sus detalles.

A PUNTO DE CONVERTIRSE

En la novela, y en ambas películas, Carlisle realiza trabajos de hombre-para-todo en una feria, hasta que el talento para la prestidigitación y la lectura del carácter de quien está delante suyo le abren las puertas de una nueva carrera. En su película, Del Toro incluye un extenso prólogo que propone un enigma y describe la llegada del protagonista al abigarrado mundo de los carnivals. “Acá el pasado no importa”, le dice el oscuro personaje interpretado por Willem Dafoe, dándole a entender que el ingreso a ese peculiar cosmos implica un borrón y cuenta nueva automático, más allá de los pecados o crímenes de la vida anterior. Carlisle se gana la confianza de casi todos, comenzando por la adivina Zeena, quien, más allá de amoríos y pequeñas traiciones, mantiene una relación inoxidable con Pete (David Strathairn), otrora un gran mentalista acosado por varios fantasmas, entre ellos el del alcoholismo. El cuaderno de Pete guarda los secretos de un gran truco de adivinación, cuya complejidad requiere de la imprescindible ayuda de un asistente, y esas páginas comienzan a transformarse en una obsesión para el ambicioso antihéroe. Llegado ese punto, los relatos de ambos largometrajes comienzan a correr en paralelo, más allá de algunos pormenores y elementos imposibles de registrar en cámara setenta y pico de años atrás, cuando el régimen de autocensura de Hollywood evitaba los excesos sexuales y de otras índoles. El hueso, sin embargo, es el mismo. “El sueño americano es un increíble generador de pesadillas”, afirma del Toro desde la pantallita de la videoconferencia. “Y creo que eso es algo muy importante en la película, en el sentido de que refleja a un personaje que está siempre a dos pasos de perderlo todo. Porque está hecho de mentiras. No está escudado por la verdad, la de él o la de los demás. Por lo tanto, está siempre en peligro. Está siempre tenso. Es por ello por lo que intenta darle una forma de verdad a lo que hace. Toda la película está construida alrededor de la idea de que la gente se encuentra finalmente a sí misma, con quiénes son realmente, como un instante de revelación. Lo interesante de la magia, que tiene que ver con sus reglas, es que el público siempre piensa que no puede ser engañado, pero desea que lo engañen. Y con el espiritualismo ocurre lo mismo. Lo hermoso es que la mayoría de los personajes están construidos a partir de sus finales. Toda la estructura de El callejón de las almas perdidas está armada para esos dos minutos finales de Stan admitiendo que él no es otra cosa que aquello en lo que está a punto de convertirse”.

EL CALLEJÓN DE LAS ALMAS PERDIDAS, 1947

¿Y en qué se convierte Stan Carlisle? Dos años después de enamorarse de Molly (Rooney Mara), la chica que hace pasar electricidad por su cuerpo y vive para contarlo, y salir disparado de la feria junto a ella, como quien abandona un pasado vergonzoso, el protagonista disfruta del éxito en los más sofisticados clubes nocturnos de las grandes ciudades. Allí, el pulido acto de adivinación ya no genera monedas percudidas por el uso sino un cachet ganado ante la más selecta clientela. Stan ya no es el buscavidas que solía ser, aunque su trabajo no ha variado demasiado: escuchar atentamente el orden de las palabras y la entonación con la cual Molly las pronuncia para dilucidar objetos y nombres propios, además de esa capacidad de observación de tipos humanos que le permite poner de relieve traumas y obsesiones. Es durante una de esas noches de trabajo cuando Stan se topa con la manipuladora y fría como el hielo Lilith Ritter (Cate Blanchett, en modo femme fatale absoluto), una terapeuta encumbrada cuya oficina en un pent-house esconde un sistema de grabación diseñado para el estudio posterior de las sesiones. Aunque, tal vez, esos audios registrados en pasta dura de goma laca también puedan cumplir otras funciones menos… tradicionales. Respecto de los traumas y el jugueteo con la psicoterapia, tan en boga en los años 40, es parte indivisible del relato, y los daddy issues del protagonista afloran de manera constante, no sólo en el diván de la especialista sino en su propia actitud ante cualquier posible figura paterna. Como afirma Guillermo del Toro, “hay un final feliz en la mitad de la película, cuando obtiene el libro, consigue a la chica, tiene el poder y se aleja de la feria. El plano con grúa lo muestra alejándose de allí, mientras la feria disminuye su tamaño a la distancia. Pero dos años más tarde Stan es infeliz, hay un vacío dentro suyo. Y un deseo por tener más y más y más que me parece pertinente. Hay una suerte de urgencia. Por eso la única liberación real llega en los últimos dos minutos de proyección, cuando cae en la cuenta de que nunca fue un gran mago ni un hombre de la sociedad”.

