EL CUENTO POR SU AUTOR
En los Diarios de Emilio Renzi aparece nombrado como “el gordo Ferrero”. Varias veces. Se trataba de un compañero de pensión, estudiante de Letras oriundo de Mercedes, con el que conversaban, sobre todo, de literatura española. Piglia le hizo conocer primeras versiones de cuentos como El Laucha Benítez cantaba boleros o Las actas del juicio —cuyo título fuera sugerido precisamente por aquel interlocutor—, y “el Gordo” leía en voz alta poemas de Lorca, de Miguel Hernández, de Cernuda. Alguna vez, entre ellos, recuerda Renzi, coló un soneto de su autoría sin avisarle nada. Y Renzi, también sin decirle nada, advirtió el truco y lo anotó en su diario: “un buen soneto”. Mientras Piglia se iba convirtiendo en Renzi o Renzi en Piglia, difícil decidirse, “el Gordo” José María Ferrero fue dedicando su vida a la enseñanza de literatura. Y, un tanto en secreto, fue armando mientras tanto un libro extraordinario: una autobiografía en sonetos titulada La invención del silencio. Quienes lo tuvimos de profesor nada menos que en el Liceo Naval Militar, lo conocemos por otro nombre: “el Baco”. Apodo que le impusieron algunos de sus primeros alumnos por su parecido con el dios jocundo en el cuadro El triunfo de Baco, de Velázquez. No le faltaron preguntas cuando tuvo la oportunidad de aceptar ese trabajo, en una institución dependiente de la Armada, durante la dictadura de Onganía que, entre otras maravillas, había atropellado a las universidades públicas. Esas preguntas las fue contestando con creces, a lo largo de décadas, en la práctica, con acciones en las que se conjugaban valentía y prudencia de conspirador. Con él como profesor, como parte del programa de estudios —por entonces en la Armada y en parte en el país imperaba el Almirante Cero— leímos entre tantísimos otros autores a Lorca, a Miguel Hernández, a Cernuda. Todos “rojos”. Tal vez haya sido “el Baco” una de las primeras personas en advertir el talento de ese alumno, de ese cadete, ya por entonces erudito, y ya irónicamente díscolo, y altanero, que era Charlie Feiling. Otro alumno de él, Diego García Quiroga, fue uno de los que tomaron la casa del gobernador británico de las Malvinas en la mañana del 2 de abril de 1982. Las palabras que “el Baco” nos dijo aquella misma mañana en el aula, después de que nos anunciaran el inicio de la guerra, desalentaban cualquier triunfalismo, fuera ingenuo o cínico. Sigo el hilo de aquellas palabras, ejemplo de integridad en un contexto difícil, para intentar un relato que me permita orientarme en el laberinto de la memoria.
TRAS UN MANTO
One of sixteen vestal virgins
Who were leaving for the coast
And although my eyes were open
They might have just as well've been closed”.
A whiter shade of pale, Procol Harum
Ahora, en formación bajo una luz hosca, en la Plaza de Armas barrida por el viento del sur a ráfagas grises que doblan los árboles de la Alameda, y castigan los cuerpos en tensa posición de firmes, van escuchando cómo el señor Director, impávido, lentamente desgrana justificaciones. Doblega su voz el peso de las palabras. Como una memoria incómoda resplandece el río. Al otro lado, se encorvan las grúas de los astilleros.
Algunos recordarán aquella otra vez, hace tan poco, hace tantísimo, cuando les confirmaron parcamente lo sabido. O cuando los anoticiaron del desembarco enemigo. O cuando les anunciaron, como si se tratara de una sorpresa, una traición, una afrenta, que la task force avanzaba. Algunos recordarán cuando en otra formación, nocturna, el oficial de guardia les informó, con parquedad ritual, con una distancia más vasta y más fría que las miles de millas que los separaban del teatro de operaciones, que un submarino nuclear había torpedeado aquel barco viejo, afilado, imponente, en el que varios de ellos, a inicios de la primavera anterior, habían hecho un embarco de instrucción.
Algunos recordarán, ahora, el viaje, quinientos kilómetros al sur, para embarcarse, el lento viaje en uno de esos micros verdes y destartalados que llaman aceitunas. Sin poder moverse, casi, en el espacio que dejaban las bolsas de embarco donde se amontonaban ropa de fajina, elementos de higiene personal, tablas de marea, almanaques náuticos, manuales de navegación astronómica y algún chocolate, escapado de las requisas, para combatir los vientos del sur durante las guardias nocturnas al aire libre, allá arriba, en el puente de señales.
