Entre los referentes más importantes de la poesía argentina se encuentra Leopoldo “Teuco” Castilla, poeta salteño criado en la casa de otro poeta rodeado de libros, donde la poesía era una atmósfera continua y permanente, un niño que creció escuchando poemas.
Curiosamente no es sino hasta el momento en que Teuco abandona la casa familiar para comenzar sus estudios de Derecho en Tucumán, que toma la decisión consciente de asegurarse de que ese impulso poético no venía de una emulación de la manera de vivir de su padre con la poesía, por este motivo se dedica a escribir durante quince días seguidos hasta comprobar que aquello era verdaderamente una vocación y no paró de hacerlo desde ese momento.
En la obra de Teuco predomina la contemplación como un modo de integrarse al paisaje, por eso aun en sus muchos libros de viaje (Bambú, Gong, Coirón, Tiempos de Europa, Libro de Egipto, etc.) la experiencia del poema no es la de un turista, sino que da cuenta de un modo de ser en esos espacios, una suerte de quieta desesperación que imanta al lector con un sitio habitual y a la vez novedoso, la ambigua sensación de haber nacido en esos lugares y sin embargo estar viéndolos por primera vez.
En una entrevista afirmó: “Quien contempla entra en un estado en el que su tiempo y el tiempo del Todo se mezclan hasta que lentamente entramos a ser parte de la enorme, maravillosa emoción del mundo.”
Y es este modo de entender la misión de la humanidad a través de la poesía, que se transmuta en versos como estos del libro Coirón: “Allí, entre un dolor desconocido/ y el pensamiento,/ tú, el que mira, eres el milagro.”
Esta necesaria conciencia humana para que el territorio tenga un sentido, es lo que activa el pulso del poema, ya se sabe que la naturaleza es muda y que es por eso que cantamos. “El paisaje no pesa/ lo sostiene la mirada.” Afirma el poeta en el mismo libro. En el libro Línea de fuga que Castilla ha desarrollado a partir de los dibujos de Roberto Maehashi, se prefigura una advertencia: “No te alcanzará la vida para ver/ cómo ese hombre/ mira la tarde./ El que contempla dura más.”
Obviamente la función del poeta no se agota en la atenta mirada, porque la contemplación implica las palabras que componen ese paisaje, esas resonancias con las que podemos vibrar en el territorio como los carámbanos por la lluvia, tal como lo afirmó Octavio Paz: “Ver el mundo es deletrearlo.”
En la obra del Teuco el lector aprende a ser en el poema y ese aprendizaje implica a veces transmutar en todas las formas que nos propone la naturaleza y en esos testigos de nuestra porfía que son los animales. Gran parte de los poemas del Teuco están habitados por una fauna que sirve de espejo a la condición humana y han sido publicados en un libro llamado Anzoología.
Los poemas animales del Teuco desnudan al hombre que se esconde detrás de las palabras, porque finalmente los animales no son culpables de nuestros adjetivos, y a cada momento saben cambiar de piel y de voz: “No escucharás tu nombre pronunciado por ellos”, advierte el poeta. Para el canto el pájaro es un sitio y quizá sea igual de caprichosa nuestra función en el lenguaje, ser el lugar donde sucede la poesía. Por eso los poemas animales del Teuco son una invitación a reformular una pregunta anterior a la idea, el modo en que la naturaleza nos contempla al contemplarla.
Habitan también en los poemas de Teuco las presencias que devuelve la memoria, fantasmas queridos que abandonan la conjetura del pasado para volverse presente en las palabras que los nombran. Del libro El amanecido: “Dentro de sus hijos, indefenso,/dura el padre intruso en su propio nacimiento.” En otro poema del mismo libro Teuco describe un encuentro con su padre Manuel sólo posible por la invocación de la poesía: “Nos estamos mirando, sonriendo, envejecidos,/ calladitos/ para no molestar la resurrección, respirando, él de mi pecho,/ yo de su cielo.”
De los recuerdos de la infancia del Teuco en un poema que comparto, asoma la ceguera de su abuela Lola que ya había sido atrapada para siempre en un poema de Manuel en el libro Ángeles de visillo: “Nos tocaba el cabello/ como palpando el musgo de una noche infinita./ Éramos sólo voces, casi pájaros/ rozándola en puntillas,/ y ella tomaba el aire y lo tragaba con nosotros/ y con hilos de niebla de nuevo nos tejía./ Son de Manuel esos pasos./ Los de Ricardo pasan más despacio.”
Como prueba de que la infancia es la patria de la poesía evoco este poema de su libro Manada (ediciones el Mono Armado 2009):
XXIII
En el patio, ahí, en el calor,
soy transparente.
Todavía no soy nadie en los espejos
pero sí el único que jamás va a volver
cuando se interne como un león
en los yuyarales del baldío.
Tengo tres secretos:
todas las noches, despierto,
veo descender la muerte por la escalera
y, dormido,
llegar
la lluvia de fuego del fin del mundo.
Y el tercero:
de día en el mercado, por una moneda,
un viborero me cuelga dos serpientes en el cuello.
A mis padres no les digo nada. Hay que ser hombre.
No saben tampoco que sé volar. Y desaparecer.
Porque todo está lleno de lo que no existe.
Que lo diga mi abuela Lola que no ve
y recuerda a los ángeles
o mi abuela Candelaria que apaga relámpagos
con una cruz de ceniza.
“Dónde andará ese chico” se preguntan, sin darse cuenta
que estoy en todas partes.
Un día me suicido para verme,
para acordarme de mí cuando sea grande.
Sé cuántos gallos asesina el alba
y que las tardes son una sola tarde. Aún no
terminé de contar las estrellas.
Por eso aquí no se muere nadie.
Yo los salvo.
Tengo una espada
y camino por el aire.