El texto empieza así.

Artículo 1: “La vieja, los Amigos del barrio, el barrio y la pelota, en ese orden, son bienes irrenunciables para cada Amigo De Toscanito” (sic)

Artículo 2: Cada Amigo De Tocanito querrá, cuando sea grande, ser cantante de tangos, director de orquesta de tango, crack de fútbol estrictamente argentino, o tener el oficio del viejo. El tango es música irreemplazable e indiscutible para cada Amigo De Toscanito”.

Voy a agregar un artículo más (al menos por ahora)

Artículo 3: “Sea lo que se esté haciendo, el llamado de la vieja es incuestionable e impostergable. Ninguno de los que en ese momento acompañen al Amigo De Toscanito requerido podrá oponerse a ese reclamo materno. Si el llamado de la vieja anuncia o sugiere un coscorrón, los Amigos De Toscanito podrán acompañar al reclamado hasta destino, aunque sin trasponer el portillo que da a la vereda, y bajo ningún concepto ir más allá de un apocado “déjelo, señora”. Cuestionar la vieja ajena en forma abierta o solapada es causal inapelable de expulsión”.

Y acá paro. Una vez más, por ahora. Me quedé un rato leyendo y releyendo los tres primeros artículos. Se me empezaron a cruzar imágenes de mi niñez, de una niñez privilegiada en donde no nos faltaba nada … al menos nada importante. Estaban los valores. Las charlas en el almuerzo con mis padres y mi hermana. Y lo mismo a la noche.

Yo me pasaba el día jugando a la pelota. En una calle empedrada, en el barrio de Chacarita, cerca del cementerio, cerca de una plaza. También cerca de la cancha de Atlanta. Jugábamos de civil, con pantalones cortos … todos. Éramos chicos y solamente los adolescentes usaban pantalones largos. La pelota se colgaba algunas veces y había que ir a pedirla. Mientras no llegara la noche, estábamos seguros. Y había un mensaje que se cumplía como si hubiera una ley marcial. Si aparecía un auto que recorría la calle en la que jugábamos, sin importar quién tenía la pelota, alguno (en general, integrante del equipo que no la tenía) gritaba: ¡AUTO!

Ese era como un menaje de guerra. Todos nos quedábamos petrificados, como estatuas, conservando las posiciones. Sin sacar ventajas. Nadie se hubiera atrevido. A veces rompíamos alguna claraboya o el vidrio que protegía el farol que servía para iluminar la cuadra.

El peluquero, Enrique, escuchaba ópera. Todo el día. Enrique era italiano y tenía un solo ayudante: Franco. La radio tenía que estar enchufada porque no había transistores. Ni hablar de televisión. Era como si todos nosotros estuviéramos en blanco y negro. Los zapatos se arruinaban y las rodillas sangraban. Igual que los codos.

Algunas veces nos metíamos en uno de los baldíos, pero ahí no podíamos jugar porque el pasto y las plantas estaban muy altas. Pero una pareja mayor tenía un jardín. Jardín con árboles que daban fruta. Bueno, la fruta que les dejábamos nosotros. Solo en los descansos (pocos) nos robábamos las mandarinas, pero las que estaban más cerca del tronco. Al menos eso es lo que recuerdo. Aunque sea para que no se note. También había naranjas. La ropa mojada se colgaba afuera, o con algún cable de una vereda a la otra, pero si no, lo más popular eran los balcones. Había varias casas con porteros, que se levantaban temprano para baldear las veredas. Limpias limpias duraban poco. Había perros con nombres que hoy ya no se usan más, como cuenta Guillermo César Abdo. “Corbata”, “Flecha”, “Pampero”, “Manchita”, sólo por poner algunos ejemplos.

Mi vieja también salía y gritaba porque era tarde, la comida estaba en la mesa y ya no se veía nada. Pero, ¿quién se habría de ir primero y dejar a su equipo con un jugador menos? Enrique ya había cerrado y esa era la señal. Si no hay peluquería, no hay más actividad en la cuadra. Siempre sospechamos que el dueño de Meana vivía allí también, pero nunca pudimos confirmarlo. No éramos los Amigos De Toscanito, pero nos parecíamos bastante.