Algunos recordarán, ahora que el señor Director alerta contra las ideologías foráneas que asedian a la Patria, lo que hasta entonces sabían de aquel barco más viejo que sus padres: que en su vida anterior se había llamado Phoenix, que durante el bombardeo japonés a la base de Pearl Harbor había logrado escapar bajo fuego, que las supersticiones de los siete mares condenan a todo barco al que se le cambie el nombre, y también, por lo que comentaban otros cadetes, sabían que a causa de la forma de su casco, tan afilado, aquel barco era uno de los que más cabeceaba en toda la flota de mar, y que por culpa de ese movimiento, que en las tormentas podía arrancar muebles de sus fijaciones, habían sido varios los que largaron allí hasta el alma.
Algunos recordarán ahora, mientras el señor Director menciona la gloria obtenida en lucha contra la subversión apátrida, lo difícil que fue bajar dos cubiertas cargados con las bolsas de embarco para acomodarse en el sollado, a la máxima velocidad que permitieran el sueño, el cansancio, la estrechez, porque enseguida mandaron a formar sobre la cubierta principal, donde asignaron brigadas, roles de combate, de zafarrancho, balsa salvavidas, y también instruyeron acerca del sentido de circulación durante cualquiera de esas emergencias para no chocarse con el resto de los tripulantes que a oscuras, seguramente, porque siempre de noche suceden tales cosas, se dirigieran a cubrir sus puestos.
Algunos recordarán, ahora que el señor Director se encomienda a la Providencia, que apenas llegados a la base los hicieron marchar a una especie de galpón dividido por dentro con planchas de aglomerado, y en cada división esperaba una chica de las del curso de enfermería, y cada una de esas chicas revisó a uno de ellos, boca, lengua, ojos, pulsaciones, temperatura, presión, y uno recordará, uno entre todos recordará muy bien, que le resultó imposible evitar, ante el toque de unas manos suaves y firmes, que se le parase el pito como un arpón, y aquella chica apenas más grande que él, morocha, de pelo corto, lacio, brillante, se dio cuenta enseguida, apenas pudo disimular una sonrisa, y después de mirar, rápida, para cerciorarse de que ningún oficial pudiera oírlos, en voz muy baja, casi un susurro, en voz como de otra parte, le dijo está bien.
Algunos recordarán, ahora, en esta Plaza de Armas que el viento del sur bate, la zarpada al otro día bajo un cielo casi tan gris como el casco de aquel barco viejo, recordará cómo la distancia iba ganando espesor mientras la banda, sobre el muelle apenas amanecido, tubas, trombones, trompetas, clarines, clarinetes, saxos, redoblantes, desafinaba la marcha Curupaytí con un énfasis más parecido al miedo que al entusiasmo.
Algunos recordarán, ahora que el señor Director va terminando su alocución, las guardias en aquel barco, guardias en el puente de navegación, guardias de guindola, guardias a cargo de baterías antiaéreas, guardias de artillería, tarde, noche, día, tarde, noche, con el mar que se iba poniendo más serio y oscuro a medida que la proa, ola a ola, se abría camino con rumbo sur, y sobre todo recordarán, ahora que el viento dobla los plátanos de la Alameda, aquellas guardias nocturnas allá arriba, en el puente de señales, en la cima de aquel barco viejo, mientras más de veinte metros abajo, el mar se revolvía con un furor más presentido que visto.
Algunos recordarán, ahora que las grúas amarillas, tocadas unos segundos por el sol de esta mañana pálida, fugazmente destellan, los nombres de faros, de penínsulas, de cabos, de islas, de islotes que debían reconocer para tomarles marcaciones y situarse, nombres que sin duda son, cada uno, inicio o núcleo o resto de una historia, y que juntos en ese desorden sólo aparente de la memoria, son cifra de alguna otra cosa, quizás la historia decisiva.
