PáginaI12 En Francia
Desde Cannes
La información oficial hablaba, a priori, de “una foto de familia”. ¡Pero qué familia! Para celebrar su 70 aniversario, el Festival de Cannes decidió tirar la casa por la ventana e invitó ayer a una función de gala y una cena oficial –precedida de una sesión fotográfica– a muchos de los nombres más famosos del cine mundial. La previa de la foto familiar parecía una reunión de viejos egresados del secundario, que no se veían hacía tiempo: allí estaban –estrechándose la mano algunos, dándose un abrazo otros– los cineastas ganadores del premio más preciado, la Palm d’Or: desde Michael Haneke, Bille August y Ken Loach (los tres con dos Palmas cada uno) hasta Nanni Moretti y Laurent Cantet, Cristian Mungiu y Jane Campion, pasando por los más veteranos, Costa-Gavras, Jerry Schatzberg, Claude Lelouch y Mohammed Lakdar-Hamina.
No faltaron figuras emblemáticas del cine francés, como Agnès Varda y Jean-Pierre Léaud, ambos ganadores de la Palma de honor. ¿Jurado famosos de hoy y de ayer? Allí estaban dándose besos y, a la vez, tratando de que no se les corriera el maquillaje, Catherine Deneuve e Isabelle Huppert, Nicole Kidman y Liv Ullmann. Y Claudia Cardinale, por supuesto, que además este año es la figura del afiche oficial, diseñado a partir de una hermosa foto de su juventud. Entre los ganadores del premio al mejor actor y la mejor actriz, apantallándose con cualquier cosa que tuvieran a mano, desde un pañuelo hasta la invitación misma (el calor que hacía en la terraza del photocall, entre el sol y las luces, era terrible), se podía encontrar una babel de figuras del cine internacional: Christoph Waltz, Kirsten Dunst, Mads Mikkelsen, Juliette Binoche, Vincent Lindon y la franco-argentina Bérénice Bejo.
Y atrás de todo, en alegre montón, amuchados como podían para poder entrar en la foto, algunos en puntas de pie y otros simplemente agitando los brazos, los jurados de este año –Almodóvar, Will Smith, Jessica Chastain, Maren Ade– y los conocidos de siempre, esos que por una razón u otra siempre se dan una vuelta por Cannes, tengan o no una película en el festival: Oliver Stone, Monica Bellucci, Sandrine Bonnaire, Nastassja Kinski, Gaspar Noé, Abel Ferrara, Sofia Coppola, Charlize Theron, Guillermo del Toro y Dario Argento (abrazados como viejos amigos), Alejandro González Iñarritu, Emmanuelle Beart, Marion Cotillard, Naomi Kawase, Abderrahmane Sissako, Tilda Swinton, Adrian Brody, Elie Suleiman, Jerzy Skolimowski, Valeria Golino, Gael García Bernal, Antonio Banderas, Jia Zhang-ke, Alain Cavalier, Bong Joon-ho, Barbet Schroeder, Jean-Paul Gaultier, Brillante Mendoza...
Ausentes con y sin aviso, unos cuantos, empezando por Francis Ford Coppola, David Lynch, Martin Scorsese y los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne, todos ellos ganadores de la Palma de Oro. O Steven Spielberg y David Cronenberg, que fueron presidentes del jurado. Argentinos, solamente Noé y Bejo, que viven en París. Ofendidos, seguramente unos cuantos, empezando por todos aquellos que andan dando vueltas por la Croisette para vender sus proyectos pero que, salvo alguna lujosa villa con vista al mar que ocupan un par de semanas al año sobre la Costa Azul, nunca tuvieron participación en el festival, como Arnold Schwarzenegger, por ejemplo.
Tampoco se lo vio entre la multitud a Claude Lanzmann, uno de los mayores documentalistas del siglo XX, autor de la monumental Shoah y él mismo un monumento andante, que con 91 años a cuestas, espléndidamente llevados, trajo al festival, fuera de concurso, una película de una rara intimidad para un cineasta acostumbrado a codearse con la Historia con mayúsculas. Claro que su intimidad es también, de alguna manera, como él mismo se encarga de dejarlo en claro, la de la Historia del siglo pasado.
La película en cuestión que presentó en estos días en Cannes y pasó injustamente inadvertida se titula, significativamente, Napalm. Se trata de un pequeño film de cámara para las dimensiones a las que está acostumbrado Lanzmann. Y narra el estremecedor “breve encuentro”, en 1958, entre un miembro francés de la primera delegación de Europa occidental invitada a Corea del Norte tras la devastadora guerra de Corea (el propio Lanzmann, claro) y una enfermera del hospital de la Cruz Roja coreana, en Pyongyang, la capital de la República Democrática Popular de Corea.
La enfermera Kim Kun Sun y el delegado francés solo tenían una sola palabra en común que ambos comprendían: “Napalm”, que no sólo le da su título a la película. Esa palabra sintetiza la historia de un pueblo demonizado por los Estados Unidos como “el eje del mal”, pero que paradójicamente sufrió la agresión estadounidense como pocos territorios en el mundo, exceptuando Vietnam, cuando entre 1950 y 1953 fue bombardeado de manera incesante y salvaje. “Estados Unidos arrojó sobre Pyongyang 480 mil bombas, cuando la ciudad tenía 400 mil habitantes: más de una bomba por habitante”, le explica fríamente una guía militar a Lanzmann en su regreso a ese país al que él está indisolublemente ligado por aquella fugaz, platónica historia de un amor condenado por las circunstancias. Era inconcebible entonces –como seguramente lo sigue siendo ahora– que un hombre occidental y una mujer del ejército norcoreano pudieran siquiera acercarse.
“Ja, das ist das Platz; sí, éste es el lugar, como decía uno de mis personajes en Shoah, cuando regresaba al campo de exterminio de Chelmo”, se enorgullece Lanzmann cuando encuentra el puente en el que él y la enfermera se habían citado clandestinamente. Ese es el lugar donde intentaron amarse y solamente pudieron comunicarse con un beso, ante las miradas censoras de quienes pasaban a su lado. “Napalm” dice Lanzmann que le susurró ella, mientras se abría fugazmente el vestido y le mostraba su piel lacerada por el fuego. A ella está dedicada la película, a ese amor de juventud a quien Lanzmann jamás pudo olvidar. Nunca podría haberlo hecho.