Una hoja de árbol voladora se prende fuego en el aire. Estoy como si un animal de pelo largo se hubiese tirado a dormir la siesta en mi espalda. Los párpados hierven de ambos lados, la caricia pegajosa de una rama me fastidia, mientras cruje la tierra seca y las moscas me merodean. La veo, es un dragón entrando y saliendo de un tanque australiano. Lava en tierra pampeana. Salpica con tres gotas que no me llegan. Tiene poco pelo pero todo blanco, abraza el borde de metal que le queda a la altura de las axilas. Tiene la piel escamada por el sol y por el cardo mariano. Así se llamaba su marido hace 15 años, uno que tomaba cerveza en un bar de La Floresta mientras la dragona y yo nos encontrabámos en el rancho que ella me había alquilado un enero con el aire a menos grados que este.
Me visitaba después del mediodía, nos zambullíamos en el río y cogíamos. Yo tenía 20 y ella 40. La esperaba fumando porro, cuando llegaba se desnudaba y me pedía que le hiciera un trago sentada en culo sobre el muelle. Yo ya tenía todo más o menos preparado. Le dejaba la bebida con hielo apoyada sobre las maderas enclenque, me abría de piernas, le ponía una a un costado y la otra al otro. Me frotaba con su espalda y después de un rato, me sacaba la bombacha y la remera. No parábamos hasta la caída del sol cuando ella volvía a la casa que alquilaba con Mariano.
Después de ese verano no nos volvimos a ver hasta esta tarde de 42 grados en donde nada en círculos, tal vez no quiera salir y yo no me quiera meter. No sé de quién es amiga ella. No la vi llegar y nadie nos presentó. Tirada en la lona la espero como lo hacía en el muelle, a que me reconozca. Sale del tanque y se ríe de un chiste que le hacen sobre el calor. No se nos ocurre otra cosa de que hablar que de las insoportables altas temperaturas.
Se levanta la criatura peluda que duerme la siesta en mi espalda y después me levanto yo, que voy directo a meterme en el agua. Al pasar nos presentan, nos saludamos con un beso tacaño y nos desconocemos en el reencuentro inesperado. Está vieja, tiene la voz más ronca y se le achicaron las tetas. La miro mientras saco y meto la cabeza en el agua donde ella estuvo hace un rato, donde quienes comparten estos días apocalípticos estuvieron limpiando transpiración y calentura. ¿Habrá ella dejado un poco de excitación en el tanque como un mensaje para mi en homenaje a esas tablas del muelle que nos dejaban la piel marcada? Mi amiga me habla de la cena, de las carpas y del fogón. Yo le digo que el calor no me deja hacer nada. Que tengo todas las neuronas hinchadas y que no puedo pensar. Pero es mentira, la que tengo hinchada es la concha, y lo que también tengo es un temor indecible a que se haya olvidado de mí.
La pierdo de vista durante toda la tarde, no comento con nadie que nos conocemos, me da vergüenza decir que me pagaba hasta los cigarrillos porque yo no tenía donde caerme muerta.
Llega a la hora de cenar con una musculosa que le marca la panza y un pañuelo anudado a la cintura, se sienta, apoya el teléfono en la mesa en donde somos 10. Al lado suyo hay un lugar vacío. ¿Será para Mariano? ¿habrá muerto Mariano?
Vuelven al tanque y yo me voy a esperar a que venga a mi carpa pero me quedo dormida boca abajo. Me despierto con ella encima que me baja la malla con rabia, despellejando a una presa estaba la dragona. Recién salida del estanque, empapada y bien fresca se mueve encima, no quiere que me de vuelta. Me abre la cola con las dos manos y saca la lengua que está fresca como el resto del cuerpo. La escucho toda excitada montada haciendo de la doma su mejor artificio. Después de un rato me acaricia entre sueños y me dice que hace unos años compró el rancho de La Floresta, tuvo que remodelarlo porque se caía a pedazos pero que el muelle sigue intacto.
Amanezco con el olor a tierra mojada, de una mañana oscura de brisa fresca. Ella no está ni en la carpa, ni en el desayuno ni en el tanque. Yo salgo envuelta en la bolsa de dormir muerta de frío y me tomo un café con el resto que no dejan de comentar lo fuerte que había sido la tormenta de la noche.