EL CUENTO POR SU AUTOR

Me entero, ahora que voy a escribir esta introducción a Hotel en Adrogué, que de muy joven leí Los que aman odian, de Bioy y Silvina Ocampo. No me acordaba, no podría reconstruir el argumento y si alguien me preguntaba hubiera dicho no, no lo leí. Pero resulta que googleo “Silvina Ocampo asesinato hotel” y sin recordar la trama del libro me veo a mí misma, la jovencísima yo en la terraza de un restaurant de playa de un pueblito de pescadores del sur de Brasil a la que la ficción cambiaria de los noventa permitió que accediera alguien como yo, estudiante, cadeta en el negocio familiar. En esa terraza me apoltronaba cada tarde, bebía jugos de pulpas que ahora se consiguen en los supermercados de Buenos Aires pero por aquel entonces eran de un exotismo extremo, y leía.

Aquel verano leí, entre otras cosas, una novela de Silvina Ocampo. Eso lo sé porque una mujer pasó junto a mí y se me hizo parecida a ella, aunque quizás tan solo fueran los lentes. La vi y pensé qué casualidad, y entonces ya no pude dejar de mirarla. Bajó a la playa donde la esperaba un hombre; yo no llegaba a escuchar lo que decían pero me pareció que ella le hablaba con severidad y que él la escuchaba sin contrariarse, como si pensara que en el fondo ella tenía razón. Después caminaron hacia una sombrilla y el encono se fue diluyendo ¿o era que la mujer disimulaba?

Se unieron a un hombre que, desde su silla plegable, vigilaba a dos nenas que jugaban en la arena. A los demás personajes los encontré alrededor: un matrimonio que no se habló nunca en toda la temporada, tomaban sol como se tomaba en aquellos tiempos, como si el desafío fuese alcanzar un punto de cocción determinado; un hombre mayor que babeaba al mirar a una chica que leía erguida sobre una lona en una posición en la que leer es imposible. Más acá, más allá, estaban todos. Fue la novela que yo tenía en las manos lo que los llevó a un hotel y lo que desató la primera muerte; fue la prudencia de llevar siempre una libreta en el bolso lo que hizo que todo redundara en un cuento; es esta convocatoria de Verano 12 lo que me permite reconstruir por qué cuando leo este cuento la dueña del hotel tiene la cara de Silvina, pero el narrador se parece más al hombre de la playa que a Bioy. Yo me parezco bastante a la que era. Ahora mismo armo mi valija para las vacaciones; lo primero que guardo es mi libreta.


HOTEL EN ADROGUÉ

Compramos el terreno hace casi tres años cuando al morir su padre Victoria heredó el chalet en Mar de Plata, la casita del Tigre y el departamento de la Capital, todo demasiado grande o demasiado lejos de todo para un matrimonio que solo vive para ver crecer a los nietos que su hija se negaba a darle.

De manera que vendimos las propiedades y decidimos construir el hotel, muy cerca de nuestra futura gran familia en Adrogué, donde vivimos desde siempre. El primer año se fue en levantar el edificio, y los meses siguientes en equiparlo y decorarlo al gusto de Victoria -que tiene un gusto excepcional. Cuando se acabó el dinero de la herencia recurrimos a nuestros ahorros y pronto nos quedamos sin nada, de modo que vendimos nuestra propia casa y nos instalamos en una habitación del hotel, algo que por otra parte resultó muy beneficioso para vigilar su funcionamiento desde adentro y asegurarnos de que el personal cumpliera nuestras órdenes al pie de la letra: se sabe que las mucamas tienen sus mañas y que por lo general esas mañas perjudican a propietarios y clientes. No lo digo por decir. En una ocasión sorprendí a una de ellas frente al espejo con un vestido de Victoria apoyado sobre su cuerpo, y otra vez vi a una de las cocineras mojar un pedazo de pan en nuestra sopa. En ambas oportunidades decidí callar: si el personal se molesta los daños pueden ser mayores. Me limité a hacer que notaran que las había visto, y dejé que la vergüenza hiciera lo suyo.

