El cuento por su autor
Si la vida fuera ideal, yo escribiría un cuento por semana. Como la vida se ocupa con oficio de ser quien es, la estadística es otra. Pero por suerte existe Verano/12 y entonces es como sentir el llamado de la especie.
“Quiroga y la déchetterie” me permitió volver al género que más disfruto escribir; lo escribí ahora, entre noviembre y diciembre del infame 2021, en días tumultuosos y duros, no tan extraños a los días de su protagonista. Pero lo que nos enseñó Quiroga –ante todo nuestro primer maestro del cuento, el que tradujo la forma que Poe o Maupassant dibujaron hace tanto– es que en el cuento la verdad debe encontrar su equilibrio, su armonía, su belleza. Aquello que en la vida puede ser ignorado o tratado con descuido, en el cuento busca hallar su mejor tono.
Desde que publiqué Los refugios, mi primer libro de cuentos en 2010, me atrajeron los intertextos y la fragmentación. Ricardo Rojas le reprochaba lo segundo a Mansilla y tantos críticos lo primero a Puig. Pero contra todo lo que pueda parecer y pecar de “procedimental” es porque cuando surge en mí esa unidad de sentido, esa epifanía que enhebra el relato, ya surge como un nudo de raíces (para no decir rizoma, tan abusada). Hay como un vórtice donde nacen y se confunden Quiroga y la mudanza, la déchetterie y la situación familiar que el cuento presenta. Finalmente, escribir un cuento que a su vez incluya cierto análisis teórico y ladino del cuento siempre fue una tentación que por fin cometo (que Fogwill lo haya hecho varias veces, no me ampara, por el contrario).
A punto de terminarlo, por cierto, me enteré del affaire de “cancelación” de Quiroga para los estudiantes adolescentes. La hipocresía es grande y pisa fuerte. ¿De veras queremos tapar los ojos de nuestros adolescentes a la violencia de “La gallina degollada”, pero no al Dipy o simplemente a la inagotable variedad de estupideces que dice cualquier panelista o mediático? Por supuesto: no censuremos a nadie. A nadie. Pero menos a Quiroga. A Quiroga, en cambio, propongo que la Biblioteca Nacional le dedique una versión actualizada de su Obra completa.
QUIROGA Y LA DÉCHETTERIE
Para Alinovi.
Y para Tania.
1.
Para llegar a Vinon, L. toma el desvío del camino que en realidad lo llevaría a Bourges, recorre durante no mucho más de cinco minutos viñedos y montes de postal, con un par de curvas y contracurvas y por fin, en una recta, a la izquierda, la déchetterie surge como un raro accidente, como algo artificial, no del todo cierto, un implante de lata o cianuro en el bucólico paisaje inexpresivo de la campagne. La déchetterie es una mezcla de VTV y chatarrería, una planta verificadora no muy grande y a cielo abierto que básicamente tiene bien distribuidos una serie de volquetes; alineados a lo largo de una rampa para los autos, camionetas y hasta camiones que descargan, en esos volquetes se puede tirar –y encontrar– de todo: metales, madera, cascotes, muebles, encombrants (algo así como, “estorbos”: elementos híbridos, una alfombra podrida, el cochecito ya sin uso del bebé, los muebles de aglomerado y plástico de Ikea que ya pasaron de temporada). L. está mudando una casa entera y también está deshaciéndose de esa casa –y deshaciendo la casa–. Le fastidia ir a la déchetterie, lo cansa, lo ensucia, lo desmoraliza, lo agota, pero después de cada visita siente que está más cerca de la otra orilla.
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Lo que a L. no le gustaba de “A la deriva” era el final. La manera en que Quiroga lo había anunciado tanto al querer ocultarlo. Es que cien años después, aquel cuento fallido se dejaba leer porque era un cuento de Quiroga: tenía esos paisajes, esos planos y ese ritmo brutal, esa escritura tan directa y a la vez tan barroca y feroz. Pero la revelación de verdad no funcionaba. No había sorpresa, no había ese golpe que llega sin ser visto –o mejor dicho, habiendo querido no verlo–. “A la deriva” tenía ese defecto. Para L. “A la deriva” era una historia simple, una buena historia –una vieja historia, no tan distinta de “To build a fire” a fin de cuentas–, bien escrita, pero mal contada.
