Son las doce del mediodía. El ventilador se detuvo. Apago y enciendo. Se cortó la luz, dice mi hijo menor. No puede ser tan grave, en unas horas vuelve, pienso, aunque anuncian por delante las horas de calor más extremo en décadas. Me gusta el verano. Siento que nada malo puede suceder en los días de luz violenta de estos tres meses. Es un mito probablemente, pero sigue funcionando para mí aun ante hechos contrastables que lo refuten.

En el verano hay cierta bonhomía que lo tiñe todo. Sabemos que el año en serio empieza en marzo. Que por el momento, como dice Ray Bradbury en su novela El vino del estío, el aliento del mundo es largo, tibio y lento. Al comienzo del verano me siento como Douglas Spaukling, el chico de doce años protagonista de esa novela, llena de entusiasmo y expectativas. “¡Estoy realmente vivo! --se dice Douglas en un momento--. Nunca lo supe y si lo supe no recuerdo”. En el verano crecemos. Cualquiera que vaya a una escuela el primer día de clases lo puede comprobar. Crecemos en todo sentido.

De los seis a los dieciséis años, el historiador francés Ivan Jablonka pasó sus vacaciones en “autocaravana” en una combi Volkswagen con la que recorrió con su familia Estados Unidos y la cuenca mediterránea. En su recuerdo esos veranos están bañados de sol, mar, naturaleza. “Es el momento de mi infancia en el que fui más feliz”, dice. De chica también tuve vacaciones en casilla rodante. En esa época no entendíamos el gusto de los grandes por viajar durante horas para encontrar un paisaje, por más hermoso que fuera. Preferíamos jugar a las cartas antes que disfrutar del Cerro de siete colores o el Cañón del Atuel, algo que enfurecía a nuestros padres. Al otro lado del mundo pasaba lo mismo. Acá como allá, había también una obligación de disfrutar. Debíamos ser felices porque había otros que no podían o no habían podido viajar o no tenían lo que nosotros. El recuerdo de infancia de nuestros padres, más dura que la nuestra, era el parámetro. Pero no se nos pedía cualquier forma de felicidad: ese estado solo podía alcanzarse al aire libre, practicando deportes, al sol y al viento, andando, aprendiendo siempre algo nuevo que involucrara al cuerpo. Jablonka cuenta que su padre les gritaba “¡Sean felices!” y me hace pensar en la dificultad de los adultos para serlo y la exigencia a los hijos para que completen esa falta.

Como sea, el imperativo de la felicidad de los días soleados me acompaña. Me meto a la pelopincho y estoy fresca para enfrentar que venga. Ya hablé en estas páginas del placer del agua y de andar por la casa con la malla y la cabeza frías.

El verano es el tiempo sin horarios, en el que hacemos lo que no pudimos hacer durante el año que pasó; leemos, perdemos el tiempo. Todo eso hacemos ahora que llevamos tres horas sin luz. Los celulares tienen poca batería y no hay distracción digital posible.

Cuando nos cansamos jugamos al Chichón y empiezan las gastadas. Mi hijo menor reproduce los dichos familiares (“Con comodín cualquier boludo juega”) y empiezan las peleas:

--El que gana da --le digo, entregándole el mazo.

--¿Y esa regla cuando la pusiste?

Ahora el problema que tenemos es si juntamos o no “negras” y cuánto aguantamos con los reyes en la mano esperando hacer juego. Hay quienes odian las negras, a mí me gustan. Me parece que sus juegos valen más que los de cartas de números chicos, que no implican ningún riesgo. Pierdo dos veces.

Miro las hojas de la Santa Rita que está en la vereda, tan quietas que parecen de plástico. A las seis de la tarde me empiezo a preocupar. Mi hijo menor tiene covid --probablemente yo también-- y no podemos refugiarnos en un bar, el cine o la casa de alguien. Los protocolos para cuidarnos hace rato se fueron al carajo.

Al caer la tarde, cierto pánico ¿tengo velas? Tendría que comprar una luz de emergencia, me digo, cosa que nunca hago. Me avisan que la luz viene en cinco horas. ¡Cinco horas! A las doce de la noche. ¿Qué vamos a hacer todo este tiempo? Recibo un mensaje de la empresa de alarmas: corte de luz. Revise suministro por avería o intento delictivo. Cierto, lo de Edesur se parece bastante a un intento delictivo.

Cuando baja el sol, salimos al parque para refrescarnos y en la calle sentimos que alguien manipula un lanzallamas gigantesco sobre la ciudad. La perra nos acompaña jadeante y buscando bebederos por todos lados. Recorremos muy despacio las cinco cuadras en ese desierto de cemento. Y al llegar al parque, el mismo ardor. Nos tiramos en el pasto buscando la frescura de la tierra como hace nuestra gata, que se acuesta a lo largo en la maceta donde sobreviven apenas los puerros que planté el año pasado. En el verano nos volvemos un poco animales, dejándonos llevar por nuestro instinto para buscar la sombra adecuada o la comida más fresca. Andamos en patas. Reptamos de la pileta al sillón y del piso a la reposera siguiendo los ritmos del cuerpo.

En el parque la gente hace las cosas más insólitas a pesar de la temperatura: se entrena fuerte, por ejemplo. Nosotros nos quedamos quietos. Apenas respiramos. Al rato volvemos, agotados y malhumorados. Mientras caminamos, un ritmo de cacerolas golpeando nos acompaña. Mi hijo pregunta por qué no van a protestar a Edesur. Le digo que es una manera de expresar el enojo y me pregunto si queda algún edificio al que reclamar en estos tiempos de oficinas virtuales y bots.

--Mirá si cuando llegamos volvió --dice.

--No te ilusiones --le digo-. Mejor pensar que no vuelve hasta las doce y si viene antes mejor.

A veces hay que usar la política del desaliento. En la novela de Bradbury, Leo Auffmann construye una máquina de la felicidad para que la gente se sienta contenta y afortunada. Mientras intenta lograr el prototipo, trabaja las veinticuatro horas, no ve a sus hijos, no pasa tiempo con su esposa y la casa es un caos. Su esposa le dice que la máquina es una estupidez porque crea deseos que después no se pueden satisfacer. “Seamos francos, Leo ¿Cuánto tiempo puedes mirar una puesta de sol?”, dice. Lo que se supone que debe darnos felicidad, siempre es un estereotipo.

Son las nueve de la noche. Nos metemos otra vez en la pileta. El cielo nuboso nos regala un tiempo extra de claridad en la terraza. Nos tiramos en la reposera. En el verano miramos el cielo. Nunca pasé de identificar Las tres Marías y La Cruz del Sur y todavía tengo unas ganas locas de atrapar una estrella fugaz con la mirada.

--Mirá como titila esa estrella --digo.

--Debe ser un avión --dice mi hijo, indiferente.

Quiero creer que no es un avión, que es una estrella que late al ritmo de algo grande, mucho más grande que nosotros.

Y de repente, dos horas antes de lo previsto, vuelve la luz. Como en todos los acontecimientos anhelados, estamos un rato repasando los detalles, lo que sentimos cuando escuchamos el ruidito del aparato de música que nos hizo darnos cuenta o cuando vimos el resplandor que vino de la calle. La felicidad nos dura aún mientras mi hijo juega on line con sus amigos y yo miro una serie. Pronto nos olvidaremos de lo padecido y el mito del verano seguirá intacto.