Algunos recordarán, ahora que la bandera parece perder sus colores contra el cielo, cuando por el Canal de Beagle, un barco igual de gris que el viejo barco a bordo del cual navegaban, pero mucho más pequeño y veloz y ágil, les cruzó una y otra vez la proa haciendo flamear como un insulto su bandera roja, azul, blanca, hasta que el comandante perdió la paciencia, y como no hacían caso de sus llamadas por radio, ordenó una salva con los cañones de proa contra esos insolentes, salva que estuvo a minutos de ser disparada, pero el intruso escapó a hacia el agujero oscuro donde parecía nacer el viento.
Algunos recordarán, ahora que ya nada le resta por decir a la máxima autoridad en esta isla, cómo fue la recalada a Puerto Parry, en Isla de los Estados, recordarán cómo avanzaban rumbo a su destino sin dejar de cabecear ni un segundo, recordarán que estaban cada vez más cerca de la roca negra, vertical, y aunque el Furuno marcara un paso, no se veía nada, nada, nada, hasta que a metros la roca se abrió y se hizo un desfiladero que los llevó, máquina muy despacio adelante, entre montañas, hasta un abra donde el barco se detuvo y bajó un bote para amarrarse a una gran boya, recordarán cómo el cielo se abrió de repente y el último sol arrancó chispazos de las cumbres blancas mientras una cascada rompía a lo lejos, y recordarán que aquella misma noche alzó la voz el viento, y los pájaros caían helados contra la cubierta gris, caían y caían con un sonido seco de olvido, con un sonido blanco de presagio.
Algunos recordarán, ahora, mientras el viento del sur barre la Plaza de Armas, las tenues luces azules que empezaron a usarse por entonces, noche a noche, en esta isla. Luces que no pudieran verse desde los aviones enemigos. Aviones ingleses, aviones chilenos, aviones rusos, aviones montoneros o esos endiablados aviones desarmables que llevaban en sus mochilas los guerrilleros de Tucumán. Hay que confundirlos a todos. Hay que bajarlos a todos. Hay que exterminarlos. Aviones que nunca llegaron a pasar, recordarán, a pesar de tantísimos preparativos, por arriba de esta isla.
El señor Director se quedó ya sin palabras. ¿Quién no se distrajo? ¿Quién no se preguntó? ¿Quién no recuerda? Por ejemplo, la euforia de aquella mañana en esta isla, cuando el propio señor Director, en esta misma Plaza de Armas, anunció, mientras flameaba el pabellón bajo un sol aún tibio, que tropas argentinas habían recuperado aquellas otras islas. Y tal vez recuerde, alguno de quinto segunda, lo que el profesor de literatura, en la primera de las horas de clase de aquella mañana, hace hoy exactamente setenta y cuatro días, les dijo.
Ahora que todo fue consumado, el Cuerpo de Cadetes desfila hacia el Patio Cubierto. Clavar taco, enérgico el braceo, alta la mirada, cara de guerra. Y llegan: alto, alto, alto van mandando los encargados de cada año, y cientos de tacos de borceguíes estallan al unísono, romper filas, romper filas, romper filas, y las aulas devoran, entre vapores de respiración, una marea de gabanes casi negros.
Empieza la mañana de clases, empieza casi como si se tratara de un colegio común durante una mañana cualquiera de cualquier otoño. El Patio Cubierto queda vacío. Más allá reverbera la Plaza de Armas, batida a ráfagas por el viento del sur bajo un sol velado como un ojo muerto en la salina del cielo. Y más allá, desnudos, los plátanos de la Alameda. Y aún más allá, el río revuelto.
Ahora, los de quinto segunda se ponen de pie, ahora saludan al profesor de literatura que entra, contesta, se ubica en su lugar tras el escritorio, ahora vuelven a sentarse.
El profesor, al parecer, hoy no comenta nada.
Siguen con su materia: leen a Fray Luis de León. Comparan Vida retirada con su versión del Beatus Ile de Horacio, esa traducción desde el eterno latín al castellano tan joven, que urdiera, en noches de fiebre y delicia, aquel cura amenazado por la Santa Inquisición. Palabra a palabra. Rima a rima. Idea a idea. Y vuelta al todo. A esta mañana de junio, porque toda lectura tiene una fecha, a esta isla, porque toda lectura tiene un lugar. A esta furia que estremece las ventanas desde el sur. Porque las palabras son viento. Y el viento, a veces, sacude el tiempo.
Decíamos ayer, dice el profesor.