1988. En casa con un minicomponente recién llegado de Miami de la mano de mi tía Chanita, en la época en que se puede traer en la valija excentricidades sin pasar por la aduana, mi adolescencia transcurre sin sobresaltos en el Sur del Gran Buenos Aires, Avellaneda, dentro de un barrio monótono y bastante gris. ¿Será por eso que adoro la tele transportación? Este aparato es lo último en tecnología, o eso me parece a mí. Está compuesto de un televisorcito blanco y negro más chiquito que un cuadrado de un papel glacé, una radio AM/FM y por último de una casetera. Ya todo el mundo abandonó el vinilo y usamos las biromes para ajustar las cintas de los casetes con total normalidad. En su conjunto es de color gris metálico. Marca JVC. Además, tiene una manija que lo cruza de cabo a rabo para transportarlo de acá para allá como a una carterita o bolso de mano. Ah, posee una antena larga, tan larga que se convierte en un verdadero peligro y más de un familiar se la va a clavar en un ojo al querer enchufar la juguera. Yo, la primera. Lo que me hará andar con el ojo emparchado, engasado, durante meses para la vergüenza mía y la preocupación de mis padres al no saber si les quedará una hija tuerta en plena pubertad tras la sacada de las vendas. Con este monstruito extranjero aterrizado en casa y un casete virgen TDK puedo grabar lo que se pasa por la radio o ¡por la tele! directamente sin mediar otro artefacto. Algo impensado hasta el momento. Descansa en la cocina, ¿será porque está destinado a que mi madre lo prenda cada mañana y escuche a Magdalena Ruiz Guiñazú mientras nos prepara el desayuno antes de llevarnos a la escuela?
Es fin de semana y yo encerrada en la cocina caliento cera en la hornalla. A la noche tengo un asalto. Y de “coqueta” (llámese hoy de “anti-deconstruída”) me dispongo a depilarme por primera vez las piernas. Siempre fui morocha y peluda. Siempre fui autosuficiente, sobre todo. Entonces prendo la televisioncita para distraerme del dolor mientras paso a arrancarme los pelos cuando de repente suena… algo…que … ¡me gusta! ¡y no sé qué es! me produce tal magnetismo que me acerco a la pantallita minúscula y veo… a… un tipo raro, raquítico, en cueros, tocando un teclado con una banda atrás. Se ve muy chiquito, no le alcanzo a ver los rasgos pero sí los movimientos. Él se mueve y es sexy. Sus brazos son sogas, no, son lianas salvajes en su belleza, en su sapiencia. Sí que sabe mover esas manos él. Y es claro que me toman delicadamente, me llevan, me están raptando, me embarran, me invitan al accidente, a chocar, a vivir y habitar hasta ahora lo insospechado, aquello inexplorado que todos debemos tener adentro dormido esperando el momento justo de ponerse en movimiento, imparable. Mi alma y mente así bien lejos van, pero mi cuerpo quiere entender y se acerca más a la tevé blanco y negro. Uniforme. Imposible. No se aprecian caras, gestos, menos colores. Y la música ay ¡es un látigo! Un látigo para despertar nunca para domar. Me quemo con la cera ¡qué me importa! Otra es mi carne viva. Salgo disparada hasta mi piecita, vuelvo con un casete de Luis Miguel ¡autografiado! Mi tía Chanita, la culpable de tener este monstruo tecnológico en mi cocina le hizo una nota a Luis Miguel apenas llegado a la Argentina con tan sólo ¿quince añitos? O algo así. Le cayó muy bien el chico (Un chico que canta muy lindo. Muy correcto y dulce en sus modos) Pegaron onda y el chico le regaló dos casetes que inmediatamente mi tía Chanita se los hizo dedicar para sus sobrinitas; uno para María y otro para Malena. Ahora, con un poco de culpa, lo tengo entre mis manos a falta de un buen TDK virgen, pongo dos tiritas cinta scotch en el lomo de cada agujerito, un truco que me enseñaron para grabar encima y en un impulso subterráneo como un volcán a punto de estallar aprieto PLAY / REC al mismo tiempo ¡YA ESTÁ! La operación hacia mi futuro musical fue lanzada con éxito. Tengo recién 13 años. STOP, porque aparece la publicidad y una voz engolada lo nombra: “Charly García en vivo en canal 9” ¿García? ¿quién es? No existe Internet. Estoy sola en casa y grabo todo el recital de un lado y del otro. Lado A. Lado B. Está terminando el recital, suena la última canción. Es la más triste que escucho en mi vida: ”Anhedonia”. De golpe como un puñal las teclas PLAY y REC saltan. ¡No hay más cinta! ¡Y la canción en la televisioncita sigue su curso! Apago la tele, mi dedo presiona REW, escucho dónde quedó la canción detenida para siempre: -NO HAY QUE VIVIR ASÍ- ¿¿¿¿Cómo sigue????? Ahorro y corro a comprarme el álbum Cómo conseguir chicas. FWW, voy directo a esa parte ausente: “Porque antes que tu madre, mucho antes que el dolor el amor cambia tu sangre. Porque la noche es tan suave y el tiempo feliz. No tengo que hacer maletas, no siento nada”. Y yo que siento todo. Todo lo que Charly no pude sentir me hace sentir a mí. Soy ese sintetizador, ese agua que burbujea, el tiempo, el bebé que nace y ese tren que pasa. Soy esa nada. Y el ángel en Paris. La primavera que no hay en Anhedonia. La que pacta con el diablo soy. Y la sangre en la calle, calle.
María Figueras Es actriz, directora y dramaturga. Fue dirigida por Agustin Alezzo, el director georgiano Robert Sturua, Leonor Manso, Daniel Veronese, el director francés Jaques Lasalle, Luciano Suardi, Rubens Correa, Roman Podolsky, Ricardo Holcer, José María Muscari, Martín Flores Cárdenas, Analía Fedra García, Walter Jakob y más. Como directora ha realizado Hermanas de la catalana Carol Lopez, Atada de amor de Guillermo Hermida, Archipiélago, adaptación de monólogos de Strindberg y Las Chicas de Matías del Federico. Es curadora de Microteatro. Como dramaturga fue ganadora del Premio del Teatro Nacional Cervantes por su obra Al Oeste del Amor. También ha trabajado en cine con directores como Inés de Oliveira Cezar, Marcos Carnevalle, Pino Solanas, Sergio Renán, Emiliano Romero, María Victoria Menis, Adrian Caetano, entre otros.