Rocío tiene veintipocos. Su abuela acaba de morir y la familia le da las llaves de su casa. Pero se termina 2001 y Rocío no tiene muy claro para dónde va su camino. Ni con la facultad, ni con su trabajo ni con sus amigos. Tampoco con su familia, especialmente con su finada abuela. A su alrededor, todo se desmorona. Las fábricas cierran, sus obreros las recuperan o sus dueños las prenden fuego para cobrar el seguro. La historia resulta familiar. Incluso hay quienes se identificarán punto por punto. Por eso no sorprende cuando Sole Otero cuenta que concibió Naftalina como un “mash-up” de experiencias de sus vecinos y su familia. “Es más un collage de anécdotas a las que le di forma para que el relato arme un todo coherente y cuente algo consistente”, explica la historietista argentina radicada en Angouleme, Francia. Con Naftalina Otero ganó el prestigioso premio FNAC-Salamandra y si su nombre ya pesaba aquí y en Europa, el galardón la consagró como una de las voces más relevantes de su generación.
-¿Cómo recordás ese período de 2001?
-En esos días tenía 16 años, si no me falla la cuenta. Estaba en segundo año del polimodal. Recuerdo la sensación extraña de no entender bien qué pasaba, que era algo que pertenecía al mundo de los adultos porque yo aún no trabajaba. Recuerdo el conurbano diciendo “no hay que salir a la calle”. El estado de sitio. De más grande, entendí la magnitud de esos días en particular, porque lo de lo que iba pasando medio que ya lo iba entendiendo desde mi visión de adolescente en cualquier cosa. Yo crecí en ese mundo. No tenía punto de comparación, para mí ver las fábricas quemarse, que una fábrica había cerrado, o sus empleados la habían recuperado, ver el barrio completamente vacío, era lo normal. Crecí viendo cómo se iba desmoronando, jamás lo vi en su momento de apogeo.
-¿Por qué te interesaba meterlo de fondo del relato?
-Porque tenía ganas de hablar de algo que me había quedado fuera de otros libros, que es la resolución de cierto narcisismo, algo que se lograr al abrirse a escuchar los problemas de la comunidad, los amigos, el entorno. Para mí era importante hablar sobre el involucrarse en problemas ajenos... a veces casi como solución de los problemas de uno. La historia de esta familia habla mucho de algo muy endogámico, muy agorafóbico, encerrado en ese espacio de la casa. También la familia de la historia venía de un país en crisis y había un círculo que cerraba sobre sí mismo, para el linaje femenino, al menos.
-Hay una cosa sobre hacerse cargo y dejar de lado cierto resentimiento. La abuela de la protagonista acumula broncas y se termina ahogando.
-“Se termina ahogando” es buena metáfora. Esta nieta ve lo que le pasó y no quiere repetir eso. Ve las razones que hicieron resentida a su abuela y ve que ella va hacia el mismo lugar al no plantarse ante sus padres, al enroscarse en peleas absurdas con las amigas. Se ve en ese patrón y quiere cambiar eso. Es una liberación también a la abuela, como si a través de ella la abuela quedara libre de ese peso.
-Rocío tiene la crisis de los 20 y pocos.
-Sí.
-¿Cómo recordás la tuya?
-Mi crisis fue más adelante, más relacionada a la facultad, o a no hallarme con la ilustración infantil. Rocío lo tiene muy relacionado con los padres. Mis viejos nunca entendieron lo que yo hacía, pero nunca tuvieron problema con que hiciera lo que me parecía.
-En tus tres libros recientes (Poncho fue, Intensa, Naftalina) están presentes temas que labura el feminismo de hoy: la violencia, el deseo, el goce, la responsabilidad afectiva, el acceso a posibilidades...
-Sí, que ese es más un tema de otras olas del feminismo, pero la abuela vive en otro tiempo. Aunque sigue siendo un problema y también es un problema de clase. Mi clase social tiene más privilegios y posibilidades que otras. También tiene que ver con ciertos aspectos culturales, la religión, cambian cosas según contextos y subgrupos.
-Lo llamativo es que no se te asocia o se te presenta como una autora feminista, pero todos esos temas centrales para el movimiento están ahí.
-Trato los temas porque soy mujer, pero no soy una militante feminista, sí intento que mis libros cuestionen aspectos de la vida y del patriarcado, pero una militante feminista pone el cuerpo mucho más que yo. Soy feminista ideológicamente como soy ideológicamente socialista, pero no milito. No es un título que me corresponda.
-En lo gráfico, algo que distingue Naftalina de los anteriores es un trazo más suelto, con más síntesis.
-La síntesis es un paso lógico de estar dibujado en digital. En digital el trazo es más simple y limpio porque la línea del iPad termina siendo más prolija. No sé si es más suelto, pero puede ser. Me siento más cómoda dibujando. Capaz es eso. Sí sé que cambié las proporciones de los personajes desde Poncho fue para acá. En Poncho hay mucha influencia de mi trabajo como ilustradora infantil, con la estética de muñequito cabezón y siento que necesitaba estilizar estas figuras y encontré estos cuerpos grandotes con cabezas chiquitas.
-¿Cuál es la influencia en este libro, si en los otros está lo infantil?
-Un montón, porque es un corriente bastante extendida en Francia. Allá hay mil que dibujan cuerpos grandes con cabeza chica. Muchos de les dibujantes que me gustan van a esta estética que tiene que ver con cambiar la percepción del cuerpo del cómic de antes, que se veía desde el male-gaze, que es lo típico de Manara, del manga o el superhéroes, la silueta perfecta de la mujer hegemónica. Ahora hay una contratendencia a dibujar cuerpos grandes, peludos, donde no se note el género tan fácilmente. Y me terminé contagiando de eso.
Naftalina, así, funciona como un doble espejo. Por un lado, refleja el momento y ánimo de la generación que con veintipocos se veía ante el abismo del estallido social de 2001, con pocas perspectivas para su futuro. Y también, ya desde una mirada más formal, refleja a una artista con una madurez autoral notable, que construye relatos de gran espesor simbólico y narrativo. Y que, lejos del aroma a quietud de ropero que sugiere su título, propone una novela gráfica vibrante y llena de vida.