Julio César Boffano apenas había salido de la adolescencia cuando decidió convertirse en seminarista y luego sacerdote jesuita. Su libro autobiográfico Conocerme me hizo libre (Planeta Uruguay) que es best-seller en Uruguay -lanzado en septiembre ya va por la tercera edición- puede leerse como un Bildungsroman, la novela de educación de un joven que quiere abrazar el sacerdocio cristiano y en el camino asume que es gay. Y al mismo tiempo descubre que la institución de su vocación “ha sido históricamente un lugar de refugio para gays y lesbianas”.
Según afirma el autor, mientras la prédica religiosa hegemónica condenaba a la homosexualidad, los muchachos vivían en comunidades exclusivamente de varones -y las muchachas con muchachas- escapando de la presión social y familiar y sin tener que dar explicaciones a su círculo íntimo respecto de por qué no se casaban o no tenían novia/o. Pero a la vez, Boffano denuncia el lado más oscuro de la institución religiosa: el abuso sexual por parte de sacerdotes a niñas, niños y adolescentes que el autor reconoce como una práctica sistemática que la Iglesia se empecina en “esconder bajo la alfombra”.
Roma, "el centro católico del mundo gay"
Nacido en la pequeña localidad de Paysandú, el autor pasó unos años en Montevideo hasta que en calidad de religioso jesuita decidió ir a Roma, ciudad a la que describe como “el centro católico del mundo gay". "La prostitución masculina se mantiene en Italia gracias a la curia”, afirma en su libro. “En los alrededores de la estación central de trenes de Roma, curas, obispos y cardenales del Vaticano van a contratar trabajadores sexuales, muchas veces jóvenes inmigrantes indocumentados llegados de África o América que tienen sexo por unos euros. En algunos casos van a los apartamentos particulares. Cuando el cura te presenta a los sobrinos… Tienen un montón de sobrinos; cuando eso sucede, desconfía”.
Instalado en el Colegio de la Chiesa de Jesús, la iglesia principal de la Orden Jesuita en Italia y en el mundo, Boffano convivió con compañeros de diversas nacionalidades. “Pensé que no había jesuitas gays y resulta que estaba lleno. En la Iglesia se refieren a ellos como “los que cantan en el coro” o “los de la parroquia”.
¿Cuál fue tu objetivo al publicar el libro?
-Mi objetivo no era ser escandaloso. A nivel personal era terapéutico y a nivel social puede funcionar como ayuda a mucha gente con vivencias similares. En el libro narro mi proceso personal de asumirme gay dentro de una institución que condena la homosexualidad y también de asumirme como sobreviviente de un abuso sexual en mi niñez. Entonces, los dos objetivos fundamentales fueron destapar las hipocresías en general y en particular el tema de los abusos sexuales de parte de miembros de la Iglesia católica que, en Uruguay y en Argentina, aún no ha saltado. En Argentina hay solamente 60 o 70 curas denunciados, lo cual es insólito.
¿Cuáles son las dificultades de ser sacerdote y salir del clóset?
-Es muy difícil ser un homosexual asumido dentro de la Iglesia. Esta afirmación puede parecer engañosa, pero es verdad. Por un lado, uno está en un mundo cerrado, lleno de hombres y lleno de gays, y al mismo tiempo es parte de una institución que condena la homosexualidad como un sentimiento y una práctica aberrante. Más a la práctica que al sentimiento, pero, en definitiva, a los dos. Existe en la Iglesia el Código Maritain. Es la “amistad amorosa”. Un amor de hombre a hombre que no incluye el amor carnal ni la atracción sexual; esta se sublima en un amor casto hacia las virtudes del ser amado. En un momento, aún en Montevideo, yo me dije: tengo que contárselo a un cura formado porque esto que estoy sintiendo es un problema. Elegí a un cura que me inspiraba confianza, desde mi vulnerabilidad. “Me parece que soy homosexual”, le dije y el cura me contesta: “Yo soy gay y estoy orgulloso de serlo”, y me dio un beso en la boca. Y enseguida me dijo ”¿Querés hacer el amor conmigo?”. A mí, eso me apabulló. No solo es incorrecto, es un abuso de autoridad.
¿Y qué pasó al llegar a Roma?
-Llegar a Roma fue como llegar a la capital del desbunde y el desborde erótico, a la vez tuve encuentros y desencuentros con mi conciencia. En Montevideo, antes de viajar, un compañero jesuita, que tenía más clara mi homosexualidad que yo mismo, me dijo: “Cuando llegues a Roma, comprá en cualquier kiosco una guía gay, y vas a aprender a moverte en la ciudad”. Yo no sabía nada de esto, no sabía que iba cruzarme con compañeros jesuitas y otros religiosos en saunas y orgías.
