Una referencia posible sería Menos que cero de Breat Easton Ellis, aquella novela de drogas, abulia y sexo de un grupo de jóvenes de la alta burguesía estadounidense contados de modo directo y muy cinematográfico. También por el protagonista, desgarbado y pálido como Clay. Pero por sobre todo, por esa angustia que se esconde debajo del quiebre, del descenso a los infiernos.
“La verdad está en todos lados, solo hay que señalarla. Hasta en la oscuridad más densa aparece y dice acá estoy, pero en ese tiempo lo que menos buscaba era la verdad”. Así arranca Ya no escuchábamos la música, novela debut de Fernando Lancellotti, artista visual además de escritor. Y ese comienzo, se verá luego, es casi una declaración de principios del autor, que al modo cinematográfico, empieza la historia por el final: un velero a la deriva por el Mar Mediterráneo, sus ocupantes en las últimas, sin víveres, sin agua.
El siguiente capítulo nos transporta al barrio ultraporteño de Coghlan, donde Pablo, un adolescente común espera el 112 en la parada de Bucarelli. Son las nueve de la noche y va al cine Cosmos que estrena La ley de la calle con Mickey Rourke. Así sabemos que estamos en 1983, plena primavera democrática. Sin embargo, ya Elsa Ducaroff advierte desde la contratapa: “Siempre es mala época para ser joven. Ya no escuchábamos la música, es una novela negra y una novela de iniciación o mejor una novela de iniciación negra y como saben quienes estudian este género literario, toda buena novela de formación es la historia de un fracaso”.
A Pablo, alias “Stanley” (por el flaco del dúo cómico El gordo y el flaco), le va a cambiar la vida en casi 150 páginas. De ser un pibe que trabaja en un video club de barrio a seis cuadras de su casa o la pasa encerrado en su habitación con su walkman y que sueña con comprarse una Susuki 550, terminará enredado en una misión ilegal en Europa con aristas bizarras. De esta manera la historia va desde una furiosa Buenos Aires de drogas y alcohol, a un velero en medio del Mediterráneo con amenaza de muerte, tormenta y hambre.
Todo comienza cuando Pablo conoce a una barra tan pintoresca como los sobrenombres de sus integrantes: Cadopi, Amor de bañadera, El Mago, La Pájara, que andan picándose en una coupé Fuego de cinco velocidades por la General Paz. Cada cual con un rol asignado, van introduciendo a Pablo (ellos lo apodan Stanley) en otra realidad, mientras él deja que suceda. Pablo se deja llevar, como si estas personas llegaran a su vida en el momento preciso en que debía suceder algo necesario: “Los años previos todo había sido más o menos aburrido para mí. Caminaba descalzo por un living que no me pertenecía. Portarretrato por aquí, portarretrato por allá. Eran fotos horribles que no habían tenido otra intención que plasmar un recuerdo, sin conciencia de que en un futuro esas imágenes se verían con cierta nostalgia y perderían su color original”.
Ahora bien, lo destacable es que mientras la aventura funciona como señuelo, Lancellotti no pierde oportunidad de “señalar la verdad” como se declara al comienzo de la novela. Y lo hace de la mejor manera: la bordea, la ilumina, de manera sutil pero asertiva con observaciones y detalles que, por la manera en que se escribe, dice más allá: “De todas formas el sol nos hacía brillar y nos derretía al mismo tiempo”. De tal modo que la verdad está en la acción más minúscula, por ejemplo, cuando Pablo se pregunta por qué su padre no se adelanta a un camión en la ruta que lo hace ir “cada vez más lento”. “¿Violaba alguna norma si pasaba a ese camión?”. Y entonces esa pregunta que se hace el protagonista, gatilla cuestiones subliminales en derredor de cómo queremos vivir, los modelos parentales, el fracaso y los ideales. Lo mismo, cuando Pablo no se explica cómo, al querer escribir en los cartelitos de “no tocar” en el videoclub delante de las cajas exhibidas, tiene un lapsus y escribe “peligro”. ¿Quién establece los límites? ¿Cuál es el estatuto de lo peligroso? ¿El miedo es un motor de búsqueda, una forma de salirse de lo previsible? ¿O una protección? La novela de Lancellotti está plagada de esas verdades sumergidas y se disfrutan.
Pablo encarna al adolescente medio que se enfrenta al sinsentido del mundo al que ha sido traído, como si una nave lo depositara en ese departamento de familia clase media argentina tontamente ilusionada de que lo mejor está por venir. Porque la madre de Pablo se pone feliz cuando él le cuenta que viajará a Europa, es algo que ella no pudo hacer y sabe a esta altura que ya no hará. Que visite la Alhambra, le dice. Y su hijo intuye que ese saber de la madre procede de la enciclopedia Salvat. Porque también hay ironía en esta novela que tan bien le viene a la omnipresencia de la oscuridad y la pérdida.
Las exhibiciones artísticas de Fernando Lancellotti fueron oportunamente comentadas en Radar donde María Gainza advertía sobre “la forma poética” de su obra. En su muestra llamada Quizás no vayas a ninguna parte un video registraba los movimientos repetitivos de un ratón que no puede dejar de correr en una rueda giratoria. En 2013, ese video fue elegido para formar parte de la exhibición 50 años de arte y video, bajo la curaduría de Mar Mercier, en Marsella, Francia.
“El hilo conductor de mis obras de arte, sean pinturas, instalaciones, videos, objetos, performances o textos, es la poesía. A través de ella configuro las imágenes, el resto es la vida y un poco de memoria”, dice Lancellotti que en 2019 publicó por la editorial Caleta Olivia, su primer libro de poemas.
“Si la noche es cerrada se puede encender un foco e iluminar bien la vela para que nos vean de lejos, como los globos de fuego”, piensa Pablo sobre el final de la novela. Y una interpretación posible sería pensar que es el mismo protagonista el que termina siendo ese globo de fuego, con tal de ser divisado, de hacerse un lugar en la hostilidad del mundo.
Acaso de eso se trate crecer.