Victoria se adaptó a la vida en el hotel mucho más rápido que yo, que extrañaba la posibilidad de bajar en bata a la sala a tomar el desayuno. Nuestra condición de anfitriones imponía siempre guardar las formas, y Victoria estaba obsesionada en dar una buena imagen al punto de no permitirme siquiera leer el diario detrás del mostrador de la conserjería. Por qué le hago caso, se comprende fácil: Victoria siempre tiene razón en todo. Incluso con lo del hotel: no fue su culpa, nadie hubiera podido prever lo que ocurriría.

El señor Sosa, nuestro primer huésped, llegó la segunda o la tercera noche después de la inauguración, escapando de una complicada situación familiar, sin valijas porque no había tenido ocasión de hacerlas. Con el tiempo el hijo fue alcanzándole algunas cosas, pero se supo –el señor Sosa era vecino del barrio- que la mujer le había quemado ropa, libros y –de esto de esto se lamentaba más que nada- una caja con recuerdos. Así se había quedado sin una sola foto de su madre, sin la imagen de su familia completa frente a la casa natal en Coronda y sin la pequeña lata con los dientes de leche del mismo señor Sosa que la madre había conservado para –según él lo decía- asegurarle prosperidad.

Durante casi un mes él fue nuestro único huésped, y al hacer cuentas imposibles, más de una vez estuve tentado de reprocharle a Victoria el desatino de abrir un hotel en una pequeña ciudad que no es turística ni comercial ni nada. Por suerte me contuve: Victoria no es de tolerar reproches, y además pronto llegaron los Leiva.

Vinieron desde Mendoza para la boda del ahijado del matrimonio, pero durante la ceremonia religiosa la señora se descompensó y, cuando se supo que en realidad estaba embarazada y que la criatura estaba en riesgo, el señor Leiva dispuso que la familia se quedara donde estaba -en nuestro hotel- mientras la señora permanecía internada.

Y justo cuando buscábamos niñera para las mellicitas Leiva llegó la señorita Haydée, una joven que, según nos dijo mientras se registraba, venía de Misiones a estudiar en el conservatorio. El trabajo le convenía. Victoria, que siempre encuentra la forma apropiada para decir las cosas más incómodas sin caer mal, le preguntó cómo se le había ocurrido hospedarse en Adrogué y no en la Capital, y la señorita Haydée le explicó que por recomendación de su tía. En los meses que siguieron, sin embargo, no recibió llamados, visitas o correspondencia, ni la escuchamos cantar ni tocar ningún instrumento. Apenas les enseñaba a las mellicitas Leiva canciones conocidas por todos, como ser el Arroz con Leche.

El último de nuestros huéspedes estables fue el señor Weber, el obstetra alemán que el señor Leiva mandó a traer especialmente desde Berlín para cuidar a su mujer y al niño en camino.

El resto fueron pasajeros ocasionales, por lo general parejitas jóvenes de la Capital que usarían nuestro hotel para hacer sus cosas a escondidas de los padres, o parejas mayores que harían lo propio a espaldas de sus cónyuges. En una ocasión albergamos por quince días al elenco y a los técnicos de una película de la que algunas escenas se filmaban en Adrogué, y si disponemos ahora de algún dinero para salir del paso tras la desgracia es por aquella visita masiva.

Acerca del personal, no tengo demasiado que decir. Las mucamas y cocineras casi no cuentan: las elegimos ante todo por su discreción, y según parece ese fue otro de los aciertos de Victoria. Nuestra hija Eugenia –sin nada que hacer porque no tenía hijos- nos ayudaba en la recepción cuando yo tenía que atender otros asuntos, o reemplazaba a la señorita Haydée en el cuidado de las niñas Leiva cuando ella, según decía, tomaba clases en el conservatorio. Eugenia y mi yerno también se mudaron al hotel y él –para que no fuera del todo evidente que los manteníamos- debió ocuparse, bajo nuestra supervisión, del jardín y de la pileta que con excelente criterio Victoria hizo construir -nuestros huéspedes siempre agradecieron tener dónde refrescarse en los días de calor. De todo lo demás se encargaba ella misma.