¿Cómo conciliaste durante ese tiempo lo que llamás el desborde sexual gay y ser cura?
-Yo voy contando en mi libro con algo de ingenuidad, cómo era ser elegido de Dios, que es lo propio de la vocación sacerdotal, y a la vez sentir deseos y emociones que la institución te dice que son pecado. Entonces hacés el camino de preguntarte “¿Dios se equivocó?” a “lo que estoy sintiendo no está tan mal”. Lamentablemente en Roma, lo importante era que si tenía sexo no me descubrieran. Pero los problemas con mi conciencia apuntaban a no normalizar las hipocresías.
El pecado de Sodoma
Salvo en el Levítico no hay condena explícita a la homosexualidad en la Biblia. Y hay descripción de grandes amores -David y Jonatan, Rut y Noemí-. ¿Te apoyaste en exégesis?
-En tiempos bíblicos no existía el concepto de homosexualidad y tenían relaciones muy libres. Lo del pecado de Sodoma en realidad hace referencia al pecado de no hospitalidad y no tiene nada que ver con la homosexualidad como fue dicho siglos después en una errónea interpretación. “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, dice la Biblia y mi interpretación de ese lema me cambió la vida. Yo intentaba reflexionar sobre estas cuestiones y sobre el celibato en diferentes ámbitos como los estudios de teología en la Pontificia Universidad Gregoriana. También me aproximé a la teología de la liberación y a la teología queer. ¿Y si Dios fuera mujer o gay?
En el libro escribís que particularmente Juan Pablo II y Benedicto estaban rodeados de gays. ¿Cómo convive eso con una prédica homofóbica?
-Lo importante es no decirlo, que no se sepa, no importa con quién te acostás, me dijo un superior, lo importante es que no se sepa. En el caso gay: que no seas un militante de eso es lo más importante, además de no decirlo explícitamente. En todo caso es un pecado y un pecado se perdona y se sigue adelante.
¿Podías ayudar miembros de la comunidad LGTBIQ desde tu rol de sacerdote?
-Sí, muchísimas veces. Uno de los problemas fue mi estilo de confesor. Cuando me decían “Soy gay, Padre“, yo les respondía “¿Y cuál es el pecado?“. Lo importante era hacer reflexionar si se hacía mal a otra persona o a sí mismo. Después de eso se empezaba a correr la bola: el sacerdote que confiesa los jueves es más abierto. Las autoridades me dijeron que tenía que ser más ortodoxo. Yo decía que siempre apelaba al Evangelio, jugaba en el límite. Intenté liberar de la culpa a gays y lesbianas y transmitir ese amor de Dios por la diferencia.
¿Qué te decidió a dejar de ser sacerdote?
-Yo quería: una vida sin hipocresías ni relaciones sexuales a escondidas. Que yo no tuviera que ocultar ser gay, porque es parte de mi identidad y Dios me hizo así. Además, con más de treinta años y estando en Roma comencé a recordar que había sido víctima de abuso sexual en la niñez. Hubo un momento en que yo no podía formar parte de una institución que frente a delitos sexuales cometidos contra niños y niñas niega, minimiza, victimiza. Tampoco quería terminar como el cardenal que describo en el libro que, estando desnudo conmigo en la cama, se burla de las creencias religiosas. Yo sigo siendo creyente y no fue fácil dejar.
¿Qué era In-ternos?
-Fue un intento de reivindicar un modo diferente de ser cura. Éramos un grupo de sacerdotes gay que nos reuníamos a reflexionar sobre el celibato y la castidad entre varones. Hay miedo de hablar del celibato en la homosexualidad porque lo natural en la iglesia es la heterosexualidad. El celibato no es solo la renuncia a la mujer. ¿Qué pasa con los que somos gays? De eso no se habla. Reflexionábamos sobre estas cosas para tratar de ser mejores en nuestra profesión. Desde diferentes posiciones yo critico tanto el celibato y la castidad como la confesión.
¿Qué aspectos criticás de la confesión?
-La confesión tiene sus trampas. Castigan más a un cura que haga público o quiera denunciar un delito que le hayan dicho en marco del sacramento de la confesión, que a un abusador. El sacramento te prohíbe que develes lo confesado, lo cual es una encerrona. A la víctima la manda a rezar, a olvidar.
¿Por qué sostenés que la ICAR (Iglesia Católica, Apostólica y Romana) se convirtió en lugar sistemático para cometer abusos sexuales contra menores?
