El cuento por su autor
Este relato forma parte de un libro que estoy escribiendo, que empecé con una idea y fue mutando a otra cosa como pasa con este camino abierto que es la escritura. Es el retrato de un tío muy querido –y su evocación–, en el inevitable juego de memoria y olvido que lleva a la construcción de un pasado y de un vínculo, siempre provisorio, siempre incompleto. Fue el primero que escribí de un conjunto de textos sobre algunos lazos familiares en los que estoy trabajando. En el inicio de la escritura de este relato me rondaba el recuerdo de los regalos que fue haciendo mi tío, tanto a mí como a mi pareja, a lo largo del tiempo. Eso me llevó a pensar en él, en partes de mi infancia con él.
“El pasado es un país extranjero”, siempre me gustó esa frase del comienzo de El mensajero de L. P. Hartley, por un lado porque yo pasé la infancia en un país extranjero, y entonces la frase me resulta muy exacta, pero también por la distancia extrañada que tenemos con él. Volvemos, nunca dejamos de volver, a ese mundo misterioso y a la vez íntimo. De ese regreso salió este relato que dejo en sus manos.
EL TÍO NENE
El tío Nene nos contaba cuentos. Todos los primos nos reuníamos a escucharlo. El conde Aculard se vestía frente al espejo, se ponía una capa negra, y salía en la noche. ¿Quién es el conde Aculard? El tío Nene respondía: Un conde. El conde recorría las calles vacías en busca de jóvenes, preferentemente mujeres. ¿Por qué mujeres? Porque son más dulces. Sus pasos repiqueteaban en los adoquines, mientras la ciudad dormía. Noche a noche continuaba la historia del conde Aculard, que solo salía por las noches. Siempre se vestía frente al espejo y decía: Soy el conde Aculard. Hasta que un día uno de nosotros descubrió lo que estaba detrás del nombre. Nos llevó bastante tiempo pero uno de nosotros lo dijo y todos gritamos ante la evidencia. Con gritos de triunfo. Y el tío Nene continuó serio contando el recorrido nocturno del conde, de su última noche en la que develamos su secreto, el nombre detrás del nombre. Nos contaba otras historias de terror. Todos los primos juntos, bien pegados. Nos tirábamos en la cama anticipando el miedo. Era un momento especial, esperado. Escuchábamos con una atención plena. Sus historias nos hacían gritar. Y al terminar, le pedíamos más. Otra más. Mañana.
También nos dibujaba. Unos dibujos estilizados, de caricatura, que yo me quedaba mirando fascinada. El Nene es un gran dibujante, debió estudiar arquitectura. Nos dibujaba como si estuviéramos dentro de aventuras, como si fuéramos los personajes de sus historias, pero con cosas de nuestra vida. Eso era lo maravilloso. El tío Nene nos incorporaba en sus dibujos, cada dibujo estaba relacionado con nosotros, éramos nosotros. Y al verlos, de tanto que me gustaban, pensaba que era una pena que no hubiera estudiado arquitectura. Cuando mi mamá, mi hermana y yo fuimos a vivir a Venezuela, nos mandaba cartas que eran dibujos. En una estaba yo subida a una avioneta, volando a Venezuela –que estaba delineada abajo– con los pelos largos al viento. Aunque yo no tenía pelo largo, era yo, y que fuera largo era necesario para mostrar el viento. Yo entendía que había necesitado dibujarlos. Y en Argentina cuando de golpe agarraba una lapicera o un lápiz y se sumergía en el trazo seguro de su mano, no hablábamos, no lo molestábamos. Se hacía silencio. Mientras dibujaba mirábamos la figura que se iba formando, sin perdernos nada, porque éramos nosotros, era nuestra vida. El tío Nene nos dibujaba y hacía ligeras variaciones, y esas variaciones eran siempre sorprendentes y necesarias. Nos llenaban de alegría. Todo lo que le agregaba, lo que tomaba y lo que cambiaba nos hacía saltar de alegría. Nos hacía reír para adentro. Nos reconocíamos y reconocíamos el cambio, podíamos trazar todo el recorrido de modificaciones que introducía. Nos quedábamos en el dibujo, recorriendo todo. Un mundo en caricatura, lleno de detalles.
