EL CUENTO POR SU AUTOR
Lo que durante más de un siglo se autopercibió como el Tuyú es hoy una porción importante de la provincia de Buenos Aires: abarca desde campos fértiles a playas concurridas. Un territorio amplio pero difuso, y además dividido en una decena de partidos. Pero hasta antes de esa desfragmentación (que se produjo durante todo el siglo XX e incluye de Gesell y Pinamar a Madariaga y Lavalle), no había en el Tuyú siquiera una presencia provincial interesada en ordenar administrativamente esa ruralidad enorme. Los intereses estatales estaban en latifundios más productivos, o bien en Mar del Plata, un atractivo balneario por fuera de esta zona.
Recién la llegada del Ferrocarril del Sud —en tiempos donde los principales estancieros del sudeste bonaerense rosqueaban, además, para la creación de la ruta 2 como alternativa campera de la 11— empezó a darle más población a esa zona inmensa pero deshabitada. La expansión fue lenta y duró, tan solo de entrada, casi cinco décadas hasta que el viejo Tuyú se vio reordenado con numerosas poblaciones sobre sus pampas y playas. Medio siglo de tensiones demográficas con la aparición de distintos migrantes, en principio extranjeros. Entre tanto, el gauchaje —único linaje auténticamente nativo de esa zona— se fue reordenando a pesar de los cambios de nombres, modos y modas.
Atravesamos el siglo 21 y definir el guacho encuentra la misma dificultad que “lo argentino”. Para el que no habita “el campo”, hablar de él es como hablar de la Luna: un cuerpo lejano, misterioso, insondable. Y, por lo tanto, estimulante para la imaginación o para la sarasa. Ya lo hicieron muchos con gran éxito, otros fueron domados. ¿Cuántas historias quedaron fuera de la Historia? La respuesta es obvia: jamás lo sabremos.
Esta, quizás, pudo haber sido una de ellas: un beso que ocurrió, o no, como en cualquier otro tiempo y lugar. Pero que, a lo mejor, cambiaba la Historia. Aunque no haya sido entre dos gauchos, se produce en un entorno claramente definido por esa ruralidad austera y salvaje, aún poco poblada, en la que tipos de otros países —tal como luego hizo el propio gauchaje— se vieron interpelados a sí mismos en ese intercambio de costumbres ante la presencia de lo inesperado y sorpresivo.
EL BESO DEL TUYÚ
El pueblo todavía no era pueblo, siquiera paraje. Y ninguna de las pocas rutas que entonces tenía el país conducían a ese lugar. La única forma de llegar era a través de un tren que abandonaba su recorrido principal entre pasturas y campos de colores para meterse en una precaria vía de trocha angosta. Los rieles se fueron acomodando entre el vadeo de esos montes salvajes hasta encontrar una pequeña pampa donde se construyó la estación. La bautizaron Ranchos, sin ningún esmero de originalidad.
A medida que el tren avanzaba por la trocha angosta, el entorno —hasta entonces agreste— comenzaba a manifestarse árido en una sucesión de tierra rala con extraños claros de arena, señal de que el mar no podía estar demasiado lejos. También aparecían algunos bañados con aves y espartas desparramadas a lo largo de esa nada, incluso uno que otro ombú. Y un viento cada vez más intenso y rítmico: la formación, compuesta por tres vagones más la locomotora, no se bamboleaba; más bien zumbaba. Un movimiento frenético sacudía ese viaje desde el desvío de la traza principal hasta la flamante parada ferroviaria en un lugar donde nunca antes se había inaugurado nada.
En la inmensidad de ese campo con suelos malogrados estaban desperdigados un par de ranchos alejados entre sí, prácticamente sin ninguna conexión. La provincia era grande, pero toda su acción se concentraba en la ciudad capital y unas cuantas fincas con suelos propicios para la ganadería o la agricultura. Más allá de esos núcleos, no había control administrativo alguno. La mayor parte del territorio era una gran mancha marrón claro sin demasiado interés para nadie. Ni siquiera para el gauchaje desparramado a su suerte.