Todo ocurrió a inicios del verano. Victoria había consultado con los huéspedes estables si pasarían las fiestas en el hotel, y como todos respondieron que sí, nos dispusimos a organizar las cenas de Navidad y Año Nuevo. Conseguí un pino enorme que mi yerno plantó junto a la pileta, y mi hija –que es habilidosa con todo lo que es manual- pintó piñas de dorado y las sostuvo al árbol con anchas cintas rojas. Victoria dispuso menúes que las cocineras prepararon durante semanas, y encargó largas listas de dulces y champagne francés para el momento del brindis.

El 24 de diciembre al mediodía el señor Sosa recibió la visita de su hijo y de sus nietos, de los que decía que eran –como lo serían para cualquiera en su lugar- su orgullo. Los niños le entregaron un paquete y le hicieron prometer que no lo abriría antes de medianoche. Para la cena el señor Sosa vistió una corbata rosada que, según contó, era lo que le habían regalado.

Por la tarde el señor Leiva llevó a las mellicitas al sanatorio a visitar a su madre, y las niñas volvieron llorando porque la extrañaban mucho. Victoria, que se desvivía por ellas, mandó a Eugenia a comprar una muñeca para cada una. El señor Leiva también le había encargado los regalos a ella, ya que la señorita Haydée había estado muy ocupada, según decía, con sus estudios.

Como las niñas tenían sueño la cena comenzó temprano, cuando todavía no eran las nueve. Fue una noche cálida pero agradable, y el olor de los jazmines en flor enmarca todo en mi recuerdo. Las decisiones de Victoria acerca del menú despertaron justificados elogios, y hasta las niñas –siempre inapetentes- comieron con gusto. El señor Leiva y el señor Sosa, sentados uno junto al otro, conversaron como de costumbre acerca de la economía del país; el doctor Weber se limitó a escucharlos –aunque no estoy seguro de que comprendiera del todo lo que decían. Las mellicitas se ubicaron a los lados de Eugenia, lo que dejaba ver que si ella no tenía hijos no era por falta de predisposición de su parte; mi yerno se mantenía en silencio a un costado, y más de una vez se levantó de la mesa. La señorita Haydée bajó para el momento del brindis porque, según se excusó, se sentía algo descompuesta. Extrañamente, cuando se sumó a los festejos, se veía jovial.

No eran ni las once cuando mi mujer propuso el brindis y que luego abriéramos los regalos. Mi hija, que se había mostrado contrariada durante la cena, hizo un gesto de oposición, como si de pronto le importaran las formalidades, pero Victoria le devolvió una mirada severa y le señaló con un movimiento de cabeza a las pobres niñas Leiva, que bostezaban y se frotaban los ojos.

Me arrepiento de no haberle contado a Victoria esa noche lo que escuché cuando me acerqué a la habitación de la señorita Haydée para avisarle que estábamos por brindar –y al día de hoy no le he dicho nada. Cuando llamé a la puerta se hizo silencio, y poco después todos estábamos en el parque.

Victoria propuso un brindis por la salud de la señora Leiva, y las mellizas –siempre tan educadas- levantaron sus copas de jugo. Nadie agregó nada. Apenas habíamos bebido cuando Victoria fingió sorpresa y dijo que había escuchado algo cerca del pino; las niñas fueron a ver, y se emocionaron al encontrar las muñecas que les compramos nosotros y los libros de parte de su padre, pero una de ellas –nunca logré distinguirlas- encontró algo más.

La señorita Haydée se sonrojó al ver que el paquete tenía su nombre, y al evocar el momento en que en lugar de abrirlo decidió guardarlo en un bolsillo de su pollera, vuelve a mí toda la incomodidad de ese momento. Aunque la mirábamos con ansiedad, ella no dio explicaciones, sino que tomó un bol con garrapiñada y se dispuso a comer. La siguió mi yerno, que sin esperar a que Victoria cortara el turrón lo rompió con la mano.

Las niñas jugaron un rato con sus muñecas, pero la sobremesa no se extendió mucho más, porque recuerdo haber saludado por Navidad a Victoria ya en la cocina: eran las doce y nosotros dos levantábamos la mesa. Los huéspedes ya se habían retirado a sus habitaciones, ni mi hija ni mi yerno se habían ofrecido a ayudarnos, y Victoria había tenido la deferencia de dar franco a las mucamas.