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Lo cierto es que mientras L. hace la mudanza o el desguace de la casa que resulta eterno, L. sobre todo piensa –piensa al tratar de no pensar, al tratar de evitar el pensamiento, esos pensamientos– en el marido de su prima, que hace poco está en una situación de salud muy delicada. Una de esas situaciones que surgen un día y de la nada, y que al poco tiempo se vuelven poco menos que irreversibles y atroces. L. no deja de pensar en esa situación, un poco porque lo ha sorprendido, un poco porque el marido de su prima es el único hombre de la familia disponible si le llegara a pasar algo de urgencia a su madre (o cuando ya le ha pasado). Un poco, a decir verdad, L. también piensa en el marido de su primo, porque esa clase de cosas, en cualquier momento, le podrían pasar a él.
2.
Lo que tendría que haber hecho Quiroga –incluso, se dice L., lo que acaso Quiroga pensó en hacer–, si de veras quería que creyéramos que Paulino se salvaba, era mostrar que la picadura de la víbora no evolucionaba mal. Que Paulino siguiera viviendo como si nada, y llevar al cuento para otro lado, para otra zona, otro conflicto. Y solo cada tanto recordarnos, que tampoco era que el dolor había desaparecido del todo, que el dolor nunca se había ido en realidad. Cada tanto hacer que la picadura reapareciera, en sordina, como una molestia pasajera de la realidad, esa clase de estupideces que uno patea a un costado, como a una mascota cargosa, sin impedir que Paulino hiciera el resto de sus cosas y tuviera otras preocupaciones. En definitiva, incorporar la picadura y su evolución a las capas más bajas o superficiales de la conciencia del lector.
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Cuando L. hizo el último viaje, el increíble último viaje a la déchetterie, un viaje que, L. se da cuenta, él mismo es –el viaje y L., por supuesto–, podría decirse, un desecho; porque ese viaje ya no entra en la cuenta, ya no tiene cuenta, la cuenta de los viajes se perdió hace rato, entonces, decía, cuando L. volvía del último viaje a la déchetterie pensaba que el momento final de la mudanza es una figura de la desbandada. Ese momento donde uno imagina a las tropas corriendo hacia cualquier lado y haciendo cualquier cosa para salvar el cuero: esconderse, venderse, traicionar, suplicar, delatar. Un momento que es exactamente lo opuesto a ese otro momento, aquel primer momento, siguiendo con la metáfora, tan “estratégico”, donde se conciben y ordenan los pasos a dar, y se mensuran con gesto grave tal o cual imponderable; la imagen de los jerarcas desplegando un mapa grande sobre la mesa. Cuando se cree que la situación está controlada, porque la experiencia todavía ni siquiera empezó. Es solo teoría. Ahora en cambio L. está fundido y el último viaje no cuenta, no tiene nada en particular, ¿qué tiró, qué acaba de tirar en ese viaje, por ejemplo? Ya está en el olvido. Da lo mismo. L. también se sintió un jerarca al comienzo, y ahora galopa y se abraza lloriqueando a su caballo.