LAMPARITA ROJA

Como suele ocurrir en las películas de del Toro, sobre todo a partir de El laberinto del fauno (2006), la fotografía y, en particular, la dirección de arte dominan los aspectos visuales. A tal punto que, muchas veces, terminan ahogando otras posibilidades de disfrute en una primera visión. Algo de eso ocurre en El callejón de las almas perdidas, a diferencia de lo que sucede cuando se revisa la versión original, que mantiene intactas sus virtudes “realistas” a pesar de lo extremo de los actos y circunstancias. Pero el director mexicano es consciente de que resulta imposible revivir ese mundo del pasado –del presente en la versión de 1947, aunque se trate de un presente a punto de extinguirse–, por lo que su decisión de construir un imaginario fantasioso alrededor de los personajes no puede ni debe criticarse. El de Nightmare Alley 2022 es necesariamente un mundo hiper-estilizado, hiperbólico. Un universo ligado en parte al mundo real, pero en gran medida al del cine. A una forma cinematográfica que surgió de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, influenciada por expresionismos de otra posguerra, cercada por la quimera de unos Estados Unidos en franca recuperación de su economía y valores sociales. Si en los años 40 y 50 el cine negro representaba la otra cara de la moneda sonriente, lustrosa y feliz del baby boom, el neo noir no puede sino ser una creación artificiosa y melancólica. La dirección de fotografía del danés Dan Laustsen, que hibrida oscuridades y zonas de luz con explosiones de colores primarios –los rojos y los verdes de neón, pero también el platinado de la Blanchett– y el diseño de arte del experimentado Brandt Gordon recrean con aires modernistas ciertas formas irremediablemente cristalizadas en la memoria cinéfila. Aunque, según describe obsesivamente del Toro, “una vez que la historia pasa a ocurrir en la ciudad, todo es un callejón y se abandona en gran medida el color rojo. Las únicas cuatro cosas rojas en la ciudad son el vestido de Molly, los labios de Lillith, el Ejército de Salvación y la sangre. Y eso es todo. Pueden ver la película cuantas veces quieran para confirmarlo. Ah, perdón, también hay una lamparita roja en un ascensor”. La escena temprana en la cual Stan/Cooper entra en una suerte de tren fantasma sin vías y atraviesa un tambor multicolor, como si ingresara en un mundo paralelo lleno de señales ominosas y horripilantes, ofrece también una posible lectura psicológica (psicologista sería más correcto) de la mente cada vez más quebrada del protagonista. Stan desea, más que nada en el mundo, llegar a las cimas del triunfo personal, pero la visión del geek en el fondo del pozo, arrancando de un mordisco la cabeza de una gallina, adquiere las formas de un espejo que dibuja la silueta de un infierno íntimo. Y ahí están las cartas de tarot de Zeena, reafirmando lo que Stan no puede ni quiere creer, porque, al fin y al cabo, ¿qué son esos trozos de papel plastificado, con dibujos exóticos en una de sus caras, sino otra versión del truco de la adivinación, diseñado para atrapar incautos?

