No hay en Argentina un gran corpus de literatura erótica. No hay obras monumentales que celebren el placer de la carne como el Satiricón o el Decamerón. No hay personajes sensuales paradigmáticos como Doña Flor, Vadinho, Tieta de Agreste y Gabriela que dan cuenta de la alegría brasileña de Jorge Amado o como el voluptuoso soldado Antonio del poeta peruano César Moro. No hay mundos hedonistas localizables como los prostíbulos de Vargas Llosa, los taxis con sus choferes viriles al alcance de la mano a lo Salvador Novo, las playas calientes plenas de efebos de Reinaldo Arenas o los mingitorios relax full time de Joe Orton. Se suele afirmar que, desde que, en El matadero de Esteban Echeverría uno de los tópicos más recurrentes de las ficciones argentinas es la violación. Y frecuentemente el cuerpo, lejos de ser gozado, es sometido, torturado o desaparecido.
Poéticas de la carne
En este escenario literario local tan renuente al desborde del deseo, la obra de José María Gómez -reciente ganador del Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires- es una brillante y prolífica excepción. En efecto, su narrativa es un desfile de muchachos bellos disponibles para la concupiscencia, una poética de la carne y una fiesta de los genitales.
El autor de Los Putos vuelve a la carga libidinal con dos obras de reciente publicación cuyos títulos performáticos hablan por sí solos del deleite: Los paraísos perdidos y La felicidad. La primera, estructurada en historias encadenadas como los relatos de las mil y una noches, convierten a los pueblos y las ciudades de Argentina en una cartografía lujuriosa -como solo Oscar Hermes Villordo lo había logrado antes- y sus personajes -cadetes de oficina, colimbas, sargentos, policías, comisarios, colectiveros, abogados, seminaristas, sacerdotes, albañiles, gasistas o colocadores de barra de magnesio entre otros- devienen literalmente carne abierta a los sentidos.
Parafraseando a Proust, Gómez recobra los paraísos del pasado y recupera un tiempo perdido sin grieta erótica donde conviven afeminados y locas, machitos y pakis predispuestos al pansexualismo y a la mixtura sexual. En este sentido, hay una idealización de los mundos represivos del pasado -no casualmente, las orgías se suceden en esas instituciones opresivas más proclives a condenar las pasiones prohibidas por la sociedad como el Ejército, la Iglesia y la Policía- frente al mundo contemporáneo de la tolerancia cuyas identidades sexuales cristalizadas favorecen los guetos. Gómez podría hacer suyas las provocativas palabras del poeta Sandro Penna: “¡Qué maravilloso país era Italia durante el periodo del fascismo e inmediatamente después!”, para encumbrar una época donde el vagabundeo callejero hacía posible, por ejemplo, que una loca se beneficiara con los encantos de la piel de un proletario machirulo o un futuro esposo y padre de una familia heterosexual.
El evangelio sexual
Pero la obra de Gómez es también un Evangelio de la sexualidad que evoca a D.H. Lawrence y a Pier Paolo Pasolini. Frecuentemente en sus relatos, la sacralidad se manifiesta en la divinización de los “chongos” que irrumpen en las existencias con su “hermosa e inevitable luminosidad”, su característica innata de que “siempre andan con ganas de coger” y su capacidad de placer corporal que es la única posibilidad humana de entrada al paraíso. Como en la liturgia cristiana, la carne y la sangre (sobre todo la sangre que inflama los miembros) son el camino a la redención divina. Para dar cuenta de ello, uno de sus personajes llamado no casualmente Sebastián -el santo gay por antonomasia- tiene una aparición sobrenatural y expresa “Jesús es un tipo hermoso. Me vinieron unas ganas terribles de desnudarlo, besar sus carnes, comulgar… Coger con el hijo de Dios es maravilloso y todos somos hijos de Dios, es lo que estoy diciendo”.
Por su parte, La felicidad está compuesta por seis relatos cortos que pueden leerse por separado pero que forman una continuidad estética y temática. Gómez apela a una narración más intimista con un personaje que lleva su nombre, Josemaría, para narrar la educación sexual de un adolescente a la sombra del deseo incestuoso por su padre (un hombre fornido de cautivante sonrisa y provisto de un miembro masculino de proporciones inusuales). En esta breve joya describe una serie de beldades masculinas -Ramoncito, Vergara, Ismael- que Josemaría “levanta” de los universos homosociales de varones sin mujeres como el fútbol y el servicio militar, muchachos con hermosura que queman destinados a pasar a los anales de las letras locales. Porque, sin dudas, Los paraísos perdidos y La felicidad (Saraza Editorial) constituyen divertidas, originales y subversivas opciones poéticas para calentar y aliviar la carne en el largo y ardiente verano argentino y terminan de erigir a José María Gómez como el escritor por antonomasia de la literatura homoerótica argentina.