Durante los años del secundario habían escuchado y gastado los discos de Sui Generis. Vida, Confesiones de Invierno, Pequeñas Anécdotas sobre las Instituciones y el Adiós Sui Generis doble de la despedida en el Luna Park.
La escucha incluía a Los Beatles, ya separados, Deep Purple, Simon and Gardfunkel, Almendra, algo de Led Zepellin y León de los campos, el campo. El winco y el combinado.
Después vino la ida a Rosario, por la cercanía, por la aventura, cuando estudiar era una excusa. Hasta entonces sus vidas habían transcurrido sin grandes obstáculos, sin mayores contratiempos, presentían que un destino de triunfos los esperaba.
Finalmente fue con pocas ganas, se había venido la noche de la dictadura. Con dieciocho años y el pelo largo. El miedo a lo desconocido. Peor que lo imaginado.
En agosto del 76, ya instalados en la Rosario expulsiva de entonces, Horacio, que había arribado un año antes, y Adrián, el recién llegado, habían ido a ver y escuchar a Charly con su “Máquina de Hacer Pájaros” al Astengo.
Eran épocas de “Flecha Juventud” y la “Pelo” (después descubrirían “El Expreso Imaginario”). Ese año agregaron a sus lecturas a Herman Hesse (Siddhartha), Ray Bradbury (Crónicas Marcianas), Julio Cortázar (Todos los Fuegos el Fuego).
En el frío de la dictadura y con el calor de diciembre, algo los entusiasmó nuevamente: Nito, León, Crucis y Charly se presentaban en Sportivo América.
El rock argentino de esos tiempos estaba en esos reductos o en aquellos discos de vinilo, porque en la radio o en la tevé no tenían cabida.
Cuando llegaron a Sportivo América, a la tarde bien temprano, ya había una larga cola de chicas y muchachos que esperaban desde el mediodía.
Una vez adentro, pasados unos minutos, se encontraron con el estadio lleno, casi 3.000 personas según algunos conocedores.
De entrada, casi de noche, los músicos crearon un clima de fiesta inolvidable. Primero Nito y los Desconocidos de Siempre, con sus temas campestres, suaves y directos. Después León mostró el charango que lo distinguía, con el que, acompañado por una armónica, interpretó un tema con aires folklóricos. Después del “Fantasma de Canterville” subió Nito para acompañarlo en “La Colina de la Vida”. A continuación, Crucis exaltó los ánimos hasta el borde de la fiesta creando un clima de relax y alegría. En realidad, con los primeros compases, Crucis tuvo al público en el bolsillo. Ese Yes del subdesarrollo se ganó a la gente, con virtuosismo y potencia.
Finalmente apareció Carlos Alberto García Moreno, el Gran Charly, con “La Máquina” que incluía a Cutaia, Bazterrica y Moro. Después de “Cómo mata el Viento Norte”, siguieron con “Bubulina”, donde como susurrando, decía: “Cuatro notas separadas y la oscuridad total. Ya no queda tiempo de mirar atrás. Pero veo el horizonte esta mañana. Y, de pronto, todo parece estar bien”.
En algún momento, María Rosa Yorio pidió que le presentaran al Señor Tiempo y se contestó que “Se fue con vos, murió en abril. Si se lo contaste al viento yo no lo vi, yo no lo vi. Si me preguntas quién ha ocupado mis días yo no lo sé, yo no lo sé. Si me preguntas qué ha pasado entre mis manos yo no lo sé, no lo toqué. Invítame a ver tu historia, nunca diré que ya la sé. Escóndeme en tu memoria, quiero vivir, quiero sentir. Y describime los lugares donde has ido, quiero viajar, quiero seguir. Y explícame hasta dónde has llegado, quiero saber dónde morir. Quiero ver, quiero ser, quiero entrar. Quiero andar, penetrar, quiero estar. Remóntame en un barrilete, quiero volar, quiero volar. Contame un cuento de hadas, quiero soñar, quiero soñar. Y recordame si alguna vez te he mirado, quiero llorar, quiero llorar. Y abrime ahora las tres puertas de tu vida, quiero ver, quiero ser, quiero entrar”.
