El 8 de diciembre de 1914, la escuadra alemana que el 1 º de noviembre había derrotado a cuatro barcos ingleses frente a la costa de Chile se midió otra vez a los británicos. Fue en el Atlántico Sur, en las costas de un enclave colonial inglés: las islas Malvinas. Los cruceros acorazados Scharnhorst y Gneisenau, acompañados por los cruceros ligeros Dresden, Leipzig y Núremberg, se enfrentaron a ocho buques de guerra. La superioridad se notó. Solamente el Dresden pudo escapar. Los alemanes perdieron más de 1800 hombres, contra apenas diez bajas de los ingleses. Una familia de la nobleza alemana recibió la noticia de la muerte de tres de sus integrantes, el padre, que comandaba la flota, y dos hijos. El comandante pereció a bordo del Scharnhorst. Los hijos murieron en los hundimientos del Gneisenau y el Núremberg. Un cuarto de siglo más tarde, al comenzar otra guerra mundial, un barco alemán protagonizaría un combate en el estuario del Río de la Plata. Iba a ser el primer combate naval de la Segunda Guerra y el único de la contienda en el Atlántico Sur. El barco honraba en su nombre al conde que lideró la flota en la batalla de las Malvinas: Maximilian von Spee.
El "acorazado de bolsillo"
El Admiral Graf Spee fue botado el 30 de junio de 1934, cuando la dictadura de Adolf Hitler ya llevaba un año y medio. Producto del Tratado de Versalles, que impuso severas penas a la Alemania derrotada en 1918, la carrera armamentista estaba vedada, con lo que los barcos no podían superar las 10 mil toneladas de desplazamiento. El Graf Spee pertenecía a la Clase Deutschland, con la que los ingenieros navales innovaron en el diseño para ahorrar peso. Se los conoció como “acorazados de bolsillo”. Recién se incorporó a la flota en enero de 1936, dos meses antes de la remilitarización de Renania, el hecho que destrozó el Tratado de Versalles y dio rienda suelta al rearme alemán.
Entre 1936 y 1937 patrulló las costas del Mediterráneo, durante la Guerra Civil Española. Interrumpió su misión para participar de los actos de coronación de Jorge VI en Gran Bretaña, dos años y medio antes de su combate contra la flota inglesa.
En noviembre de 1938, Hans Langsdorff fue puesto al mando del Graf Spee. Era un oficial promovido a capitán, que había sido parte del grupo de oficiales enviados por el Tercer Reich a España en apoyo de Francisco Franco. Tenía 44 años.
En agosto de 1939, el buque zarpó con rumbo al Atlántico Sur, con 44 oficiales y 1050 soldados a bordo. Su misión: hundir barcos comerciales enemigos si la guerra estallaba.
Alemania invadió Polonia el 1º de septiembre. Francia y Gran Bretaña le declararon la guerra a Hitler. Tres semanas después se formalizó la orden: el Graf Spee podía abrir fuego contra cualquier buque inglés.
Así fue como comenzó la peripecia del buque al sur del Ecuador. En esas semanas hundió nueve barcos mercantes ingleses, por un total de 50 mil toneladas. No hubo muertos: el Graf Spee capturó siempre primero a los tripulantes y Langsdorff se encargó de acercarlos a tierra a través del Altmark, el barco de abastecimiento del Graf Spee. En los primeros días de diciembre, dos de esos barcos, el Doric Star y el Tairoa, consiguieron transmitir su posición por radio, con lo que el almirantazgo británico tuvo idea de dónde estaba el buque que torpedeaba a la marina mercante.
Allí entró en escena el comodoro británico Henry Harwood, apostado en las Malvinas, y a quien se le ordenó buscar al Gran Spee. Langsdorff ya sabía que entre las Malvinas, la costa atlántica desde el Río de la Plata hasta Río de Janeiro, y Sudáfrica, había al menos quince buques de guerra de la corona británica. Entre ellos, los tres navíos a los que se enfrentaría en la entrada al río más ancho del mundo: el Ajax, el Aquiles y el Exeter.
La batalla frente a Uruguay
Langsdorff decidió navegar hacia el estuario del Río de la Plata: sabía que los ingleses tenían su posición y supuso que no se encontraría en ese punto con barcos enemigos. Harwood se jugó a que el Gran Spee iría hacia allí. Mientras, los alemanes hacían su noveno y último hundimiento, el 7 de diciembre: el Streonshalh, que había zarpado desde Buenos Aires con destino a Londres y llevaba cinco toneladas de granos.