¿Cómo pasaban sus días los paisanos de aquella pampa inhóspita? Bombachas, caballos y cuchillos fueron la utilería de una ruralidad que no tuvo próceres, mártires ni épicas. Una auténtica tierra de nadie en la que no existían las efemérides ni los calendarios: todos los días eran iguales, una sucesión de amaneceres y ocasos para gente que no estaba preocupada por entrar en la historia. Las pocas referencias provienen de leyendas como la de Marcos Vera, el payador que vivía de ganar rimas en mi menor hasta que murió la noche en la que perdió por primera vez. La imaginación poética reemplazó al registro documental.
Pero la aparición del tren cambió por completo la lógica y la dinámica de toda esa zona rural abandonada. La accesibilidad a un amplio páramo hasta entonces inconexo lo convirtió en una tierra de oportunidades. Y, poco a poco, comenzaron a nuclearse algunos parajes más o menos articulados en una zona a la que la administración provincial aún no había llegado. El tren traía gente de todo tipo: aparecieron aventureros y arribistas, emprendedores y estafadores, gente que sí, gente que no.
No es cierto que ese fenómeno migrante —por así decirle— haya sido multitudinario. Lo interesante, en todo caso, fue el sincretismo cultural que empezó a gestionarse en esa convivencia forzosa de pocas personas, pero provenientes de lugares tan disímiles. Un encuentro en el que no quedaba claro quién representaba a la civilización, y quién a la barbarie.
El sevillano Manuel integró la camada de españoles que apareció durante la “fiebre locomotora” (así la llamaron) de la trocha angosta y la estación Ranchos. Rápidamente acomodó un despacho de bebidas en el fondo de su casilla. Su coterráneo Ramón, en tanto, improvisó una pequeña despensa en la casita de machimbre que se había construido. Y Vicente armó una verdulería contra la pared del lugar precario que habitaba.
Todos escapaban de una Europa raleada por guerras, hambre o pestes mortales. Cualquier otra cosa era mejor que eso, así que no tenían vergüenza en entregarse a las oportunidades que les presentaban en ese lugar nuevo, desconocido y poco habitado. Habría, por esos tiempos, unas cien personas.
Cada cual llegaba con sus usos y costumbres. También con sus temores y nostalgias. Pero todos, tarde o temprano, terminaban adoptando algún berretín del gauchaje. Los cinco montenegrinos, por ejemplo, quedaron alucinados no sólo con el uso del facón, sino también con las distintas maneras de afilarlo, sobre todo el día que vieron que, ante la falta de una chaira o de una piedra, podrían hacerlo con la hoja de un ombú.
A los gitanos, en cambio, les fascinaban la taba y el sapo, dos extraños juegos que nunca habían visto en su trashumante vida. Los calabreses se sorprendieron desde el primer momento con los caballos, no sólo porque era lo único que podría trasladarlos a distancias difíciles para recortarlas a pie, sino también por el arte de la doma y monta que tanto envidiaron. Y habrá sido gracioso ver al grupo de alemanes combinado sus gorros tiroleses con las bombachas de campo usadas que les compraron a unos paisanos.
La cuadrilla de sevillanos se obnubiló con la caña doble, una bebida a la que ellos llamaban ‘aguardiente’ porque les recordaba la que se tomaba con devoción en Galicia, aunque la pampera tenía una intensidad jamás experimentada. Una copa llamaba a otra copa, y varias copas formaban rondas entre gauchos y españoles hasta confundir la noche con el día, el odio con el amor y las distintas maneras de emplear la lengua castellana.
Entre la curiosidad por lo nuevo y una genética abnegación al trabajo, los sevillanos encontraron en esa experiencia el inexplorado nicho de los ramos generales: así, abastecieron al paraje de alimentos, bebidas, herramientas básicas y hasta algunos artículos de limpieza. Todas novedades para ese enclave casi desértico, prácticamente perdido, a medio camino entre los pastos verdes y el mar.