Adrián y Horacio estaban en una de las tribunas (la entrada era bastante más barata que la zona de la cancha de básquet donde estaban las plateas). A medida que avanzaba el recital, Adrián concentraba su mirada en una chica, acompañada por otra, que estaba unos diez metros al costado en dirección al escenario y unos tres escalones debajo. Algunas señales parecían indicar que la piba le devolvía esa mirada e imaginaba que ese tema lo cantaba ella para él.
EÉ, pelo largo, barba incipiente, anteojos, unos jeans gastados, zapatillas y una campera “Lee”, el pucho entre los labios o en los dedos.
Ella, jeans, sandalias, una remerita celeste algo verdosa y sin mangas, una carterita de soga sobre el hombro. El pelo negro, largo, un incipiente bronceado, quizás de terraza, boca grande y notoriamente sensual. Adrián no recuerda cómo eran los ojos, si el culo hermoso, levantado, perfecto, como para un cuadro, que él miraba con profunda admiración.
Al final del recital Adrián se acercó a la chica a la que venía mirando, observando moverse y bailar desde casi el principio. Se dirigieron unas pocas palabras. En el breve diálogo, ella le dijo que su nombre era Liliana, y la amiga con la que estaba era Analía. Horacio no se interesaba por ella, más aún, apuraba a su amigo para irse ya que tenía que encontrarse con Beatriz, una novia reciente. La situación se tornaba algo incómoda para Adrián, dilemática: se iba con su amigo o se quedaba un rato más con ambas chicas. Rápidamente reflexionó que eso sería más que difícil (si le costaba entrar con una, como haría estando frente a las dos). En eso, le alcanzó la entrada a Liliana para que le escribiera detrás de esta una dirección o algo para poder encontrarse. En el papel se leía “San Lorenzo 1563, Planta Alta”. Su amiga agregó el teléfono.
Eso fue un domingo. Durante un par de días, la pensó y hasta la soñó. En ese entonces escribía unos cuentitos y algunos poemitas o versitos, sobre los que no vale la pena citar ni una línea. Mientras meditaba qué hacer, llegó a la conclusión que, al comienzo, al menos, no iba a intentar leerle nada de eso. Si planeó decirle, esa noche, algo que no sabía si lo había escuchado, leído o se le ocurrió: “Tus ojos iluminan estas calles oscuras”.
El miércoles, al final de la tarde, Adrián tomó coraje y caminó hasta el domicilio indicado (le quedaba cerca). Al llegar tocó el timbre que correspondía a una casa de planta alta. Como no lo atendían, intentó otra vez, casi prendiéndose al aparato ubicado al costado de la puerta. No se animó a gritar (la época y el momento no lo aconsejaban). En el momento en que consideraba adoptar otro recurso para que alguien acudiera a su llamado, en el balcón de la planta alta apareció un tipo robusto, pelo negro y porte cuasi militar. Adrián le preguntó por Liliana. El fulano contestó: "Acá no vive ninguna Liliana". Entonces preguntó por una amiga del secundario de la que sabía que ese era su lugar de residencia. Su nombre era Carmen y el tipejo contestó parecido: "Acá tampoco vive ninguna Carmen".
Un poco acobardado se fue casi sin rumbo y anduvo varias cuadras, mientras ensayaba distintas hipótesis sobre lo que había pasado o cuál sería una estrategia exitosa. Una hora después regresó a la pensión donde se alojaba junto con Horacio.
Al día siguiente intentó con el teléfono. A través del tubo negro, le manifestó a su interlocutor que su nombre era Juan Carlos, que quería comunicarse con Liliana y la persona que lo atendió le expresó que no estaba, que se había mudado.