Luego de filmar en 1982 el crudelísimo “Testigos en cadena” (un cortometraje sobre una desaparición de un fotógrafo), el geselino Fernando Spiner, de entonces 24 años, decide instalarse en Roma para estudiar Dirección de Cine y Televisión en Cineccitá. El legendario complejo había sido creado a instancias de Mussolini, aunque tras su muerte se revalorizó aún más como la “Hollywood del Tíber”. Durante aquella estadía, su contacto con lo que pasaba en Argentina era únicamente a través de cartas.
Spiner hace lo suyo en Italia y regresa a Buenos Aires a mediados de los ‘80, década que alumbraba varias trincheras de encuentro en la noche porteña. Palladium, una de ellas: ahí grabó la película Ciudad de pobres corazones, con el protagónico de Fito Páez y el cameo casi imperceptible de Luca Prodan (una “constante” en su flirteo con las filmaciones: en la serie Anno Domenica, donde también participa su hermano Andrea, solo aparece una vez, aunque de espaldas).
En Gesell, Spiner se había encandilado con Led Zeppelin, Yes, Arco Iris. Y una debilidad: Luis Alberto Spinetta. El cineasta conoció a Páez el mismo año que el músico rosarino estaba grabando “La la la” con el Flaco: 1986. Ya estaba instalado en Buenos Aires e intentó acercarse algunas veces, sin éxito.
Hasta que apareció una idea que le dio más entidad a la propuesta: un corto ambientado en Villa Gesell. En su avenida principal, a la altura de un concurrido local de videojuegos. Aunque sin gente, en un estado de absoluta soledad. Sólo un tipo que intenta en vano darle marcha a un auto ante dos personajes casi espectrales. Como el propio protagonista, que no queda claro si se llega o se va, si está quedándose o yéndose.
El joven cineasta arma un guión y se lo acerca a Spinetta. El austero reparto se completaba con Sofía Viruvoff y Claudio Ginepro, un niño geselino que Spiner había descubierto en la calle sin imaginar el devenir de ese apellido en las crónicas policiales del futuro.
Luis Alberto —que nunca había hecho ficción más que en algún video de Pescado Rabioso— respondió a la propuesta con dos cosas y una condición: aceptaba actuar y, además, pedía hacer la banda sonora, ambas siempre y cuando no le pagaran. Lo hacía de total onda.
El trato acababa de cerrares.
La película se llamaría Balada para un Kaiser Carabela.
En mayo de 1987 —casi al fin de un otoño que ya helaba como el invierno— Spinetta viajó en micro junto a Fernando Spiner y el modesto equipo técnico para entregarse a diez días de rodaje en dos locaciones de Gesell: la avenida 3 y unas amplias playas al norte del partido. La disciplina de trabajo fue respetada por todos (en la Villa, Spiner completó con locales un plantel de quince personas). Aunque los que venían de afuera tuvieron que mudarse de Hotel Bamba, en 108 casi 3, al Colón, en 1 y 104: “Nos echaron por el bardo que hacíamos”, reconoce el director.
Más allá de las breves escenas en esa zona de médanos vírgenes, el corto transcurre mayormente en la extinta casa de videojuegos Enjoy (recordada por el imponente cohete de su marquesina) y sus adyacencias, lo cuál ameritó cerrar la avenida 3 entre los paseos 104 y 105 durante todo el tiempo de rodaje, ya que el local estaba ubicado en pleno centro comercial y era necesario cortar el tránsito para la filmación.
Spinetta personificó a Finney, a quien describió como “un tipo de 55 años, solitario, sórdido y silencioso que habita una ciudad desierta”. Reconoció haber disfrutado de la experiencia, a pesar del miedo inicial: “El papel exigía que el personaje casi no se moviera, lo cual contrasta enormemente con mi personalidad electrónica. Se trataba de no-miradas y no-movimientos. Todo lo contrario a mí, que soy movedizo, me rasco la nariz, me tiro del pelo”.
“La historia habla de un hombre sólo que vive en un pueblo desolado. Que alguna vez tuvo su apogeo, pero ahora está abandonado”, explicó Spiner a este diario. “Una especie de Las Vegas en el medio del desierto, lleno de máquinas de fippers y luces, pero solamente habitado por este tipo. Al pueblo llegan una chica y un nenito que dicen estar apurados por irse a otro lugar. Él les propone pasar la noche ahí y ellos aceptan. Cree tenerlos de algún lado. Pero cuando están juntos, ninguno de los tres hace nada. Simplemente están ahí, como andamos nosotros por la vida, sin lograr comunicarnos. Hasta que, finalmente, la mujer y el nenito se van. Y luego vuelven a aparecer… y vuelven a decir que están apurados y van más lejos, y a él les parece recordarlos, pero ellos no están seguros”.
Toda esa historia surreal está acompañada por la incidencia sonora de Spinetta, que él mismo compuso y grabó con dinero de su bolsillo. “El Flaco unió sintetizadores último modelo con los sonidos de las máquinas de fichines e incursionó en el ‘ruidismo’ para generar un clima denso”, definió Fernando Spiner. “Apenas hay una melodía que tararea entre unas vocales, y las loopea. Logró una melancolía que no entendés muy bien por qué, pero que te punza como un dardo en el alma. La soledad, la tristeza, la desolación, el neón, las luces de colores, el ruido y la nada. Una cosa muy poética, jugada, radical. Por lo tanto, hay quiénes pueden salir llorando. O decir que es una porquería”.
El cortometraje —como era de esperarse en ese formato poco comercial— solo tuvo una exhibición en Argentina. Aunque alcanzó gran resonancia en Europa tras ser comprada por Canal Plus de Francia, donde se hizo merecedora de algunos reconocimientos.
Solo el crecimiento de las carreras de Spiner y Spinetta la volvieron una obra de culto. Así, fue remasterizada y circula a libre disposición con un formato a su altura. Para el Flaco, lo que se ve es “un film medio, sin final ni comienzo, transcurriendo en un tiempo que no existió ni existirá”.