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L. se había enterado del malestar del marido de su prima por una crisis conyugal. Celos, versiones de algún confuso engaño que L. había escuchado del relato de su madre sin darle gran importancia. Cosas que pasan en todas las parejas, lo que L. llamaba la novelita sentimental, los malentendidos, uno verdaderamente nunca sabe qué pasa adentro de una pareja, ese tipo de vaguedades o generalidades le había dicho a su madre con aparente suficiencia y una gran indiferencia, en realidad. Le dijo también a su madre que tratara de no meterse. Pero después un día ella le cuenta que hubo una urgencia, que el marido de su prima se desmayó, que llamaron a la ambulancia, que lo llevaron al hospital, que descubrieron que tenía un problema renal importante y que era ese problema renal el que, increíblemente para cualquiera que no sepa de medicina, estaba afectando el cerebro, y era aquel cerebro afectado, el que había derivado en algún delirio celotípico. Ya sin indiferencia, ahora afligido por los acontecimientos, L. pensó sin embargo que todo iría bien, por qué no, el bendito e infatigable sentido común: un hombre joven (¿50 años no era ser un hombre joven? L. mismo siempre decía que no), fuerte, hasta donde sabía sano. De lejos y razonablemente, todo hacía pensar que ahora que estaba internado, con un diagnóstico adecuado, el marido de su prima empezaría a reponerse.
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L. retoma la construcción y justificación de la historia. “El hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa." Ese es el primer anuncio forzado, el primer error de Quiroga. ¿Qué importa que el hombre no quiera morir? O, más directo: ¿qué importa que no queramos morir? Vamos a morir, no hay vuelta. Por lo tanto la temeridad de Paulino lo deja expuesto, desnudo y frágil.
Los triunfos de Quiroga en este cuento son los detalles de escritura: “La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa.” Esa clase de violencias, esa escritura cimarrona que Quiroga si no escribió mejor que nadie, inventó junto a Sarmiento.
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Al haber vivido entre dos casas, dos regiones, dos ciudades en los últimos cuatro años, a L. lo que más lo angustió y hasta lo asustó de la mudanza, fue que uno pudiera deshacerse tan rápido de, literalmente, la mitad de una vida. Daba lo mismo si lo que iba a la déchetterie había sido bien pensado y decidido como en los primeros viajes o terminaba ahí como cuando en un bote que se hunde se intenta descargar peso. L. no va a poder olvidarse nunca de las habitaciones diezmadas, los juguetes por el piso, la ropa mezclada y arrugada, las perchas por acá y por allá, los productos de la alacena vencidos, los remedios sin uso, en fin, si hasta lo que iba a la déchetterie, en su condena, parecía tener un destino menos ambiguo que esas cosas que salvaba en bolsas o cajas, ya sin criterio, y que viajarían doscientos kilómetros para esperar y humedecerse en las caves de un par de amigos por tiempo indefinido, por no decir para siempre. L. estaba aturdido al ver cómo se podía dividir y mantener la vida por la mitad y después meter un hachazo –y ahí L. sabe que se filtró el espíritu de Quiroga– en una de esas mitades, con o sin remordimiento, qué importaba; la vida imponía la supervivencia hasta cuando no parecía que lo que estuviera en juego fuera la supervivencia.
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Entonces a L. le fueron llegando las noticias de lo que era la nueva situación, todo un argumento que el sentido común no había previsto. Porque el marido de su prima ni mejoraba ni empeoraba del todo. Se mantenía y se mantiene estacionario, dentro de un cuadro grave, con un pronóstico incierto, ahora con diálisis, sedado siempre, y con el plus de que el mundo atraviesa una pandemia y entonces los familiares no pueden visitar a los enfermos; es decir, ni mi prima puede visitar a su marido ni su hija puede visitar a su padre.
3.
