Nací en Capital Federal, pero hasta los once años viví en el Oeste, más precisamente en San Justo. A dos cuadras de mi casa estaba el club Huracán de San Justo, y los sábados iban a tocar todos los grupos del momento. Cuando fueron a tocar Los Gatos, por supuesto fui, porque los venía escuchando en los discos, y me encantaban. Cuando vi la batería Ludwig de doble bombo reluciente de Oscar Moro, me quedé asombrado. Lo primero que me pregunté fue cómo iba a hacer él para tocar todo eso. Ya había visto en fotos las baterías de Keith Moon y de Ginger Baker, ambas con dos bombos cada una. Pero la de Moro la veía en vivo y en directo. Cuando entraron al escenario fue impactante verlo a Oscar Moro con esos pelos, a Pappo, a Litto Nebbia. Nunca me voy a olvidar de esa imagen.
A partir de ahí, y sobre todo después de un tiempo, comprendí que el rock es un viaje a través de la imagen y el sonido. Inexorablemente, uno va unido al otro. Cuánta verdad existe en ese dicho que dice que una imagen vale más que mil palabras.
Cuando Los Gatos empezaron a tocar fue impresionante porque era un sonido fuerte y limpio. El Hammond de Ciro Fogliatta lo cubría todo y la guitarra de Pappo también. Miré durante todo el show –que no duró más de treinta minutos– a Moro, porque quería aprender las cosas que hacía viéndolo en acción. Eso para mí era el rock, aunque en esa época le decían beat.
Mis viejos eran de clase baja, y aunque nunca tuvieron casa, ni auto, ni nada material, siempre me dieron mucha libertad para ir y venir, y para hacer lo que quisiera. Mi viejo, obrero. Mi vieja, ama de casa. Ella hizo de todo: cocinó para un colegio, cuidó enfermos, trabajó en una fábrica. Como nunca tuvimos casa, yo contabilicé como catorce mudanzas; de un lado a otro todo el tiempo. Siempre fui el perfecto chico anti-barrio, nunca me adaptaba a nada. Por eso debe ser que abracé la música.
Cuando apareció esa moda del rock barrial yo no lo podía creer. Pensaba cómo le podían cantar a esas cosas, si la música puede ser de cualquier parte y ser buena igual.
Una vez, leyendo la revista Pelo, vi que Pescado Rabioso tocaba en el Teatro Opera un domingo a la mañana. Para mí era genial porque me gustaba, y tenía su primer disco Desatormentándonos. Además me venía bárbaro: yo era chico y no quería salir de noche, ya que la mayoría de los recitales se daban a la una de la madrugada. Así que me tomé el 159 –el blanquito–, y me fui hasta el centro.
Al llegar al teatro me acerqué a la boletería para sacar la entrada, y el tipo me dijo que Pescado Rabioso no tocaba, que a último momento habían puesto una banda nueva que se llamaba Sui Generis, y me preguntó si quería entrar igual. Yo no los conocía, pero entré. No sé si Pescado Rabioso suspendió su show o si ya se habían separado. Adentro del teatro el telón estaba abierto, y sobre el escenario había un piano, una batería y una silla con una guitarra acústica apoyada.
Los Sui Generis entraron al escenario, empezaron a tocar, y no me gustó para nada lo que oí. Era todo muy lánguido, demasiado lánguido. Al segundo tema me levanté y me fui. Solo, caminando por la calle, pensé y me dije: “Yo no quiero ser como esos tipos. El día que forme una banda de rock, no quiero ser así”.
En febrero de 1983 asistí al show más grande que vi en mi vida: Van Halen en el estadio Obras. Cuatro tipos que no solo conectaban con el público, sino que dieron una clase magistral de cómo se toca y se actúa el rock. Me dije: “El rock es toda esa densidad positiva, es toda esa transmisión de energía difícil de explicar con palabras”.