Ya estaba en México cuando llegamos desde Venezuela. Vivimos un tiempo con él, hasta organizarnos. Llevaba a sus novias a su habitación. Había una más joven que él, y los tratábamos de espiar para ver cuando se besaban. ¡El tío Nene se dio un beso! En su nueva casa en Xochimilco, en la que vivía con otra novia, tenía un perro calmo, al que llamaba Feroz Lobezno. La gente cuando lo veía se asustaba porque era muy grande y algo torpe. Y él lo llamaba con voz fuerte: Acá, Feroz Lobezno. Entonces todos se alejaban apurados. El tío Nene no se reía, se reía para adentro.
De vacaciones en la playa, cuando íbamos todos juntos, siempre se nos pegaba un perro, que se quedaba con nosotros todo el tiempo que estábamos ahí. Yo me colgaba, lo abrazaba y él lo alimentaba. El perro nos seguía, nos saludaba feliz a la mañana.
El mar era inmenso, y con toda su masa concentrada se estremecía en un rumor constante. A la noche escuchábamos ola tras ola golpear contra la arena, con el ruido del derrumbe de algo colosal, que a la vez que me adormecía me hacía sentir que era mucho más grande y poderoso que nuestras vidas finitas. En el mar había mantarrayas y tiburones. Había que ir con cuidado. Nos quedábamos en la orilla, recibiendo las olas y la espuma con poca fuerza. A veces nos metíamos un poco más y las olas nos revolcaban con violencia. Y era posible no llegar a respirar, no llegar a sacar la cabeza a tiempo: abrir la boca compulsivamente y tragar una bocanada de agua como aire salado en medio de la vuelta carnero, con la cabeza para abajo y las patas para arriba. Y había un momento en que no sabíamos dónde estaba la superficie, dónde era arriba y dónde abajo. Había que respirar con urgencia. ¿Pero dónde estaba el aire? De pronto tocábamos la arena y entonces nos empujábamos con fuerza para salir como una flecha, del agua. Y toser, respirar, escupir agua al mismo tiempo. Con la sensación de peligro –de haber estado a punto de ahogarnos– adherida al cuerpo agitado. ¿Qué habría pasado si dábamos una vuelta más? El miedo era preciso, pero no dejábamos de entrar al mar al instante siguiente. Íbamos a lo hondo con el tío Nene, pasando la rompiente. A lo hondo solo con el Nene. Nos subía en sus hombros y nos internábamos en el mar. Ahí subidas, mi hermana y yo, no había peligro. Y desde arriba podíamos ver toda esa inmensidad de agua, que se ondulaba suavemente y parecía calma. Una vez que pasábamos la rompiente flotábamos en el agua los tres. Luego volvíamos. Cuando el tío Nene hacía de nuevo pie, nos subía a sus hombros, una a cada lado, y salíamos. Y mientras él tomaba sol, nos quedábamos ahí en la orilla o más acá de la rompiente, revolcadas por las olas. En el instante en que se volvía a meter, saltábamos. Vamos con vos. Ir a lo hondo con el tío Nene era penetrar la verdad del ancho mar profundo.