La caída de Stan comienza cuando las noches en night clubs “adivinando” qué objeto se esconde en la billetera del caballero o la cartera de la dama habilitan trucos más complejos y económicamente fructíferos: ofrecer consuelo a aquellas personas adineradas que han perdido a un ser querido y desean, más que nada en el mundo, reencontrarse con ellas aunque más no sea por unos instantes. Stan deja momentáneamente su profesión de mentalista para ponerse los ropajes del espiritualista, aquel que es capaz de abrir una grieta entre este mundo y el Más Allá. Un médium de la alta sociedad. Claro que, de médium, poco y nada: sólo se trata de otro truco, aunque Stan parece convencido de que lo que hace es tanto para su propio bien como para el de los demás. El verdadero fantasma, desde luego, no es el que aparece en las sesiones, sino el que se bosqueja a partir de sus aspiraciones y las de aquellos que lo rodean. Respecto de la cuestión de la “remake”, Guillermo del Toro deja en claro que no quisieron abordar el proyecto desde esa mirada. Junto con el coguionista Kim Morgan hicieron un pacto: no revisitar la película de 1947. “La idea fue siempre volver a la novela y utilizar la biografía de Gresham como parte del relato. Si observamos a Gresham con atención, vemos que también era alguien que buscaba un sentido, un ‘buscador’, como lo es ‘El Tonto’ en las cartas de tarot. Lo buscó en el catolicismo, en el psicoanálisis, en el mismo tarot. Además de escritor fue cantante folk, brigadista durante la Guerra Civil Española y se afilió al Partido Comunista. Era un tipo que buscaba un sistema al cual pudiera pertenecer, que es también lo que Stan busca de manera secreta”. 

El director de La forma del agua y La cumbre escarlata cree que El callejón… es una continuación del gran tema que reaparece una y otra vez en sus películas: “la más monstruosa de las criaturas es el ser humano. En ese sentido, esta película continúa en esa línea, aunque sin la red de contención de lo fantástico. Sin eso, el golpe es más brutal, mucho más psicológico como espectáculo. Al mismo tiempo, intentamos que el período en el cual transcurre la historia fuera ‘cinemático’. Deseábamos hacer una de esas películas que ya no se hacen: un drama adulto que se sienta suntuoso y expansivo y, al mismo tiempo, detallado y real. Y bello. Y, con algo de suerte, emocionante”.

 

>WILLEM DAFOE ES CLEM HOATLEY

 

 

Clem Hoatley maneja a su geek a latigazo limpio. Los latigazos literales y los metafóricos, que muchas veces resultan más dolorosos que los que logran sacar sangre. El hombre es ducho en la tarea, luego de décadas de trabajar en ferias ambulantes, y se lo explica a Stan a poco de ingresar a la troupe: es cuestión de elegir a alguien que venga barranca abajo, que esté bien en las malas, preferentemente alcohólico y sin familia a la vista. Decirle que es algo temporal, hasta que surja algo mejor. Y después, todos los días, una gotita de opio en cada botellita de whisky barato y voilà. Mantener al geek en su jaula, sucio y con los pelos bien largos, preparar el terreno todas las noches antes de la presentación pública. El rostro de Willem Dafoe era ideal para encarnar a Clem, no tanto un villano como un hombre envilecido. Entrevistado por la prensa internacional en conferencia de prensa virtual, el actor nacido en Wisconsin hace 66 años, famoso por interpretar papeles extremos a lo largo de su extensa filmografía, recuerda que de pequeño solía visitar las ferias ambulantes, los sideshows, que marcaron recuerdos muy fuertes de infancia. “Cuando era chico todavía existían. Y esa gente, los trabajadores de los carnivals, siempre me parecieron figuras románticas, de una manera oscura. Daban un poco de miedo, pero también tenían su encanto. Al menos para mí, que crecí en Wisconsin, me parecían gente de mundo, ya que eran viajeros y podían hilvanar una historia. Así que mi imaginación es bastante fuerte en ese sentido”. En cuanto al personaje de Clem, el protagonista de La última tentación de Cristo y la reciente El faro cree que no es criterioso juzgarlo. “Es alguien pragmático y uno puede incluso agradecer que se trata de alguien que cuida de los suyos. Pero también es un tipo que creció durante la Gran Depresión. Tal vez haya estado en prisión. Es alguien que divide el mundo entre presas y depredadores, entre ganadores y perdedores, y su visión es inevitablemente fatalista. La manera en la cual expresa como transformar a un hombre en geek es cruel, y uno puede advertir que no lo disfruta. Eso no lo justifica, pero en su mente la carga de todo está depositada en la naturaleza de la gente”.