La tragedia de Macbeth
(The Tragedy of Macbeth)
Estados Unidos, 2021
Dirección y guión: Joel Coen.
Música: Carter Burwell.
Fotografía: Bruno Delbonnel.
Montaje: Joel Coen, Lucian Johnston.
Intérpretes: Denzel Washington, Frances McDormand, Brendan Gleeson, Alex Hassell, Kathryn Hunter, Bertie Carvel, Corey Hawkins.
Duración: 105 minutos.
Disponible en Apple TV+
8 (ocho) puntos
Con dirección en solitario de Joel Coen, La tragedia de Macbeth agrega otro film admirable en la trayectoria autoral de los hermanos Coen, capaces de llevar a la sorna propia la tradición de los géneros narrativos de Hollywood, y en ellos hacer convivir a Homero, el western y la serie negra. La sorna, vale aclarar, no es mera burla, sino mirada inteligente, consciente de la tradición en la que su práctica se inscribe y capaz, por ello, de crear algo parecido y diferente. Así en Barton Fink, ¿Dónde estás hermano? y ¡Salve, César!, entre muchos otros títulos de Joel y Ethan Coen.
Lo que a primera vista llama la atención es que esta mirada lúdica no tiene cabida en La tragedia de Macbeth (pero la ironía no siempre necesita de un placer lúdico, ¿no?, y en este caso sobresale y de manera urticante como en cualquiera de las mejores películas de los Coen), habitada por un formato de pantalla académico que parece emular el de una vieja Polaroid, en un blanco y negro delicado, casi expresionista: elementos ya presentes, por otra parte, en la filmografía de los hermanos. El sonido, por momentos, se confunde con el ruido de un cambio de diapositivas, coincidente con el corte de montaje y el uso de la luz en la imagen; como un corrimiento semántico, que comunica desplazamientos técnicos dentro de la misma experiencia, y ésta no es otra más que la del streaming, siendo como es un estreno mundial por Apple TV+.
A lo dicho el film suma el uso del intertítulo, como en el cine silente. “When” dice la pantalla, y la historia comienza cuando viste de blanco y negro e invoca a las brujas de un destino cuyas palabras Macbeth (Denzel Washington) quiere para sí: vencer en batalla, obtener un título, ir más allá y ser rey. Banquo (Bertie Carvel) le acompaña como una voz de mesura, aun cuando de su progenie surgiría un próximo monarca. Las brujas, triplicadas desde una sola y reflejadas en un ojo de agua, pasibles de aletear como cuervos y graznar profecías, constituyen un momento de esplendor para la actriz Kathryn Hunter, tanto desde su proeza corporal y gestual (brazos que parecen elásticos, descoyuntados, con el rostro arrugado como pergamino viejo) como en la pericia técnica con la que el film complementa: una gran caracterización, en todo sentido.
Hacia palacio irá entonces la misiva de Macbeth a su señora (Frances McDormand), con las buenas nuevas y la intención secreta de ser lo que debe, rey. La maquinación de Lady Macbeth prolifera entonces en palabras y gestos que la desdoblan entre lo que el cuerpo manifiesta y la boca dice, una contradicción que encierra su móvil: urdir el asesinato perfecto de Duncan, el monarca (Brendan Gleeson). Entre ella y Macbeth alumbra la determinación cruzada –fría en una, alucinada en él– de llegar a la corona. La sangre derramada goteará para golpear como a un yunque, que el sonido magnifica para que La tragedia de Macbeth de Coen adquiera el espíritu de Edgar Allan Poe y su corazón delator.
Entre los aspectos formales, destaca el decorado. El castillo surge recortado, las habitaciones y sus ventanas imposiblemente altas y lisas, el juego geométrico entre ellas y las líneas que dividen paredes y habitaciones, alturas y horizontes, configura un espacio ordenado al interior del plano pero maleable desde el montaje, cuyo resultado dependerá de esta relación de encastre. La rugosidad de las murallas aparece como una textura visual, que contrasta con la lisura del piso y es acorde con la gradación de grises de la dirección fotográfica. A grandes rasgos y en un sentido sonámbulo –a la manera de un sueño en medio término, perdido en algún umbral del tiempo–, la película escapa a la cronología histórica y se relaciona con la versión de 1948 de Orson Welles, donde cavernas de rocas salientes semejan un castillo de cuyas paredes brota agua intermitente. En la versión de Coen el agua protagonizará los momentos de las predicciones de la/s bruja/s, y logra que este Macbeth, así como el de Welles, alcance la estatura de relato mítico: los secretos del entramado que hacen al juego del poder son invariables, sus protagonistas caen y caerán como lo han hecho otros, antes.
Por otra parte, la versión de Joel Coen agrega para sí la posibilidad –ya ensayada por otros, siempre atractiva– de que sus diálogos suenen de manera musical, recitados de forma consustancial a cierta imagen asociada a Shakespeare. Desde luego, no hace falta “sonar a Shakespeare” para ser “fiel” a su obra, sino antes bien adherir a la llaga en la que se desenvuelven sus historias (como lo hicieran Welles, Polanski, Kurosawa). El film lo logra, y se da el gusto de hacerlo desde un tipo de sonoridad y astucia diálógica que da cuenta, a su vez, de la otra faceta inherente al director: el guión. El cine de los Coen es guión y dirección, una de tales instancias es necesariamente en la otra; y aquí Joel Coen indaga en una posibilidad más, a la par de imágenes muy bellas o terribles, con sus protagonistas hundidos en una ciénaga sobre la cual no se erigirá nunca una luz. Si no fuera por las indicaciones de ciertos diálogos, visualmente nunca amanecería, y lejos está de hacerlo en el desenlace, en donde una lluvia de cuervos presagia maniobras reincidentes, con piezas que ocupan ahora otros lugares pero, a fin de cuentas, siempre en un mismo y podrido tablero.