Unas vacaciones fui yo sola a la playa con el tío Nene y un amigo. Viajamos en auto a Zihuatanejo, a 600 kilómetros de la Ciudad de México, con su amigo Sagastizábal. Yo en la parte de atrás para mí sola y ellos dos adelante. Durante todo el viaje, una y otra vez, durante todos los kilómetros que recorríamos en la carretera serpenteante, el tío Nene decía: Vamos a Sagastizábal con Zihuatanejo. Nada más. La frase, serio, y luego silencio, sin reírse, riéndose para adentro. Yo escuchaba como un canto, como un verso conocido. Íbamos a Sagastizábal con Zihuatanejo. Y al lado, Sagastizábal también escuchaba. Todos escuchábamos y reconocíamos el mecanismo, la inversión, el goce de la repetición. Así hasta que llegamos a Zihuatanejo, o a Sagastizábal. La radio estaba encendida y en un momento dijo: Aquí radio Zihuatanejo. Justo cuando estábamos llegando. Y salté en mi asiento. ¿Cómo sabe que estamos en Zihuatanejo?, con sorpresa, porque justo acabábamos de llegar, y era muy preciso el anuncio. Y el tío Nene esta vez sí rio, rio para afuera. Sagastizábal también. Y si bien no entendí del todo, supe que pensar que la radio sabía dónde estábamos nosotros o que nos hablaba a nosotros era inesperado. Y después en Zihuatanejo, todo el tiempo que estuvimos, seguimos estando en Sagastizábal. Acá en Sagastizábal con Zihuatanejo. Algo de los nombres se prestaba a la inversión. No era gratuita, había algo en los nombres, que eran largos, que empezaban con el mismo sonido, algo que hacía que el intercambio fuera posible. Y yo lo veía con la misma claridad que mi tío, reconocía su parte de razón. Una vez que él había visto esa similitud, no paró de señalarla. Teníamos un perro instalado alrededor nuestro como amigos de siempre. Me acompañaba a la playa y me esperaba mientras me metía en el mar.
En los periodos en que el Nene volvía a vivir con nosotras, yo lo seguía a todas partes. Íbamos a jugar al tenis, llevábamos las raquetas, nos poníamos ropa cómoda y zapatillas y jugábamos en la cancha del complejo de edificios en el que vivíamos mi hermana, mi mamá y yo, y temporariamente el tío Nene. Empezábamos a jugar y a los quince minutos el Nene decía: Ya está, ya jugamos. Yo trataba de convencerlo de que acabábamos de empezar, que jugáramos un poco más, pero él se ponía a caminar, alejándose de la cancha. Entonces yo levantaba todas las cosas y lo alcanzaba corriendo. A la tarde nos proponía ir de paseo en auto. No vayan en auto con el Nene. Y mi hermana y yo aceptábamos su propuesta, algo tímidas. Más de una vez cuando estábamos a punto de subirnos al auto, aparecía nuestra madre, que volvía del trabajo y como no podía convencerlo de que no fuéramos de paseo, le proponía ir con nosotros y manejar ella. Entonces nos subíamos todos en el auto, el tío Nene en el asiento de adelante, al lado de mi madre, y nosotras atrás. Íbamos sin rumbo, hacia adelante. El auto rodaba y avanzábamos, igual que la corriente continua que nos precedía y que nos seguía. Ese auto nos está siguiendo, le decía de pronto. No, Nene, no nos sigue, solo va en nuestra misma dirección. Mi hermana y yo dejábamos de hacer lo que veníamos haciendo y escuchábamos. Nos está siguiendo. Mi madre se callaba. Doblá en la esquina así lo perdemos. Mi madre doblaba. Mi hermana y yo nos dábamos vuelta para ver qué hacía el auto rojo, igual que el tío. ¿Ves?, se fue. El tío Nene no decía nada. Al rato: Ese auto nos está siguiendo. Son los militares y están coordinados. No, Nene, desde lo de Valenzuela los militares ya no pueden operar acá, es otro auto que también va en nuestra misma dirección. No es posible, porque nosotros andamos sin rumbo, no tenemos ninguna dirección. Mi madre se quedaba callada ante la lógica de esa respuesta. Volvía a doblar y el auto se perdía. Siempre andábamos en zigzag hasta que en un momento el tío Nene se cansaba de andar en auto y quería volver. Llegábamos agotadas, con ganas de comer y acostarnos, pero el Nene quería seguir, hacer otra cosa, algo que no podía postergarse. Mi madre se cuidaba de no contrariarlo demasiado porque se ponía violento con ella. Entonces lo convencía para que fuera a visitar a un amigo. Y lo despachaba a la casa de alguien. El tío Nene se iba con una nueva actividad que lo entusiasmaba. Ese tiempo era de una actividad febril, incansable, pero nada de lo que hacía le duraba mucho. Todo lo que quería hacer, y después abandonar con igual firmeza, era inmodificable. Al cabo de un tiempo volvía a su casa y yo ya no podía ir a todas partes con él.
