En el país de mi hijo el doctor, personas jóvenes de clase media desprecian, agreden o avalan a los que agreden al personal sanitario. Ellos quizá lo hayan borrado de sus historias o su memoria, pero mal que les pese no son otra cosa que el resultado de aquel proceso de movilidad social ascendente que fue la promesa fundante de esta nación.
Desprecian y maltratan al personal sanitario, enfermerxs, médicxs, infectólogxs. Esa quizá también haya sido la ruta de los sueños de sus antepasados inmigrantes, que no eran condes ni aristócratas, ni refinados ni cultos: eran lo más pobre que se conseguía en Europa, muchos eran analfabetos, y cuando quemaron las naves miraron hacia adelante. El dolor lacerante del desarraigo lo compensaron con un sueño proyectado hacia el futuro, que eran sus hijos y sus nietos.
Digo que enfermerxs, médicxs, infectólogxs es una ruta, además de tres eslabones necesarios en la gestión de la pandemia. Aquellos desarrapados europeos hubiesen justificado su sacrificio de tener un hijo o hija enfermerxs. Un trabajo decente, útil, estable, calificado. Evita lo dijo a los gritos y actuó en consecuencia. A la derecha los enfermerxs nunca le cayeron bien por eso: porque era un salto.
Luego viene el médicx. Mi hijo el doctor. Ese título contiene la clave de por qué y cómo sobrevivieron a su melancolía millones de bisabuelos: la mirada estaba puesta en los hijos, y el suelo argentino era el que permitiría que les fuera mejor que a ellos, que esta tierra les diera todo lo que connota un médico: alguien respetable, alguien con estudios, alguien que hace el bien. Si esa ruta hubiera continuado en una especialidad como la infectología o cualquier otra, sencillamente ese orgullo se hubiera inflado más, y esa idea, la de por fin estar orgullosos de lo que habían hecho con sus vidas, fue el sentimiento predominante en las clases medias provenientes de la inmigración. El bienestar de los hijos justificó la añoranza.
Y ahora resulta que sus descendientes los desprecian. Algo del imaginario argentino se quebró. Y lo quebró la cultura neoliberal, que ha logrado que su propia concepción del Estado, egoísta, camuflada, antidemocrática, sea hoy la concepción dominante en las audiencias. Todos los que putean médicos miran televisión.
“A vos yo te pago el sueldo”, le gritaban a un médico en Mar del Plata. Esa distorsión se hace carne en la voz de una rubia con reflejos y voz de barrabrava. Ella y los que la rodean patoteando al equivocado --la bronca de esta gente está desviada, en eso consiste básicamente la estrategia de la extrema derecha--, creen que sus impuestos los hacen “patrones” de los empleados estatales. A ese lugar tan hondo en cuanto a la concepción del Estado llegó a calar el sentido común que la máquina mediática de odio propala sin escrúpulos.
El éxito de la extrema derecha se debe en parte a que cualquier mediocre, cualquier pusilánime, tiene a quien gritarle que él le paga el sueldo, gozando de un modo políticamente perverso de ser el amo y tener esclavo. Pero que en una pandemia de estas proporciones y consecuencias la extrema derecha logre que sus comandos se infiltren en una opinión publicada y digerida como para plegarse a la defensa de actitudes delictivas, borders, negacionistas y fachas, y cómo lo ha hecho en la Argentina, no deja dudas sobre sus planes.
No es casual que apareciera girando la palabra Gestapo, mientras sonaba otra, desaparecer. Estos son los continuadores de una línea histórica, pero eso es apenas la comprensión de su origen. Son peores que sus padres y mucho peores que sus abuelos. Han abdicado hace rato de los valores que incluso las derechas argentinas se reservaban. Estos son los que se han propuesto destruir incluso lo que hicieron las generaciones dominantes anteriores. Son exponentes de un poder narcotizado por su propio volumen. Tarde o temprano, estallarán.