Los que alquilan, piensa L., lo saben bien. Los otros no es que no lo sepan, pero se engañan con la idea de propiedad. Una casa es un castillito de arena. L. nunca se va a olvidar del momento final, demasiado patético y cómico al mismo tiempo; patético, porque cuando pudo volver de la déchetterie, del último viaje donde ya ni supo qué tiró, cuando volvió de ese viaje como si por fin hubiera despertado sobre la arena de alguna costa, pero inconsciente y escupiendo agua salada, y terminó de desarmar y cargar la cama elástica de los chicos, así como las cajas que habían quedado bajo la escalera, se desató una tormenta de nieve, y entonces sí parecía que el espíritu del Resplandor llegaba hasta aquel pueblito del centro de Francia. Y cómico, porque antes, mientras él terminaba de cerrar y bajar las últimas cajas, ya el nuevo inquilino, Monsieur Milan, iba entrando sus cosas. “No dejan que el muerto se enfríe”, recordó en criollo. No había nada ilegal, era el último día del contrato, y el nuevo inquilino quería tener su casa armada o casi, para habitarla desde el primer día (los franceses son muy escolares en la aplicación de la ley). Monsieur Milan le había preguntado si le molestaba que trajera algunas cosas y L. le dijo que no, que no había problema. Lo que L. no imaginó es que Monsieur Milan iría ocupando cada espacio que L. dejaba vacío de una manera automática y absoluta. Como si fuera una obra de teatro y hubiera, literalmente, un cambio de decorado. Así, las últimas cosas de L., su propia mochila, estaban sobre una última frazada en el centro del living y ya estaban rodeadas por mesitas de cristal, un plasma gigante, y muchas macetas grandes con plantas de interiores. A Monsieur Milan, al parecer, le gustaban mucho las plantas. Patético y cómico, entre plantas de interior y tormentas de nieve, metiendo como pudo los parantes de la cama elástica en un auto común, así fueron los últimos momentos de la casa en la que, como se dice, había vivido momentos tan importantes.
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Quiroga se equivocaba, seguía L., en lo fuerte que son las metáforas que utiliza. Porque además del drama de que Paulino no encuentre a Alves, el compadre que podría ayudarlo, asistirlo, el único que vive cerca, lo cual empeora todo, enseguida Quiroga escribe, al retomar el relato, "El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río." Fúnebremente es el segundo, o, si se quiere, el tercer anuncio, nada sutil. Y después. "El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte." L. piensa con ironía que el cuento está escrito, bien escrito, en realidad, para que el personaje se salve. Si el personaje al final se salvara sí sería sorprendente. Y entonces el objeto del cuento sería la peligrosa soledad de aquellos parajes, pero sobre todo la experiencia de lo que llamamos un susto grande. Pasar por un gran peligro y zafar. A veces pasa, y siempre lo recordamos. “A la deriva”, el título, sería un título ideal en ese caso. En el último cuarto del cuento, Quiroga pone la palabra "escalofrío", lo cual ya es una redundancia escandalosa, si no fuera porque después escribe, cerrando: "De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho." Es cierto, tal vez el cuento ya no aspire a ninguna sorpresa y hoy se lea como un relato joyceano. Pero en ese caso, estaría un poco subrayada la anteúltima parte, el pasaje de la aparente mejoría. No, Quiroga no lo pensó así. Quiroga no pensaba así al cuento. Quiroga confiaba en el cuento como mecanismo de revelación de verdad. Y en ese sentido es y era clave el ocultamiento. Lo que en este texto fracasa. ¿Por qué fracasa?, se pregunta L. Porque a Quiroga lo angustia la muerte, e incluso una muerte como la de su protagonista. Por eso si bien en la ficción del relato lo mata a su personaje, en la verdad revelada no. Y ahí está la falla. No lo quiere matar.
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El marido de su prima sigue igual. Eso podría leerse, considerando que ya ha pasado más de un mes, como un indicio favorable. Pero eso sería desconocer las crueles, audaces, imaginativas leyes de la vida. Así que quién sabe. Por su parte, L. a veces se imagina yendo a visitarlo cuando vaya a Argentina, o se imagina que ya está recuperado, sabe que cualquiera de esos pensamientos es para anestesiar lo insoportable de lo que está fuera de todo cálculo, previsión, control. Y entonces L. recuerda lo que en verdad había permanecido en silencio, ese problema grave, ese otro problema que no es ni la déchetterie, ni la salud del marido de su prima, ni el malogrado cuento de Quiroga. Porque los problemas se distinguen entre los que se piensan, incluso se piensan mucho, y los que se prefiere evitar pensar, los que se callan.