Los suministros que ponían a la venta llegaban en ese tren que iba y venía de la capital una vez al mes, desviándose por la trocha angosta que acababa en Ranchos. Por eso, además de ponerse los emprendimientos al hombro, y aún dentro de las precariedades de un paraje recién descubierto, los tres se aliaron para resolver la parte clave del negocio: cada treinta días había que vadear cuarenta kilómetros de tosca y barro hasta la estación para recibir el stock mensual.
La secuencia era todo un acontecimiento para el paraje, emocionalmente más importante que el 25 de mayo o el 9 julio: ese día, una centena de gauchos y gringos se paralizaba a la espera de novedades. ¿Llegaron a tiempo para recibir las cosas del tren? ¿Pudieron volver al paraje? ¿Ya tenían el stock a la venta? No había más atractivos en aquel campo que ir a comprarle las vituallas a los sevillanos o esconderse alguna noche a jugar a las cartas en la casilla de Justino, un viejo tuyusero que tenía en su poder algo invaluable: el único mazo de naipes de toda la zona.
En el paraje había un solo jeep y era del viejo Pardo, el napolitano que se aventuró a comprar ese latifundio desgobernado porque la provincia prefería vendérselo a cualquiera a precio de ganga antes que montar una estructura en su representación. Nadie tenía demasiado claro qué era lo que podría salir de eso. Ni siquiera el propio Pardo, que de todos modos se las rebuscó para idear casillas que dieran albergue a las primeras personas que convenció de mudarse, armar algunos cañeríos para hacer circular agua y, sobre todo, su obsesión principal: sembrar y trasplantar distintas especies vegetales a lo largo de numerosas hileras paralelas con el propósito de bloquear el viento que, hasta ese entonces, soplaba con mucha fuerza y sin ningún obstáculo.
Pardo le habilitó el jeep a los españoles para que fueran a su búsqueda mensual en la estación de Ranchos. Como el habitáculo del vehículo era modesto, se turnaban para ir de a dos. A veces manejaba Ramón y acompañaba Manuel, otras veces conducía éste último con Vicente de copiloto, y así. El primer viaje lo hicieron en primavera, bajo un clima agradable. Y los siguientes cinco fueron perfectos: toda la mercancía se pudo acomodar en la caja, y tanto la ida como la vuelta fueron llevaderas sobre una tosca seca que no ofrecía dificultades.
Hasta que sucedió lo que, en algún momento, tenía que ocurrir: el día de viaje y entrega pactado para febrero, pleno verano, amaneció con una de esas furiosas lluvias de estación que vienen para quedarse largas horas. Las mismas que todavía hoy siguen volando techos e inundando calles. Aquella vez le tocaba manejar a Vicente. Y Ramón era el acompañante. Ya desde la ida, la cosa estafa difícil: caía agua a cántaros y encima tronaba una sudestada áspera. Abortar la travesía implicaba renunciar al stock de todo un mes. Y, encima, tener que pagarlo.
Cuando en aquella tarde de febrero el maquinista detuvo la formación en Ranchos, un diluvio bíblico se había desatado por todo el campo. Las ruedas intentaban detenerse en rieles de acero empapados mientras las pastillas de freno largaban unos violinazos largos y agudos. El tren tenía cuatro vagones: el que llevaba al maquinista, otro para los envíos y dos ocupados por pasajeros. Los coches con viajantes estaban vacíos: todos se habían bajado en las estaciones anteriores porque nadie había planeado ir hasta el paraje final ese mes. En esos casos, la escala podía demorarse más que de costumbre a la espera de los sevillanos, pero no demasiado, pues toda la formación debía regresar por donde vino en búsqueda de quienes tenía como destino la capital.
Pero en esa tarde oscura, de aquellas donde las nubes llevan su gris a una escala que tapa el sol, el tren paró en Ranchos y los españoles no estaban. ¿Se habían demorado por la lluvia, o directamente abortaron el viaje por las inclemencias del tiempo? El motorman no tenía forma de saberlo. La estación estaba debajo de un tinglado con poco mantenimiento, y por entre unas rendijas abiertas a fuerza de óxido caían estruendosas cataratas. El ruido de ese manantial era tan ensordecedor que no había manera de percibir el ruido del jeep ni a dos metros.