El Nene es brillante, de chico lo mandaron a una escuela de superdotados. Había cierto exceso, cierta gracia en todo lo que hacía. En el DF era compañero de mi mamá en la facultad. Los dos daban clases en la misma carrera. Y mamá contaba que en sus primeros días frente a los estudiantes, el Nene le abría la puerta del aula y le decía, serio: Dejaste el tambache en el petate. Cerraba y se iba. Mi madre quedaba muda, mirando la puerta. Luego miraba la cara de los alumnos, a quienes la frase no les parecía rara, era su lengua, pero sí la irrupción, la forma abrupta de entrar y de irse.
El Nene se casó y tuvo hijos. Primero uno en México y luego otra en Argentina. Uno en cada país, como el matrimonio que ellos dos eran, un argentino y una mexicana. Sus hijos mantenían la simetría. Cuando nació su hija menor, el Nene se fue a vivir con mi abuela en La Plata. Iba de la casa de mi abuela a la de mi tía Ceci, que estaba a seis cuadras, a toda velocidad. Comía carne cruda para escandalizar a los sobrinos y, en especial, a mi tía, y tomaba aceite como agua. A veces se la agarraba con mi abuela o con mi madre –su blanco predilecto en esos periodos– y tenían que ir con cuidado. Yo, igual que en México, iba de paseo con él. Nos tomábamos colectivos al centro de La Plata. En medio del viaje, se paraba de pronto y se precipitaba a bajar. Se tiraba a la calle casi con el colectivo en movimiento. Yo me apuraba a seguirlo. Una vez abajo recorríamos frenéticamente las calles del centro, o de donde hubiéramos bajado. Nunca íbamos recto, en cualquier esquina cambiaba de rumbo, en forma intempestiva, como si escondiera hasta último momento su camino. Su recorrido era un laberinto trazado en su mente, que seguía sin buscar una salida.
Después volvió con su familia en Buenos Aires. En ese tiempo el Nene se replegó, en especial a partir de la muerte de mi abuela, y su familia se replegó también. En cierto modo, todos, los que seguíamos vivos, los que estábamos en Argentina, nos replegamos. Pasaron unos años duros, con problemas que fueron creciendo y finalmente su esposa se separó.
A su velorio fueron muchos amigos que se habían acompañado en la vida fuera del país, una vida bastante comunitaria que no se mantuvo igual en Argentina, y otros amigos que pertenecían a su vida de regreso, vecinos del barrio, nuevos amigos hechos acá en su segunda vida, o tercera, o cuarta. Una antes de irse de Argentina, nuestro tío Nene que nos contaba cuentos y nos dibujaba, otra la de casanova, de una novia a otra, seductor empedernido. Muchas de sus novias formaron parte de nuestra infancia, y teníamos lindos recuerdos con ellas. Otra la vida en México, la de casado después, la de padre de dos chicos, la de la vuelta a Argentina. ¿Cuántas vidas, cuántos recomienzos? ¿Habrá tenido el tío Nene la sensación de recomenzar? En su velorio había mucha gente, de tantas vidas. Varias de sus exnovias estaban desparramadas por el gran salón, entremezcladas con sus deudos, llorando, hablando de él; su exmujer también estaba con su nueva pareja; y su última novia, una vecina, que se mantenía aparte y solo hablaba de vez en cuando con sus hijos, a los únicos que conocía de todos los presentes. El día del entierro partieron hacia Chacarita varios autos en fila detrás del coche fúnebre, despacio y en silencio. Frente a lo que sería su porción de tierra un amigo de todas sus vidas habló: El Nene siempre tuvo que lidiar con su enfermedad y tuvo una profesión, se doctoró, publicó libros, fue un gran intelectual y militante, tuvo hijos. Siempre llevando a cuestas su enfermedad, y uno se pregunta