Los alaridos nos despertaron cerca de las ocho. Las mellicitas estaban ahí desde antes, pero en lugar de dar aviso se habían sentado en el borde de la pileta –descalzas, los pies en el agua- a mirar. Una de ellas tenía en sus manos el colador con que mi yerno sacaba las hojas del agua, y con él mantenía alejado el cuerpo de la señorita Haydée.

Fue Victoria quien llamó a la policía, porque el resto de nosotros no podía dejar de mirar, y al evocar esta escena todavía escucho las arcadas de mi yerno. Vino el propio comisario, y solo cuando él ordenó que las niñas se retirasen observé que todavía nadie –ni siquiera Victoria o el señor Leiva- las había hecho sacar los pies del agua.

En el rostro de los oficiales se notaba que por la noche ellos también habían festejado y que aquello les resultaba un fastidio. Estaban como abombados, transpiraban y a cada momento pedían algo fresco de beber. No tardaron en concluir que se trataba de un suicidio -para lo que se basaron fundamentalmente en que nadie había escuchado nada- y cuando Victoria mencionó el inesperado regalo que la señorita había recibido durante la noche, no le prestaron atención. La policía se llevó el cuerpo, y cuando pregunté qué debíamos hacer con sus cosas nos ordenaron poner todo en una caja que, dijeron, pasarían a buscar más tarde.

Aquel gesto de desidia nos dio, a Victoria y a mí, la ocasión de actuar. No aceptamos la ayuda de nadie –ni siquiera la de mi hija y mi yerno, que esta vez sí se habían ofrecido. Cerramos la puerta con llave y revisamos todo en busca del regalo recibido en la noche. No lo encontramos, pero sí dimos con otras sorpresas. La ropa de la señorita Haydée entró bien en la valija con la que había llegado, y también pusimos allí el único libro que tenía, aquel con el que la habíamos visto entrar y salir hacia el Conservatorio. Como estaba forrado con un papel floreado, recién al abrirlo comprendimos que se trataba de una novela romántica. El documento con dirección en Capital Federal, el folleto de nuestro hotel con un corazón dibujado en el margen y la foto del niño en el que Victoria descifró los rasgos de mi yerno los guardó ella misma en el bolsillo de su vestido.

Nos propusimos hablar lo menos posible con mi hija y con él, lo cual resultó sencillo. El señor Leiva pasó los días siguientes muy apegado a las mellicitas para, según dijo, consolarlas, aunque en verdad las niñas no parecían muy afectadas; el doctor Weber los acompañaba todo el tiempo. En esos días el señor Sosa apenas salió de su habitación, y cuando lo hizo se fue pronto a la calle, como si todos nosotros le provocáramos miedo. Mi hija se mantuvo serena pero contrariada, y mi yerno aprovechó su descompostura para pasar las horas frente al televisor de la sala de estar.

Las mucamas estaban aterradas, y hasta escuché decir a una que había visto al fantasma de la mujer muerta. Más que nada para evitar el bullicio general, mi mujer las puso a trabajar a todas en la cena de Año Nuevo, y cuando Eugenia se sorprendió de que pretendiera festejar de todas formas, Victoria le contestó que el año comenzaría más allá de nuestro mal ánimo. Entiendo que ella calcularía que la distracción general nos daría tiempo de pensar qué hacer.

Pero no lo hubo: el 31 de diciembre Victoria -provisoriamente a cargo del cuidado de las mellicitas en reemplazo de la señorita Haydée- las vistió para los festejos y luego me llevó a nuestra habitación para contarme que las niñas le habían dicho que habían visto todo. Por primera vez en nuestra vida noté a mi mujer desencajada. No lloraba, pero su tono era desesperado y decía que no sabía qué hacer. Le pregunté si las niñas habían hablado con alguien más, pero le habían asegurado que solo con ella.

