En cuál mundo, de todos los posibles, una mujer letona que estudió en San Petersburgo toca la viola en un pequeño escenario de Mar Azul para homenajear a un escritor argentino cuyo último libro es un cuento infantil. En cuál, ese cuento es leído por primera vez en público, con la voz más dulce, por un payador. Qué mundo es aquel que musicalizó Atahualpa hace medio siglo y hoy regresa sonando en las largas cuerdas de un violoncello. Qué mundo mágico es el que está ante nuestros ojos y nos negamos a ver.
Es el mundo de la literatura.
Para muchos de nosotros la literatura es la respuesta a todo.
Un mundo hecho de palabras, y no solo de ellas.
“Si le das, si le entregás todo a la literatura, ella te va a compensar”, decía Juan Forn.
Una verdad tan grande como una religión.
La historia de Nieblita del Yí, el libro que Juan escribió junto a María, su compañera, es tan larga como un río. Y un regalo.
Todo comenzó hace diez años, cuando viajamos con Teresita Olhaberry a Uruguay. Habíamos conseguido una casilla y pensábamos entonces que era la mejor manera de conocer, parando donde quisiéramos, buscando los pueblitos de la costa para después pasar a Brasil. En Montevideo conseguimos un garaje donde guardar el vehículo por unos días. Queríamos hacernos de los siete tomos de la obra completa de Morosoli. Los buscamos uno por uno hasta completar la colección. Más tranquilos, pensamos en ir al Teatro Solís. Había una función basada en la obra de Guillermo Enrique Hudson.
Yo había leído Allá lejos y hace tiempo, Días de ocio en la Patagonia y una edición barata titulada El ombú y otros cuentos. Me parecía un autor que había dado un paso más allá de la gauchesca tradicional, y sabía que tenía relación con dos autores que admiraba mucho, Aimé Tschiffely, el viajero suizo que fue a caballo desde Ayacucho hasta Nueva York; y también con Robert Cunninghame Graham, un escocés que fue su mentor, primer diputado socialista del Parlamento del Reino Unido, y un cronista maravilloso del Río de la Plata.
Aquella obra de teatro estaba basada en la novela La tierra purpúrea que Inglaterra perdió, publicada en 1885. Hudson narra en ella las aventuras de Richard Lamb, un viajero inglés que recorre el interior de Uruguay. Es sin dudas su mejor texto. Borges, que no regalaba elogios a libros escritos por estas latitudes, después de enumerar todos sus defectos, dijo de ella: “Pese a la brusca sangre derramada y a las separaciones, The Purple Land es de los pocos libros felices que nos han deparado los siglos.”
La puesta en escena, experimental, se hizo en una sala en la que el público se sentaba alrededor de una pequeña tarima. Los actores iban entrando por los costados y sobre ella se representaban pasajes del libro. Promediando el espectáculo cambió el tono bruscamente, y los actores dejaron de simular duelos a cuchillo, cabalgatas y sangrientos asesinatos. De repente todo se volvió festivo, infantil y alegre.
Al día siguiente fui a buscar el libro. La edición de La Banda Oriental está traducida por Idea Villarino. Es una delicia. En efecto, el protagonista llega a un rancho a orillas del Río Yí y se encuentra una niña que vive rodeada de adultos. Es una historia infantil dentro de la novela. Lamb conversa con ella. Se ofrece a contarle una historia. Ella duda, no entiende bien a qué se refiere. Nunca antes alguien le había contado un cuento.
Esa es la base de Nieblita del Yí. La magia inagotable de la literatura. El primer día que una niña escucha un cuento. Lo que sucede después. Lo que sucede siempre.
María Domínguez, viajera también, estudiante de arqueología, librera y lectora, escuchó nuestra idea y le ofreció a Juan apropiarse de la historia. Conversaron, escribieron y discutieron hasta lograrlo.
Teresita Olhaberry, pintora, ya estaba trabajando en las ilustraciones. Al principio dibujó. Armó en imágenes el relato. Luego regresó a los acrílicos. Resolvió pintar sobre dos bastidores enormes que la acompañaron durante casi dos años.
Nos reuníamos, en el invierno de Mar Azul, a releer el texto mirando las pinturas. El color de una imagen del bastidor obligaba a corregir una oración. El final de un párrafo, a recortar una de las imágenes.
Así varias veces. Juan le decía a Teresita: “Dentro de un mes, cuando volvamos a reunirnos, tienen que estar terminadas estas dos páginas”, “Esta es la imagen de tapa”, señalando a la mujer que le pincha la lengua a Nieblita; “Este pajarito debería ir más grande”. María: “A mí me gusta así”, “Lo del collar de perlas hay que ponerlo de otro modo”, “Esa palabra la cambiaría, no queda bien con aquella otra”.
Yo no opinaba, prefería verlos desde lejos, escuchar, aprender. Había algo en el aire. Cierta magia. Chispazos, y luego la calma, y otra vez luz. Literatura.
Hasta que llegó el día que cerramos el libro. Ya había una copia impresa, diseñada por Ana Armendáriz, hermosa. Juan tomó una fibra verde. Pusimos las hojas sobre una mesa larga. La computadora en el otro extremo. Los bastidores al frente. Lo leímos en voz alta, Juan hizo unas marcas extrañas, viejos signos de corrector de galeras, dijo, y todo terminó.
Brindamos. Estábamos felices. Juan fumó. Comimos unos brownies.
Después de habernos encontrado con Nieblita en aquel viaje, el proceso del libro nos llevó cuatro años. El largo recorrido de la historia de Hudson es de ciento treinta y cinco.
Pasó lo que pasó. Juan se fue.
Cuando la espesa niebla de su partida se despejó un poco, nos juntamos a recordarlo. Fue en Mar Azul, cerca de donde Juan vivía.
Saccomanno, su hermano mayor, como él mismo dice, pasó a saludar a los amigos. Sus alumnos leyeron unas palabras, como si fueran plegarias, alguna de sus contratapas, recuerdos. Cristine Bara tocó la viola. Morena Leza el violonecello. Lucrecia Jancsa el arpa junto a una amiga flautista. Pablo Mainetti compuso una pieza para Juan y la interpretó en su bandoneón. Rep contó de algunos encuentros y caminatas por la playa con su amigo y compañero de redacción.
Matu andaba cerca. También María. Fue difícil. Pero también un día de alegría, de reencuentros. Presentamos un libro. La voz de Juan sonó otra vez entre nosotros. Es un regalo inmenso. Un regalo que es justo que nos sea dado. La magia de la literatura nos trajo su voz. Juan le entregó mucho, todo. Y el trato es que ella debe compensar.