El monopolio de la violencia 7 puntos
Un pays qui se tient sage, Francia, 2020
Dirección: David Dufresne.
Duración: 86 minutos.
Estreno en plataformas Mubi y QubitTV.
En sólo un par de minutos, mirando a cámara y dirigiéndose directamente al Presidente de la Nación --en lo que es de hecho una carta abierta de formato audiovisual-- la mujer traza un panorama completo sobre la Francia del siglo XXI. La agudización de la brecha entre ricos y pobres, la impotencia de los que menos tienen, el salir a la calle como único modo de hacerse oír, la represión policial, en ocasiones salvaje. Habla con la calma de quien viene macerando desde hace rato una indignación honda y espesa. El hijo de la señora perdió un ojo, producto de un balazo de goma recibido durante la represión del llamado “movimiento de los chalecos amarillos”. Sin perder la serenidad y el hablar pausado, la señora afirma: “Señor Macron, no crea que siento odio por usted. Usted es indigno de mi odio.”
Programada en la Quincena de Realizadores de Cannes, El monopolio de la violencia analiza los enfrentamientos producidos desde fines de 2018 entre tres millones de ciudadanos (total estimado hasta la fecha), que tomaron las calles en protesta ante la pérdida de poder adquisitivo de los salarios, por el mantenimiento de los servicios públicos y contra el aumento del precio de los combustibles, por un lado, y las fuerzas de seguridad del Estado francés por otro. Los enfrentamientos dejaron como saldo dos mil manifestantes heridos, 500 casos de abusos policiales reportados, 210 ciudadanos con heridas en la cabeza, 22 que perdieron un ojo y cinco que quedaron mancos. De ahí el sardónico título original, Un pays qui se tient sage (“Un país que se considera sensato”).
El documental dirigido por David Dufresne deja a cargo de la señora del comienzo la descripción del estado de las cosas económicas, sociales y políticas en la Francia neoliberal (su filípica precede a los títulos de crédito) para abocarse a algo más particular y concreto: la forma que asumió la violencia de Estado en esa instancia, a la que se toma como caso testigo. Dufresne entrelaza dos discursos. Uno es el de las imágenes en crudo de los enfrentamientos (en algunos casos extremadamente crudas), tal como fueron captadas por cámaras de particulares, sobre todo celulares. Palazos, corridas, esos Robocops acorazados de los servicios Swat, pedradas, algún acto aislado de vandalismo, provocaciones policiales, ataques con motocicletas y la consecuente producción de heridos de distinta gravedad.
Esas imágenes se proyectan agigantadas en un sistema de videowall instalado en un estudio, para ser analizadas por sociólogos, historiadores, politólogos y especialistas en Derecho (pero también miembros de sindicatos policiales, que parecen “puestos” allí para cumplir con la regla de las dos campanas, así como sobrevivientes de los enfrentamientos, varios de ellos con heridas incurables). Como puede imaginarse tratándose de académicos formados en La Sorbonne, la Escuela de Ciencias Políticas y otras universidades del mismo nivel, los análisis son de vara alta, llegando hasta la Declaración de los Derechos del Hombre y de allí a Maquiavelo, Rousseau, Max Weber, Foucault y Bourdieu. Se dirimen las diferencias entre legalidad y legitimidad, entre violencia estatal y abuso de poder, entre represión y disciplinamiento. Es una suerte de clase magistral de ciencias políticas a varias voces, con mucha tela para cortar. Y con momentos de alta emotividad, por supuesto, cada vez que las víctimas toman la palabra.
Pero sucede algo extraño: durante esa hora y media, de boca de este coro de académicos brillantes, todos ellos progresistas y de izquierda, hay una palabra que no surge ni una sola vez: la palabra “capitalismo”. Como si el verdadero problema no fuera el orden que rige el sistema contra el que tres millones de personas se levantaron, sino el modo en que ese sistema impone el orden. Debe decirse entonces la palabra, como modo de recordar lo que El monopolio de la violencia parece olvidar: capitalismo. CAPITALISMO.