I

No sé cómo pudo suceder, pero ahí estaba yo. Tras los pasos de mi padre cuando aún no era mi padre, sino un muchacho joven en un pueblo de provincias. Por esa época él hacía un poco de todo: cortar un traje, colocar la voz en la propaladora del pueblo, animar un baile del club en el que, también, jugaba al básquet. Se preparaba para una final de torneo y por alguna razón que la política del momento justificaba, se anunciaba la presencia de Perón. Entonces, los que merodeaban por la cantina del club, jugaban al billar o a los naipes, pensaron que este tipo que apareció en una práctica matutina era un “adelantado” de Perón con la misión de vigilar las instalaciones y, de paso, señalar a los “contreras”.

La segunda vez que nos vimos, se habían producido cambios importantes. Perón estaba muerto, pero lejos de acabarse su rabia, el “veneno” se había propagado entre la juventud. Yo ya era yo, es decir que había nacido y me encontraba cursando la inocencia y la infancia. Esta novedad constituía un contratiempo, puesto que solo podía ver a mi padre cuando (yo) no estaba presente. El pueblo devino ciudad y la propaladora una radio con frecuencia oficial. Con mi padre solíamos encontrarnos, en ese tiempo, en el Café bajo el edificio de la radio. A él lo seguía mucha gente: desclasados, marginales y bohemios.

Eran años muy pesados, esos.

Pero volvamos a la noche de la final del torneo, mejor dicho, a la mañana de ese día. No hubo parroquiano del buffet del club que no discutiera los entretelones del supuesto arribo de Perón. Como en cualquier lugar del mundo donde se disputa un poco de poder, por más que sea una infinitesimal representación pueblerina, los clubes organizadores del partido no daban ninguna pista. La policía negaba haber recibido instrucciones de la delegación provincial, tal como afirmaba el diario del pueblo. Un suelto de un tal Maneira ilustraba, con un plano a lo ancho de la página, el derrotero que seguiría el coche presidencial desde la única bajada, hasta el camino bordeado de pinos que conduce al centro. Detallaba los puestos de policía caminera que cercarían el recorrido. Dos dotaciones de la policía Federal y una de bomberos trabajarían en el operativo “desembarco” del presidente y de su reducido séquito. Maneira dejaba entrever que estaba todo dispuesto para una recepción oficial, en la que el intendente iba a declararlo vecino ilustre, la noche del sábado 8 de noviembre de 1952.

Los pocos que se quedaron en el club se han trenzado en un debate entre cervezas, risas y escupitajos sobre el piso de serrín. En algo están íntimamente de acuerdo: el forastero que se presentó en la canchita de básquet buscando al “Flaco” Quagliardi es un espía de Perón.

De la tercera versión de mi padre no tengo casi nada para decir. Yo era joven e ignoraba casi todo. Además, no hay adolescente que no coquetee con la idea de matar al padre. Claro está que cuando la muerte se presenta, el tiempo se abisma y se detiene. En ese tercer momento, solamente era yo de verdad tratando de huir de mi padre y de la muerte.

II

Me he mudado de la casa paterna. Por primera vez me hice de una mesa de trabajo. Dicen que a las casas hay que darles el aire que uno trae, de manera que el ambiente se vaya pareciendo a la imagen del deseo. Yo siempre quise ser escritor. A la mudanza la planeé como a una fuga, detalle por detalle, y creí necesario contar con un escritorio para poder trabajar seriamente.

Onetti escribía en la cama, Hemingway de pie, frente a una máquina de escribir; Faulkner, sobre una carretilla de la mina en la que trabajaba. Barthes ha dicho que la cama, la cocina, el pozo mineral, son lugares bastante irresponsables, y que el único mueble de la responsabilidad es el escritorio de madera. También sé que Brecht llegó a tener siete escritorios en su casa. Uno muy cerca de una ventana desde el que dominaba el paisaje gris de un cementerio, el mismo donde fue enterrado.

El único mueble que traje conmigo es un reloj de torre al que hay que darle cuerda cada tanto. Pero resulta que desde que lo instalé en el pasillo que corre entre mi improvisado estudio y el dormitorio, ha comenzado a requerir de la cuerda en lapsos cada vez más breves. Pasé varias noches desvelado, auscultando el viejo corazón que late dentro del armazón de madera. Fui conociendo sus ruidos: el tambor que golpea en los bajos de la caja, el chirriar de los engranajes que se parecen a esas grandes esferas aserradas en los bordes, y que en el cine representan máquinas infernales. Ya de niño me fascinaba el movimiento del péndulo que oscila como la soga de un fantasma. Después de profanar con mi torpeza las manecillas ubicadas detrás de un vidrio, comprendí cabalmente que ese procedimiento era una deslealtad completa, y me comprometí a pasar muchas horas a los pies del reloj, con la llave que acciona la cuerda. A la llave la encontré en una caja de recuerdos de mi padre, junto a un encendedor inútil, un pañuelo oxidado y la fotografía del equipo de básquet de 1952.