-Porque la práctica es negar, ocultar o hacer pasar como que fueron excepciones. La práctica es trasladar al cura abusador de un lugar al otro y sabemos que los abusos no son lapsus. El abusador sigue dejando víctimas allí donde es trasladado. Hay una concepción de que el abuso no es delito sino un pecado o una enfermedad. El cuerpo es lo negativo, lo que hay que salvar es el alma. Por eso los curas son trasladados de un lugar a otro. Hay que salvar el alma y el cuerpo no es sometido a la justicia civil y penal. De hecho, los abusadores en la Iglesia se sienten exculpados porque se convencen a sí mismos de que no están rompiendo el celibato al tener sexo con varones, aunque se trate de niños.
¿Qué factores intervienen y favorecen el abuso por parte de religiosos consagrados?
-El abuso se comete en una posición de poder y confianza que ejerce quien tiene ese poder sobre el menor. Un cura o es un pastor actúa en calidad de representante de Dios con lo cual la conducta de abusador es doblemente perversa. Como espejo ético, el cura traiciona a esa comunidad que representa. A través del liderazgo conferido impone sobre la comunidad el silencio, dañando a las víctimas para mantener la institución y su imagen idealizada. Ese negar y silenciar son las únicas maneras que suelen encontrar no solo las jerarquías sino también muchos de la comunidad de creyentes para recomponer esa autoestima colectiva, esa honestidad de la que carecen. Entonces se forman dos bloques irreconciliables: los que creen y los que no creen a ultranza por más que les muestren la foto. Por eso, yo digo, formemos el tercer bloque, el de las víctimas y los sobrevivientes. Lo más común es que la víctima lo calle, que la familia no le crea. Dejar de negar es empezar el proceso para convertirse en sobreviviente.
¿Por qué crees la persistencia de la Iglesia en negar lo sistemático de los abusos?
-Entiendo que en toda organización hay una resistencia importante cuando alguien la enfrenta con estas verdades en la cara. Te sentís ofendido, son temas con los que no sabés cómo lidiar. Lo más simple y cobarde es negarlo, decir que se trata de una conspiración. Recomiendo No se lo digas a nadie, un documental polaco sobre el abuso sexual de la Iglesia católica en Polonia. Hay un momento en que los obispos declaran que todo es mentira y lo plantean como una conspiración contra la ICAR. Supongamos que fuera una conspiración, ¿no debería investigarse igual desde el punto de vista organizacional? Te piden encubrir por un concepto erróneo de imagen institucional, y lo que más les ha preocupado no son las víctimas, son las arcas y los millones que han costado y seguirán costando las denuncias, porque esto sigue pasando. Como multinacional de la fe, importa más mantener los recursos laborales cada vez más escasos, el prestigio de la institución y de algunas personas que la representan que las víctimas y sobrevivientes.
Sodoma, la investigación del mundo del Vaticano del sociólogo Frédéric Martel, está muy citada en tu libro. ¿Coincidís con su hipótesis de que el secreto y la represión de toda sexualidad hace que se silencien también los abusos sexuales?
-El libro de Martel me sirvió mucho. Él le daba un marco más de investigación y yo narraba una experiencia personal. En efecto, el silencio funciona como amenaza. Yo tuve contacto y sexo con cardenales y obispos y sé que algún abusador les llegó a decir "si vos me jodés con esto, yo tengo pruebas que vos sos homosexual". Tiene que ver con una institución que silencia y niega todo tipo de sexualidad. En definitiva, si se puede reconocer un vínculo entre abuso y la homosexualidad en el seno de la institución, es éste. Toda esa maraña de silencios, protecciones e influencias que hay dentro de la iglesia y que oculta todos los vínculos amorosos y sexuales colaboran y permiten el manto de silencio sobre los abusos y también sobre la pedofilia. Porque tenemos doble vida, porque se calla, porque hay relaciones de poder y de chantaje. Yo me callo y todos lo hacemos. Nadie “levanta la perdiz” porque no sabemos dónde puede terminar el escándalo.
Actualmente sos concejal en un distrito de Montevideo. ¿Te definís como un activista gay? ¿Proponés políticas específicas al respecto?
-Sí. Mi incursión en la política es parte de mi intento por hacer cosas por los demás, por mantener mi vocación de servicio que me viene del sacerdocio. La cantidad de gente que me contacta después de lo del libro es impresionante. Es una cuestión aparte el hecho de ser un niño varón y violado en una sociedad patriarcal y machista, los efectos que produce sobre la subjetividad, las relaciones y la intimidad. La idea es crear una fundación para poder acompañar el proceso de víctimas a sobreviviente. Sea por abusos de curas, entrenadores deportivos, tíos o por quien sea.