Desde Cannes
Primera incursión del cine argentino en Cannes, La cordillera cumple hoy miércoles con todos los rituales del festival. Al mediodía, poco antes de la proyección para la prensa, el equipo se dedicó a la sesión oficial de fotos en la terrasse del Palacio de los Festivales. Allí estuvieron --enceguecidos por un sol blanquecino y el bombardeo de los flashes de los fotógrafos-- el director Santiago Mitre y sus principales intérpretes, Ricardo Darín, Dolores Fonzi y Erica Rivas. Hacia el fin de la tarde, los cuatro desfilarán por la alfombra roja para el ingreso a la función de gala de The Beguilded, la película de Sofia Coppola que participa de la competencia oficial. Y por la noche tendrán el estreno en la sala Debussy, destinada al concurso de la sección Un certain regard, de la que participa La cordillera, donde los espera el jurado presidido por Uma Thurman.
Es curioso el caso de Darín. Reacio en general al protocolo y las apariciones públicas (en su momento no vino para acompañar el estreno aquí en Cannes de Elefante blanco, de Pablo Trapero), ahora el actor más popular del cine nacional empieza a ganar atención internacional, más allá de España, donde es casi tan conocido como en Argentina. Por caso, la revista especializada Screen International le dedicó hace unos días su nota de tapa a la incorporación de Darín a la nueva película del iraní Asghar Farhadi, que rodará en Madrid junto a Penélope Cruz y Javier Bardem. Según informó Screendaily, Darín será el marido de Cruz en el film --aún sin título-- que significará el debut en idioma español de Fahradi, dos veces ganador del Oscar por La separación y El viajante. Por lo cual, esta incursión cannoise puede llegar a abrirle a Darín nuevos territorios.
Y territorios varios –políticos, familiares, paranormales— son los que entran en conflicto en La cordillera, el tercer largometraje de Mitre y el segundo aquí en la Croisette, después de La patota, que en 2015 se llevó un par de premios en la Semana de la Crítica. Se diría que La cordillera se propone entrar al mundo de la política por la cocina, en un sentido tan metafórico como literal: es por allí que se introduce la cámara de Mitre en la primera escena de la película, cuando ingresa a primera hora de la mañana a la Casa Rosada. Ahí se arma una reunión de emergencia: el Presidente (Darín) está por asistir a una decisiva cumbre regional, que lo puede llegar a poner en el mapa, pero una sombra oscurece ese horizonte. La hija del Presidente (Fonzi) no aparece y su ex marido amenaza sotto voce al gobierno --nadie sabe bien cuáles son sus intenciones-- con denunciarlo por un millonario desvío de fondos.
Desde ese comienzo, que tiene a Darín atravesando todo tipo de turbulencias –reales y figuradas-- a bordo del avión presidencial que lo lleva a Chile, La cordillera se plantea a priori como un thriller político, donde el hombre deberá lidiar con varios frentes simultáneos. Por un lado, las vanidades de los presidentes de México y Brasil, que tienen agendas diametralmente opuestas ante la hipotética Alianza Petrolera del Sur que se discute en la cumbre. Mientras el primero se opone, privilegiando su relación con los Estados Unidos, el segundo la impulsa con vehemencia, intentando crear un polo regional sin la injerencia norteamericana. ¿Con quién se alineará el presidente Hernán Blanco, a quién algunos periodistas llaman despectivamente “el hombre invisible”?
La opacidad de Blanco está en las antípodas de la transparencia que sugiere su apellido, con el que hizo la campaña que lo llevó al poder. Nadie sabe bien qué piensa o tiene entre manos, ni siquiera su jefe de gabinete (Gerardo Romano) o su asistente personal (Rivas). La intempestiva llegada a la cumbre de la hija de Blanco vendrá a complicar aún más las cosas. Emocionalmente inestable y en plena crisis, Marina entra en una suerte de estado catatónico durante el cual alude a un pasado oscuro de su padre del cual él no quiere ni siquiera oír hablar.
Es evidente, y encomiable, la intención de Mitre (y de su coguionista Mariano Llinás) de correrse del modelo televisivo impuesto por House of Cards o West Wing. Pero a la vez la paulatina incursión de La cordillera en una frontera lindante con lo fantástico no termina de resultar orgánica con el planteo inicial de la película, como si naciera una segunda cuando todavía no terminó de desarrollarse la primera.
Visualmente, Mitre aprovecha muy bien las peligrosas curvas y recodos de las rutas cordilleranas que atraviesa una y otra vez el auto del Presidente, sugiriendo la sinuosidad del personaje, un procedimiento que parece inspirado por los grandes planos generales de Érase una vez en Anatolia (2011), de Nuri Bilge Ceylan, premiada aquí en Cannes. Y la cita a solas de Blanco con un emisario del gobierno estadounidense recordará a más de un espectador el dilema ético del protagonista de El estudiante, la opera prima del propio Mitre, ante una decisión clave. Los cuestionamientos políticos no tardarán en llover (¿es esa cumbre una relectura de la famosa del No al Alca?), pero para esos debates habrá que esperar al estreno en Argentina, el 17 de agosto. No falta tanto.