Qué bien se siente el cuerpo después de un día de bracear. Cansancio venturoso. El recuerdo de la luz salpicada envuelve las horas secas de la piel de la mujer que nada en “las aguas libres y en la de los lagos, / que no son más que cielos arrastrados” -para flotar con palabras de Viel Temperley- y añora la inmersión en un sueño marino donde los brazos se alargan en un crol idealizado. Las viajeras del agua fundan un coraje solitario en busca de una libertad íntima que solo comparten con el mar, con el río. Una de esas viajeras, la protagonista de esta historia, se llamaba Florence y fue una nadadora que cruzó a comienzos de la década del cincuenta el Canal de la Mancha en ambas direcciones. Durante dos años se preparó en las aguas sediciosas del Golfo de Pérsico (consiguió un trabajo en una compañía petrolera en Arabia Saudita y entrenaba en sus días y horas libres) y en agosto de 1950, unos meses antes de cumplir treinta y dos años (lo había intentado antes en un concurso organizado por el Daily Mail pero no la aceptaron por falta de “una reputación significativa”), cruzó el Canal de la Mancha durante 13 horas y 20 minutos. Lo hizo de Francia a Inglaterra superando el récord que había logrado Gertrude Ederle en 1926. Unos meses después, en septiembre de 1951, lo volvió a cruzar con el viento en contra y una niebla que exageraba anhelos cinematográficos pero esta vez lo hizo de Inglaterra a Francia y en 16 horas y 22 minutos. Florence cruzó el Canal cuatro veces más y también cruzó El Estrecho de Gibraltar, el del Bósforo, el de los Dardanelos, el Canal de Bristol.
Hija de un policía y de una ama de casa, creció en la playa (nació en San Diego, California) y a los seis años por insistencia de un tío ya nadaba con un número de competición en el cuerpo. A los diez años casi pone sus pies en el podio después de un nado nocturno en aguas nada calmas en la boca de la Bahía de San Diego y a los once ganó su primera carrera, la campeona había aprendido que la resistencia y la estrategia iban a ser sus compañeras incondicionales. Tal vez ese día supo que existiendo el océano donde la distancia real por recorrer la disponen las mareas, los vientos, los animales que lo habitan, las corrientes y la voracidad de las olas, el largo de una pileta con cloro no era su agua preferida.
En 1952 rodeada de pequeños botes preparados para espantar tiburones y para asistirla (en uno de esos botes iba su mamá) intentó cruzar los treinta y cuatro kilómetros que separan la isla Catalina de la costa de California pero una niebla espesa le puso fin a las quince horas de nado; cuando se subió al bote vio que estaba muy cerca de la orilla. Dos meses después, acompañada por la imagen de aquella orilla por alcanzar, logró la hazaña. El lago Ontario, el Estrecho de Juan de Fuca y el Mar de Irlanda no aceptaron sus brazadas y la vencieron. Y entonces fue náufraga, fugaz pero náufraga. Se casó y se divorció dos veces, fue maestra de natación, coach de Esther Williams y corredora de bolsa. Enferma de leucemia murió en San Diego. Sus cenizas nadan en el océano Pacífico, frente a Point Loma, la tierra de su infancia. Como Gertrude, como Florence, como María Inés Matos, Diana Nyad y tantas otras, las viajeras del agua unen costas remotas y conquistan mares con la osadía de su cuerpo ondulante.