A pesar de que en Argentina había gran talento para hacer rock, no me terminaba de convencer de lo que esas bandas hacían en vivo. Ellos creían que tenían que llevar al escenario lo que hacían en los discos. Y en realidad una cosa no tiene nada que ver con la otra. Es como cuando dicen que la televisión es de los productores, el cine es de los directores y el teatro de los actores. Una gran verdad del mundo del espectáculo. Esa es la diferencia. Siempre fue así.
Si el rock es el culto a la personalidad, también es el triunfo de los nadies, de todos los que fueron desplazados de su familia, de su entorno, ya sea por sus gustos, por su aspecto o por lo que fuera. El rock los abrazó, y con su sonido y su poesía les dió la fuerza y la energía suficiente (a mí mismo) para seguir adelante. Para poder luchar contra las adversidades, pisar el suelo con dignidad y ser uno mismo. Y ahí incluyo al punk, que es un paso más allá. Yo defino al punk como una forma de defender el sí mismo en cada momento que te quede de vida.
Entré a la colimba a mediados de 1978, y me tocó hacerla en Río Santiago, esto es pasando La Plata.
Recuerdo que, en uno de los viajes en tren por el asunto de la revisación médica, me compré en un kiosco la revista El Expreso Imaginario. En ese número traía la nota sobre el punk, a cargo de Alfredo Rosso, y en la tapa traía un dibujo de Horacio Fontova, que decía Punk: un tajo violento en la música popular. La nota era muy buena y completa. Por supuesto, en el tren me la leí entera.
Lo gracioso es que yo pensaba que la palabra punk tenía algo que ver con el boxeo; me resultaba una palabra rara, y no sabía bien qué quería decir. Asociaba el término a bandas de ese momento como The Tubes, Alberto y Lost Tríos Paranoias, o incluso Alice Cooper, que en esa época hacía todo tipo de teatralizaciones sobre el escenario.
Más cómico aún fue cuando pensé que Los Ramones eran una banda country, y que encima eran hermanos. Nada que ver, por supuesto. No había escuchado a ninguno de ellos. Ni a Ramones, ni a Sex Pistols, ni a The Clash, aunque sus nombres siempre aparecían en la prensa y me llamaban la atención. Aquella nota en El Expreso Imaginario me aclaró todo. A partir de ahí consideré que ya me gustaban, a pesar de no haber escuchado nada.
Yo compraba todos los números de la revista Pelo, que salía una vez por mes. Me gustaba leer sobre música, además de mantenerme informado de lo que pasaba en la actividad musical, en especial con respecto al punk, que estaba revolucionando la historia del rock. Evidentemente había una curiosidad y una pasión por lo nuevo.
En uno de los números de la revista descubrí un aviso que decía: “Punk argentino. Les tengo que informar que el punk en la Argentina existe, porque yo estoy aquí y lo soy”. Lo firmaba Hari-B. Domicilio desconocido.
Al número siguiente de la revista mandé una carta que decía: “Hari-B, quisiera comunicarme con vos. Me llamo Sergio y soy baterista, un amigo punk”. Y mandé mi dirección de Bernal.
Días después me llegó su contestación en una carta escrita a máquina, en donde había puesto su teléfono para que lo llame. Me puse muy contento porque pensé que ya no estaba solo en esto del punk; por lo menos, ya éramos dos. Así fue que nos conocimos.
Comenzamos a ensayar los fines de semana en el garage de su casa. Yo le pasaba canciones que había escrito y él me pasaba las suyas. Yo con mi batería Caf roja, y él con su guitarra Faim blanca.
Yo cantaba y tocaba la batería al mismo tiempo. Las primeras canciones que sacamos fueron “Maquinaria”, “Nada de eso”, “Viejos patéticos”, “Sucio poder”, “Moral y buenas costumbres” y “Dónde están las mujeres”.
Después de varios ensayos, le comenté a Hari que a la banda le podríamos poner de nombre Los Testículos, ya que eramos solo dos. Resultaba entre divertido y bizarro, y más en esa época. Al final quedó así: Los Testículos.
En 1980 la Argentina era un pais derrotado, sin libertad y sin rumbo. Los militares avanzaban sobre la represión, las desapariciones y una devastadora política económica violando todos los derechos individuales.