Después nos mudamos. La calle estaba asfaltada pero igual el código, o el grito de AUTO seguía persistiendo. Yo jugaba con los chicos cuyos padres trabajaban cuidando las casas, los porteros. Pero en la perpendicular, los chicos que vivían allí jugaban con una pelota de rugby. Y usaban mocasines marrón clarito. Eran los petiteros. No nos cruzábamos. No éramos amigos. Una o dos veces por año, ellos nos jugaban a la pelota. Nosotros, al rugby … nunca. Eso sí: nos cagaban a patadas. A Juan, que era una flecha no lo podían agarrar. Era cuestión de tirarle la pelota para adelante y dejarlo correr.

La plaza tenía una calesita. No me acuerdo el nombre del dueño, pero creo que era José. Él nos enseñó cómo se hacía para dar la sortija. José se dedicaba a cobrar. Las chicas y los chicos venían con las madres o las tías. O las abuelas. No había niñeras. Muchos pájaros y palomas. De vez en cuando algunas ratas cruzaban furtivamente, pero eran pocas y desparecían rápido. Tengo la imagen de José sentado en una casilla con una musculosa blanca. Bueno … había sido blanca en algún momento. El banquito era pequeño y él era bastante gordo: faltaba banco para tanto ser humano. Pero después de haber aprendido, cada uno de nosotros tenía un cierto poder: sabía dar la sortija. José nos indicaba con un gesto moviendo la cabeza, a quién había que dejarlo ir una vuelta gratis. Los demás intentaban en vano, agarrados a uno de los fierros que alguna vez habían sido dorados. O los chicos más chiquitos que iban en los caballitos o en los autitos. Pero poder elegir a quién dársela, a quién hacerle creer que nos había engañado, eso sí que era tener poder.

Si no, jugábamos a las figuritas. Eran redondas y venían en sobrecitos de papel. En general tenían caras de jugadores de fútbol. Al comprarlas, había muchas repetidas y era difícil completar el álbum. Por supuesto, estaban las difíciles. Creo recordar que Ramos Delgado era una de ellas. Y un volante de apellido Berón que jugaba en Ferro, también ¿Habrá sido así?

Está claro que yo estoy muy lejos no sólo de mi niñez sino también de ser crítico literario, pero un amigo me hizo llegar una fotocopia del libro que acaba de publicar Guillermo César Abdo. Creo que es el primer libro que publica, y él tampoco tiene como profesión ser escritor. Abdo vive en Colón, una ciudad pequeña de la Provincia de Buenos Aires, con menos de 35 mil habitantes, a unos 50 kilómetros al oeste de Pergamino, muy cerca del borde con Santa Fe. Trabaja desde hace casi treinta años en una juguetería, que no es de él. Pero Guillermo no es un empleado más. Guillermo es un extraordinario observador de una época que no existe más y que claramente ya nunca más volverá.

 

El libro es una joya. Los Amigos De Toscanito (así se llama) es su propia construcción. No lo conozco y creo que es mejor. Si tuviera que usar alguna definición, diría que es un retrato de época. Quizás usted nunca lo vivió. O quizás sí. O escuchó hablar de alguno de los miembros que nunca le discutían a la madre. La maestra dictaba clase. Uno, … , uno agachaba la cabeza y escribía lo que le dictaban. Lo que quería era que se terminara pronto, almorzar apurado, hacer los deberes (o no) y después ir a encontrarse con esos amigos, pero amigos de otros, porque Toscanito no estaba con nosotros. Toscanito estaba con Guillermo. Allí en Colón. Se juntaban en la misma juguetería de toda la vida para que los apuntes que tomaba Guillermo los pudiera volcar en este libro. Si puede, no se lo pierda. Por supuesto, únicamente si quiere saber cómo éramos, o como fuimos. Eso pasaba hace sesenta años, cuando, como cuenta Abdo, algunas veces recibíamos chirlos, o había alguna madre que nos miraba atenta y ceñuda. Pero eso se lo dejo a él. Sesenta años, ¿o fueron más?