De golpe, la única farola de Ranchos que seguía funcionando a pesar del aguacero empezó a proyectar una sombra que parecía la de un catamarán capeando el maremoto. El jeep con los sevillanos venía surfeando el barreal casi a los saltos, volteándose constantemente hacia el centro para que no se fuera a la banquina. Más que avanzar, el jeep se deslizaba sobre una superficie fangosa, casi que dejándose llevar, apenas empujado con unas sutiles aceleradas y enderezando la trompa para que el vehículo no descarrilara.
Era tal el torrente que caía por las rendijas del tinglado de la estación de Ranchos, que Vicente y Ramón tuvieron que dividir la logística de carga y descarga: lo que antes era simplemente agarrar los cajones del vagón y llevarlos directamente al jeep, ahora implicaba tan solo bajar todo el material y dejarlo en el andén. El maquinista los esperó más de la cuenta, necesitaba recortar los tiempos y aguardar a que los sevillanos colocaran todo en el vehículo ya no era una opción esa tarde.
El tren volvió por donde vino y en Ranchos solo quedaron Vicente y Ramón llevando la mercadería de la estación al jeep bajo la luz del único de los cuatro faroles que todavía no había reventado la lluvia. Una vez acomodadas las cajas, hicieron lo de siempre: envolvieron todo en una lona gigante que ensunchaban en unos agujeros del guardabarros. Un recurso que el viejo Pardo había aprendido después de padecer secuencias similares camino a la estación.
Cuando ya estaba todo acomodado y amarrado, Ramón se subió a su asiento y Vicente probó dar marcha. Al tercer intento fallido, los dos sintieron que los estaba por dominar un ataque de pánico. Habían llegado, el tren aún los esperaba, pudieron bajar todo, lograron acomodarlo en la caja y ya no quedaba otra cosa que pegar la vuelta. El paraje se aseguraba otro mes de stock. Pero el jeep no arrancaba.
Los dos se vieron perdidos frente a un escenario trágico: la imposibilidad de volver, el diluvio inundando los productos y ellos empapados en un día oscuro de viento frío que se parecía a la noche. A esa altura, tenían las manos congeladas. El resplandor de la farola llegaba de costado, entraba al habitáculo débilmente y, de rebote, apenas les iluminaba las caras. Entre los estallidos de las gotas cayendo como kamikazes sobre la chapa del capot se encontraron mirándose a los ojos. Los corazones palpitaban a una velocidad angustiante. Si no fuera por la tempestad, abrirían todas las cajas hasta encontrar el lote de botellas de caña. Para dejarse llevar por el impulso, tal como hacían cuando bebían con los gauchos.
Los dos respiraban profundo y sus hálitos eran calientes. Aunque no habían tomado nada, un ardor empezó a treparles las gargantas. Sus bocas húmedas estaban a centímetros de distancia. Sintieron algo parecido al miedo, más bien una incomodidad producida por ese rumor desconocido. Quizás era más bien una atracción. La atracción por llegar a un lugar nuevo. Por unos segundos, entre todo ese ruido se impuso el silencio. Ninguno recordaba la última vez que había sentido algo parecido. Todo era incierto y tenso. Ya no importaban las cajas ni el jeep, tampoco los paisanos esperando las provisiones, la casilla de Justino lista para otra noche de timba o el viejo Pardo aguardando novedades.
En ese instante de quietud, Vicente descarga toda la vibra acumulada en su mano derecha: acerca la palma a la llave e intenta por cuarta vez. La lluvia ya se estaba filtrando por huecos de la lona. El motor estornuda agua y empieza a girar. Afuera sopla un vendaval. Adentro también. El jeep recupera temperatura y se mueve. Vicente y Ramón vuelven a sus posiciones y miran fijo hacia adelante. Más allá del parabrisas parece estar el camino. En silencio, los dos van dejando el barro atrás.