En esa época, estando solo y mirando el techo en mi pieza de Bernal, se me ocurrió otro nombre para la banda, porque Los Testículos me parecía demasiado ridículo. Ese nombre fue Violadores. Los Violadores, pensé, suena bien para el tipo de temas que hacemos. Y además, es una forma de ridiculizar a esa dictadura que tanto daño le había hecho al país. A partir de ahí nada volvió a ser igual en mi vida.
Recuerdo que al primero que se lo dije fue a mi viejo, y me dijo de todo. Que yo estaba loco, que cómo iba a hacer algo así, que yo era un idiota, que estábamos en plena dictadura y que nunca iba a llegar a nada con la música, y no sé qué más...
Más tarde se lo comuniqué a Hari-B, que ya estaba por salir de la colimba. A él sí le gustó el cambio de nombre.
Una tarde, caminando por el centro, buscando lugares raros para tocar, en la calle Marcelo T. De Alvear encontré, escaleras abajo, un sótano. Me metí. Era un cabaret de nombre Mon Bijou. Decidido a hablar con alguien para tocar ahí, tuve la suerte de encontrar al dueño en ese momento. Nos pusimos a conversar, le expliqué acerca del grupo, y así fue que se concretó el show. El dueño no tuvo problemas ni con el nombre de la banda ni con el estilo de música.
Cabe aclarar que por problemas de permisos y no sé qué otras cosas, el show no se realizó en el cabaret Mon Bijou, sino en un lugar que estaba al lado, y que se llamaba Salón La Cuesta. Era una especie de peña folklórica, que también pertenecía al mismo dueño.
En ese concierto, entre el público —unas veinticinco personas— se encontraba Stuka. Al terminar se me acercó y me dijo que le había encantado el show, y que si necesitábamos bajista él se ofrecía. A pesar de que me aclaró que él tocaba la guitarra, por supuesto le dije que sí.
A los pocos días comenzamos a ensayar, y con una velocidad increíble sacó todos los temas.
En enero de 1981 volvimos a presentarnos en el Abba Café Concert de Caballito. En ese concierto se encontraba entre el público Pil, con el que ya nos habíamos cruzado varias veces. Después de eso fuimos todos a tomar algo, y charlamos de la posibilidad de incorporarlo como cantante. Había cierta reticencia en el grupo, simplemente porque la jugada era peligrosa. Musicalmente funcionábamos muy bien como trío, y poner a alguien más no resultaba nada fácil, sobre todo porque en ese momento no existían cantantes como él. Pero como a mí me gustaba la idea de cuarteto, propuse acercarle un casette con los temas para que se los aprendiera. Fuimos con Hari a la casa y se lo dejamos.
Luego arreglamos para hacer un ensayo los cuatro juntos, y así fue que lo probamos. Ese ensayo lo hicimos en febrero de 1981, el mismo día que Queen tocó en el estadio de Vélez Sarsfield. Por la garra y la actitud que puso, Pil quedó en la banda. Con su incorporación se terminó de completar lo que fue, para mí, la cuarta pieza de una formación que siempre me pareció justa para el punk, o sea, la de cuarteto: un concepto estético y definitorio que yo tenía en mente desde un principio, ya que hasta ese momento veníamos tocando como trío.
Nuestro siguiente show se realizó el 14 de marzo del ’81, en Le Chevalet, lugar en el que tocamos unas cinco o seis veces durante ese año. Para mí, a partir del ’81, comienza la etapa consagratoria de Los Violadores, aunque el resto lo haya vivido con cierto retardo. El solo hecho de haber tocado en la Universidad de Belgrano, por todo el escándalo que se originó, por toda la violencia que hubo ese día, y por el hecho de haber sido cubierto el evento por todos los medios, para una banda que no tenía grabado ni siquiera un demo, fue todo un triunfo.
Fue una hazaña para alguien como yo, que había comenzado todo esto en 1978, y que ni siquiera imaginaba cómo y de qué manera se iban a presentar los acontecimientos.