Para el 12 de diciembre, Langsdorff había decidido que si en 24 horas no encontraba otro buque mercante inglés, rumbearía hacia el golfo de Guinea, en África. Pasadas las 5:30 de la mañana del 13 de diciembre, un vigía del Graf Spee avistó al crucero pesado Exeter. El capitán ordenó dirigirse hacia el barco enemigo. Pocos minutos después, el puesto de mando del Graf Spee detectó la presencia de otros dos barcos, que Langsdorff pensó que eran escoltas apenas limitados a proteger al Exeter. A los pocos minutos comprendió su error: no eran buques de apoyo, sino dos cruceros livianos, el Aquiles y el Ajax.
Harwood fue informado por radio del avistaje del Graf Spee y ordenó al Exeter que avanzara hacia el buque enemigo. A las 6:17, Langsdorff ordenó disparar y los cañones del Graf Spee dieron inicio a uno de los combates navales más célebres del siglo XX. El Exeter sintió la precisión de la tecnología alemana, con la destrucción de dos aviones y los reflectores, más varios muertos sobre estribor. El capitán Bell, al mando del barco inglés, respondió con ocho salvas, pero su suerte estaba echada. El Graf Spee le destrozó la torre y la timonera quedó bloqueada.
Herido en las piernas, Bell ordenó disparar torpedos, que el acorazado alemán pudo esquivar. Sin embargo, el Ajax y el Aquiles lograron apuntar con éxito contra el Graf Spee. De hecho, una esquirla hirió a Langsdorff en el puesto de mando. Pasadas las 6:30, Harwood ordenó atacar con el avión que llevaba el Ajax. Ahí se produjo el momento clave de la batalla: un Langsdorff herido ordenó lanzar una cortina de humo para cubrir al navío, que empezó a moverse en zigzag. Parecía una argucia desesperada para ganar tiempo cuando la opción más lógica hubiera sido hundir al debilitado Exeter.
Minutos más tarde, el capitán alemán decidió enfrentar a los otros dos barcos adversarios. Mandó apuntar contra el Ajax mientras el Exeter disparaba con el único cañón que le quedaba. El Ajax quedó averiado y Harwood ordenó el repliegue. Desde el punto de vista militar era una victoria alemana. Si Harwood hubiera insistido en atacar, el Exeter y el Ajax se habrían ido a pique. Sin embargo, había logrado su cometido: el Graf Spee estaba dañado y a merced de los ingleses, que tenían su posición. La batalla había durado tres horas y media.
El Graf Spee, refugiado en el puerto de Montevideo
El acorazado puso proa rumbo al Río de la Plata. Harwood ordenó al Exeter volver a las Malvinas, al tiempo que desde las islas zarpaba el Cumberland. Los ingleses no lo sabían pero, amén de las pérdidas humanas (36 muertos y 60 heridos), los daños causados al Graf Spee eran considerables. La cocina había quedado inutilizada. Tampoco se podía destilar agua y había un boquete en el casco. El capitán consideró que la mejor opción era entrar a Montevideo, reparar el barco y salir al Atlántico. Además de la tripulación, en la bodega llevaba a los 27 tripulantes del Streonshalh. Los tres barcos ingleses sufrieron 72 bajas.
A unos veinte kilómetros de distancia, el Ajax y el Aquiles continuaron con su hostigamiento. Por la tarde, y a la altura de Punta del Este, los alemanes dispararon salvas contra el Ajax, que respondió. Cerca de Piriápolis hubo fuego contra el Aquiles, para mantenerlo a distancia. Los últimos estertores fueron cerca de las diez de la noche frente a Playa Atlántica, a 45 kilómetros de Montevideo. Los fogonazos se vieron desde la capital uruguaya. Fue lo más cerca que un combate de la Segunda Guerra Mundial estuvo de esta parte del mundo. Una hora más tarde, el Graf Spee arribó al puerto montevideano.
La diplomacia entra en escena
Si la guerra es la continuación de la política por otros medios, al decir de Carl von Clausewitz, ahora se iban a invertir los términos. La política, a través de la diplomacia, sería la continuación de la batalla. La embajada alemana informó a Langsdorff que Uruguay no sería neutral y sugirió abandonar el puerto en no más de 48 horas. Para el capitán era poco tiempo frente a los daños causados.