Esa noche los festejos se adelantaron aún más que en Navidad, para que las niñas no tuvieran ocasión de estar a solas con su padre. Durante la cena Victoria les ordenó a Eugenia y a mi yerno que se ocuparan de la comida, mientras ella se sentaba entre las mellicitas y las tomaba todo el tiempo de la mano. Yo me ubiqué junto a los señores Leiva, Sosa y Weber, y me encargué de darles conversación y servirles vino durante toda la noche. Esta vez el señor Sosa propuso un brindis por la memoria de la señorita Haydée, y yo, que al levantar mi copa miré a Victoria, supe que habíamos encontrado la solución.

Por la mañana fue el señor Weber quien encontró a las mellicitas muertas en la pileta, y entre todo su griterío en alemán apenas se entendía la palabra “Leiva”. Sus cuerpos eran aún más fantasmales que el de la señorita Haydée: camisones blancos y cabellos sueltos se abultaban alrededor de las niñas como un aura.

La policía, otra vez contrariada porque semejantes sucesos hubieran ocurrido precisamente en esa fecha, encontró una vez más la explicación más sencilla. Ya que era poco probable la hipótesis del suicidio, los oficiales requisaron todas las habitaciones y, como Victoria tuvo el tino de mencionar el brindis del señor Sosa, comenzaron por la de él.

La búsqueda concluyó pronto: en uno de los cajones de la mesita de luz del señor Sosa apareció el documento de la señorita Haydée y, dentro de él, el folleto de nuestro hotel. La policía nos había reunido a todos en la sala de estar, donde vimos cómo al señor Sosa se le hacía difícil explicar qué hacían esas cosas allí, y fue entonces que Victoria y yo llevamos aparte al comisario y le relatamos la misteriosa forma en que la señorita Haydée había llegado al hotel, y cómo el Señor Sosa se había hospedado con nosotros luego de que su esposa lo echara de su casa a causa de un escándalo amoroso.

Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, en ese momento se acercó mi hija. Traía en la mano el envoltorio del regalo que la señorita Haydée había recibido para la Navidad, y dijo que las mellicitas se lo habían dado por la noche explicando que lo habían tomado del bolsillo del saco del señor Sosa. Mientras el comisario desenvolvía el pequeño estuche de terciopelo, él negaba con la cabeza.

Aunque no quedaron dudas de que el señor Sosa había asesinado a la señorita Haydée a causa de los celos por el amante secreto que le había enviado una joya, ni de que la señorita Haydée era la protagonista del escándalo por el que la mujer lo había echado de la casa, ni de que ella misma se había hospedado en el hotel para estar cerca de aquel hombre; aunque resultó evidente que el señor Sosa había matado a las mellicitas para ocultar aquel crimen, y aunque el señor Sosa esté preso para siempre, ya nadie quiere hospedarse en nuestro hotel.

El señor Leiva partió, desconsolado, y no volvimos a saber de él ni de su esposa -tampoco del médico. En nuestro hotel ya no hubieron huéspedes estables, ni siquiera llegó gente a hospedarse de forma eventual, y hace dos meses que estamos solo nosotros, porque hasta las mucamas nos abandonaron.

Nuestra única alegría es el nieto por llegar: Eugenia nos anunció hace unos días que está embarazada. Mi yerno ya no es el que era: pasó de la indiferencia a llevar un gesto siempre sombrío, pero a la vez se volvió atento con mi hija y también con nosotros. La mañana del primero de enero, cuando Eugenia se acercó a la policía con el envoltorio del regalo que él, su propio marido, le había hecho a la señorita Haydée, habrá comprendido lo que nosotros intuimos al revisar aquel cuarto y lo que a Victoria le revelaron las mellicitas. Quizás mi yerno piense que también fue mi hija la que mató a las niñas, y es mejor así: si le teme no será capaz de dejarla.

En cuanto a Victoria y a mí, parece poco probable que el hotel vuelva a funcionar o que podamos vender el predio que, según se rumorea, se ha poblado de fantasmas. Mientras contamos el dinero que nos queda, buscamos empleo. Mi hija, que también cambió y está más cariñosa, ha prometido que tendrá un hijo para cada una de las habitaciones del hotel vacío, y al decirlo sonríe; su marido no sonríe pero asiente, porque en el cuello de Eugenia brilla la medalla de oro en forma de corazón que en la noche de Navidad él le regaló a la señorita Haydée y que ella le robó, antes de matarla.