cuántas cosas más habría podido hacer si no hubiera tenido que luchar con ella, que lo complicaba tanto. Y todos nos preguntamos, parados frente a su cajón, con las flores que habíamos llevado. Un ramo de flores blancas que nos repartimos entre los primos, incluidos sus hijos, y mi madre. ¿Qué tío habría sido el tío Nene sin su enfermedad? Cuando bajaron despacio el cajón a la tierra, arrojamos nuestras flores blancas en esa mañana lluviosa y gris, que cayeron silenciosas como las gotas de lluvia. Y lo vimos cubrirse, entregado a la tierra, palada por palada y gota a gota. La tierra se amontonó en un montículo que terminaba en una curva suave; más tarde crecería el pasto, quizás alguna flor silvestre. Después un grupo de amigos y nosotros, la familia, los que podíamos, fuimos a comer pizza. Y hablamos de él, los amigos hablaban de él, contaban historias, se reían con las cosas que hacía y decía el tío Nene. Nos reíamos todos, recordándolo vivo.
Mientras vivía en México el Nene fue a la Secretaría de Cultura y pidió hablar con el secretario. La mujer de la recepción le preguntó si tenía cita y él le dijo que no tenía pero que era un compañero argentino y que quería hablar con él para hacerle un saludo cultural de hermandad. La mujer lo escuchó y fue a buscar a otra persona, que lo llevó a un despacho y lo atendió a puertas cerradas. No era el secretario pero era un funcionario y lo dejó hablar. El tío Nene le dijo que era argentino y que quería agradecerle en nombre de los argentinos por recibirlos con tanta generosidad en su país, y como muestra de agradecimiento quería darle al secretario algunas expresiones culturales de Argentina. Y sacó un casete de folclore. Era un casete de su propia colección, uno de los tantos que tenía. Y le dijo, este casete es para que el secretario conozca nuestra música. El funcionario lo recibió. Y le dejó también un mate, que alguien de visita se había dejado en su casa. Le explicó que nosotros tomábamos eso en vez de té o café. El funcionario lo recibió y lo puso junto con el casete. Y antes de irse sacó de su bolsillo un pitufo. Un muñequito de un pitufo en miniatura, azul. Le quiero dejar este pitufo –y se lo extendió y el funcionario lo tomó entre sus dedos– como símbolo del contacto entre nuestros pueblos. Y después de darle esas tres cosas se fue. Unas semanas después el tío Nene recibió una carta del secretario de Cultura en la que le agradecía el casete, el mate y el simpático pitufo. Unos años antes de su muerte, el Nene vino a saludarme por mi cumpleaños y trajo en una bolsa de kiosco su regalo. Adentro había un libro que había elegido de su biblioteca, Un mundo feliz de Aldous Huxley, y un resaltador amarillo y otro verde fosforescente, comprados en un kiosco. De ahí era la bolsa. Le había parecido que el libro no era suficiente regalo y había pasado por un kiosco, o le había parecido que el regalo se completaba con los marcadores para resaltar las partes más interesantes, o quizás los marcadores no eran para el libro y la lectura, sino que servían para el cuaderno en el que se escribiera algo. En todo caso, había un vínculo y los marcadores y el libro combinaban de una manera extraña pero precisa también, como el pitufo azul. Yo recibí el regalo con sorpresa, divertida, y le agradecí seria, riéndome para adentro. Ese regalo era una especie de instalación. Era apenas un libro usado, dos marcadores y una bolsa de kiosco blanca, pero a la vez tenía una cierta grandeza, como si el Nene una vez más hubiera encontrado la combinación perfecta entre creación y continuidad, ahí, al filo mismo del disparate.