En horas de la mañana descendieron del barco los prisioneros, mientras la propia tripulación empezaba las labores de reparación. Langsdorff especuló con la posible llegada de submarinos alemanes al estuario del Río de la Plata. Si Harwood había sido su rival en alta mar, ahora se las tendría que ver con Eugen Millington-Drake, el embajador de Su Majestad en la República Oriental del Uruguay y con sólidos contactos en el gobierno de Alfredo Baldomir.
La presión británica hizo que el único astillero del puerto no prestara ayuda a Langsdorff. El embajador germano le había pedido que se fuera en dos días, y los daños exigían no menos de dos semanas de reparaciones. El capitán informó a la embajada, que avisó a la cancillería uruguaya, a cargo de Alberto Guani, un buen amigo de Millington-Drake. Guani anunció que el gobierno uruguayo debía revisar las averías para saber si podía permitirle al Graf Spee que se quedara catorce días.
Langsdorff aceptó a regañadientes, dado que los ingleses podían obtener así información de primera mano sobre el estado del barco. Hubo evasivas por parte de los inspectores ante la consulta de los oficiales alemanes. Por la tarde, el capitán y el embajador visitaron al canciller, que acababa de reunirse con Millington-Drake. Guani desdeñó los daños del barco y dijo que había un parte de Berlín que hablaba de “impactos menores”.
La decisión del capitán de zarpar hacia Buenos Aires
Fue la gota que colmó la paciencia del capitán, que decidió dejar Montevideo y anclar en Buenos Aires. La Argentina de 1939 tenía marcadas simpatías por el Eje, sumada a la anglofobia del nacionalismo con motivo del Tratado Roca-Runciman. Mientras planteaba su posición a los oficiales del Graf Spee, el Cumberland entró al estuario del Río de la Plata.
En horas de la mañana del 15 de diciembre, es decir, en el segundo día del barco en el puerto de Montevideo, Millington-Drake solicitó de manera formal al canciller Guani que no dejara zarpar al navío. No era solamente la llegada del Cumberland lo que motivaba su pedido. El acorazado Renown y el portaaviones Ark Royal iban a arribar en el transcurso del día al estuario. Los ingleses no dudaban en forzar una segunda batalla.
La estrategia del embajador fue brillante. Ordenó zarpar a un buque mercante inglés, el Asworth, y se valió del derecho internacional, que establecía que un buque de guerra debía zarpar 24 horas después que un buque mercante enemigo amarrado en el mismo puerto.
En esas horas, en el Cementerio del Norte, eran inhumados los restos de los caídos alemanes en la batalla. Al regresar, Langsdorff fue informado del ultimátum del gobierno de Baldomir: debía abandonar el puerto antes de 72 horas. O sea, el Graf Spee averiado era enviado a enfrentarse a tres buques ingleses. Para peor, y los británicos no lo sabían: los alemanes casi no tenían municiones.
Langsdorff anunció a Berlín la intención de llegar a Buenos Aires y solicitó permiso para, en caso de no lograrlo, hundir el acorazado. También consultó si debía quedar a merced de los uruguayos. No había mucho margen frente al carácter aliadófilo del gobierno de Baldomir. El 16 de diciembre, el alto mando naval consultó a Hitler. La propuesta del almirantazgo era dejarle libertad de acción al capitán. El dictador aprobó la idea de irse de Montevideo.
La embajada alemana quemó los últimos cartuchos pidiendo una entrevista con el presidente Baldomir. El canciller Guani supeditó el pedido a que el Graf Spee se fuera en el plazo estipulado. A la misma hora, Millington-Drake denunció que un grupo de obreros alemanes había llegado al barco desde la Argentina y que por tanto se había violado la neutralidad uruguaya, con lo cual no cabía sino confinar a toda la tripulación. El embajador quería más tiempo, porque un cuarto buque inglés, el Dunster Grange, se acercaba al estuario.
Un hundimiento y un sucidio
En la madrugada del 17 de diciembre, Langsdorff reunió a sus hombres y les anunció que el barco sería detonado. Por la mañana, el buque mercante alemán Tacoma se acercó al Graf Spee. Se extendieron lonas entre ambos barcos. La embajada inglesa exigió la internación de los tripulantes del Tacoma. Mientras, la cancillería uruguaya informó a Langsdorff que podría zarpar a partir de las 18. Respondió que se iría quince minutos después de esa hora.
