Seguramente nadie esté trabajando más por el advenimiento de la Tercera República que Iñaki Urdangarin, si exceptuamos al rey Juan Carlos. Lo de trabajar, ya me entienden, es una metáfora. Al igual que en el famoso cuento del traje nuevo del emperador, en el que el emperador iba en pelotas y nadie se atrevía siquiera a pensarlo, las monarquías se mantienen en pie merced a una especie de acto de fe continuo de sus súbditos, una suspensión de la incredulidad semejante a la de los lectores al leer una novela. Haz como que esto que escribes es verdad y yo haré como que me lo creo.
La incredulidad, sin embargo, empieza a naufragar desde el momento en que se traspasan ciertos límites, se mezclan géneros sin ton ni son y los personajes se ponen a desparramar como si no hubiera un autor omnisciente a los mandos. Imaginen la risión si Emma Bovary se despertara un día convertida en un monstruoso insecto o si Gregor Samsa saliera por la ventana trepando por la pared del edificio merced a sus poderes arácnidos. Otro tanto ocurriría si el rey Juan Carlos, en lugar de acudir puntualmente a los toros, liarse con rubias estupendas o participar en regatas, se hubiera dedicado todos estos años a leer en una biblioteca. En el pacto constitucional por el regreso de los borbones venía implícito, además de muchas otras cosas explícitas, el peculiar folklore del borboneo.
Ese folklore lleva aparejada la creencia de que las mujeres son muebles decorativos o ceros a la izquierda. Ahí está la reina Sofía, que lleva décadas soportando la fantasía de un matrimonio que no existe ya ni siquiera en las páginas de la prensa rosa. Ahí está la infanta Elena, que no sabe, no contesta. Ahí está la infanta Cristina, quien, en el juicio por el caso Nóos, esgrimió dos novedosas líneas de defensa que en realidad eran una sola: que estaba enamorada y que no se enteraba de nada. Las fotos de una revista en las que se ve a Urdangarin paseando con una amiga muy especial (decir "una amiga entrañable" tal vez habría resultado irrespetuoso) muestran a las claras que sus abogados sabían lo que se hacían.
El romance extramatrimonial de Urdangarin vuelve a golpear los cimientos de esa credulidad a fondo perdido en la que se sustenta la monarquía. Una cosa es que traicionara (vamos a dejarlo así) a todos los españoles desviando millones de euros a su propio bolsillo y otra cosa muy distinta es que traicione a su esposa, una licencia que parecía reservada en exclusiva al patriarca de la familia. Lo he dicho ya unas cuantas veces, pero no está de más repetirlo: no hay que confundir la realidad con la realeza. En aquella serie involuntariamente cómica de 2010, Felipe conoce a Letizia en una fiesta y le dice que va a acompañarla a casa. "Vivo en las afueras", dice ella. "Yo también", responde él. Cuando Felipe le pregunta si vive con sus padres, Letizia responde que no, que vive sola, en un piso de 80 metros que acaba de comprarse en Valdebernardo. "Tu piso entero cabría en mi dormitorio", sentencia Felipe. La Tercera República, quién iba a imaginarlo, era la de Ikea.
De Público, especial para Página/12