Así fue. Y a los pocos minutos el que zarpó fue el Tacoma, que en su interior llevaba al grueso de los tripulantes del Graf Spee. Langsdorff y sus oficiales abordaron el Tacoma en medio del río, y el barco mercante rumbeó hacia Buenos Aires. Instantes más tarde, el Graf Spee explotó. Desde el puerto de Montevideo, quienes habían ido a ver salir al Graf Spee en los prolegómenos de una segunda batalla en el Río de la Plata, contemplaron la detonación. El barco se fue a pique.
A las diez de la noche, la tripulación llegó a Buenos Aires, donde fue recibida por el embajador alemán. Los mandaron al Hotel de Inmigrantes y el gobierno de Roberto Ortiz decidió internarlos. Era un status a mitad de camino entre la cárcel y la libre circulación.
La tripulación del Graf Spee en Villa General Belgrano
La mayor parte de la tripulación del Graf Spee fue confinada en Villa General Belgrano, provincia de Córdoba. Cuando la guerra terminó, unos 800 tripulantes que estaban en la Argentina fueron deportados a Alemania, pero muchos se las arreglaron para volver por su cuenta. Para 1948, Estados Unidos regularizó la situación al establecer que estaba permitido el regreso de marinos del Graf Spee residentes en la zona de ocupación estadounidense que se hubieran casado con mujeres argentinas. El último sobreviviente que se había afincado en en el país murió en 2013, a los 93 años.
Langsdorff tomó una decisión en las primeras horas en la Argentina. El 19 de diciembre, por la noche, escribió tres cartas, en su habitación del arsenal de la Armada Argentina en Dársena Norte: al embajador alemán en Buenos Aires, a sus padres y a su esposa. “Solamente yo soy el responsable del hundimiento del acorazado Admiral Graf Spee”, dice la misiva al embajador. Agregó: “Soy feliz de poder evitar, pagando con mi vida, cualquier reproche que pudiera hacerse sobre el honor de la bandera. Iré al encuentro de mi destino con inquebrantable fe por la causa y el futuro de la Patria y de mi Führer”. Ya era la madrugada del 20 cuando desplegó sobre su cama la última bandera que ondeara en el Graf Spee. Se acostó sobre ella, vestido con su uniforme, y se pegó un tiro en la cabeza.
La Armada efectuó el velatorio allí mismo. Concurrieron autoridades nacionales y el embajador leyó un telegrama de Hitler. El cortejo fúnebre recorrió la ciudad hasta el Cementerio Alemán de la Chacarita. En Graf Spee: El fin del corsario, Osvaldo Bayer relata que la viuda del capitán pudo visitar la tumba en 1954. Reafirmó su deseo de que los restos de Langsdorff permanecieran en el país y pidió que se sacara la cruz esvástica que adornaba la tumba.
Los restos del Graf Spee y la batalla por el águila insignia
En 1942, una misión británica se dedicó a buscar los restos del Graf Spee. Lo hizo de manera sigilosa: a través de la fachada de una empresa de ingeniería en Uruguay, se negoció con Alemania, que autorizó la misión sin saber que en realidad pemitía a su enemigo hacer esa tarea. Londres ansiaba hallar el telémetro del acorazado, la pieza clave en la precisión de los disparos del Graf Spee en la Batalla del Río de la Plata. No lo pudieron encontrar. El ancla de popa se conserva en el puerto de Montevideo.
El telémetro fue hallado en 2004, en una misión liderada por los hermanos uruguayos Felipe y Alfredo Etchegaray. Además del telémetro encontraron un adorno: un águila de 300 kilos con una cruz esvástica entre la patas. Los Etchegaray fueron a juicio contra el estado uruguayo por los costos del rescate. Finalmente, a fines de 2021, la Justicia determinó que el gobierno del país vecino deberá vender el águila y el telémetro para pagar a los demandantes.
El punto de conflicto pasa por el águila como símbolo nazi. Los uruguayos afirman que no se venderá a admiradores del Tercer Reich para su culto; Alemania pide que vaya a un museo; y un empresario argentino, llamado Daniel Sielecky, dice que la quiere comprar para hacerla "volar en mil pedazos".