En el instante en que se apresta a marcar la hora redonda, el pulso errado del reloj empieza a aflojar y le tengo que dar una cuerda completa. Me tiro después en la cama haciendo fuerza para no dormirme, como una madre que debe alimentar a su bebé. A la dos, a las seis, a la diez. “Han pasado muchos años”, me digo y toco mi rostro, en el que crece una barba salvaje.

III

El “Chango” Ayala saltó por encima del muro del fondo de la casa donde se reunían los conspiradores. Fuentes, más chiquito y ágil, se deslizó por una ventana del baño. A mi padre ya lo había sacado de ahí. Un farol balanceó con su luz ocre y sarmentosa. Los perros ladraron. El “Chango” se agachó debajo de los pilares de una obra lindera. Chapaleó entre la cal y fue esquivando el haz de luz que los hombres oscuros le lanzaban al boleo. El coche en el que ellos vinieron, circunvaló una calle de tierra, pero lo frenó el campo. El campo y unos pozos de los que brotaba un olor nauseabundo. Me aseguré de que Fuentes cruzara a la carrera. Tiraron y tiré. Fue, por suerte, un torneo de chapuceros.

Una vez que Ayala y Fuentes llegaron a la casilla a dónde había llevado a mi padre, subimos a la ruta y arrancamos. Paramos en una estación de servicio. Les entregué unos pasajes para Santa Fe y unos pocos pesos. Mi padre me aferró los brazos con las dos manos. “Es cuestión de tiempo” -les dije. Un tiempo mucho más largo que el que les mentí aquella noche de un mes infame del año 76.

En los años que pasaron desde que lo vi por tercera y última vez a mi padre, mi vida se fue modificando. Yo no sé si él me imaginó un día, quiero decir, si se formó una imagen del hombre en el que iba a convertirme de manera inevitable. Se vería a sí mismo, alejándose del presente continuo en el que suele reposar la conciencia, al introducir oblicuamente, su propia vejez y la muerte. Guardo de aquel último encuentro una doble decepción. Primero porque la “magia” no funcionaba ahí, o se había desvanecido. Y luego porque supe que la muerte es una breve nota en el diario de los vivos, una mano que aparta la hoja del obituario.

No sé cómo me imaginaría mi padre. Si es que acaso entre sueños se dejó alcanzar por el futuro. Nunca, estoy seguro, habrá registrado mi rostro tal como es ahora: poroso, fatigado, con esta barba que las noches pasadas junto al reloj, han pintado a paletazos de sombras.

IV

Mi padre no imaginaría nunca el rostro del hombre que se le acercó en la última práctica. Le entregué la pelota a un compañero para que hiciera el saque y le hablé. Le dije que casi al final del partido fuera a pararse en el poste alto. Y que se quedara allí, con los brazos bien extendidos, porque el rival que oficiaba de base era de manos flojas. Él me miró y, tras un momento de desconcierto, se volvió a meter en la cancha. “Se le va a abrir el aro”, le grité.

Más tarde, tal vez aturdido por la realidad de la profecía, prefirió asegurar el tiro usando el tablero. Hubo un largo segundo de expectación. Se podía oír el silencio. Por fin, cuando la pelota entró, el equipo de mi padre ya había ganado el campeonato.

Ahora tenía que volver a hacerme notar. Yo tenía que ser yo, al fin y al cabo, porque sin ser yo estaba condenado a no ser. De seguro que no se perdería gran cosa, pero un elemental instinto de conservación me llevó a mostrarle a mi padre el camino hacia a mi madre, es decir, hacia mí mismo.

“¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora? Sin preguntarlo. Decir yo. Sin pensarlo” escribió Becket; y “Yo es otro”, Rimbaud.

V

Ganaron los que sostenían que Perón no vendría. Y así, más aliviados, fueron abandonando los prejuicios iniciales contra mí. Pasé muy pronto a ser uno más, y ya en los festejos del domingo 9 de noviembre me divertí de lo lindo. Hubo tanto fragor y algarabía que alguno hasta me abrazó, y me contaron para la sidra tibia y los sanguchitos secos de tanto esperar a la intemperie, sobre un platito de cartón. Unieron una mesa de chapa que tenía el número 22 pegado sobre la tapa, con otra que llevaba el número 49. Y así, en el mismísimo brindis, tuve la oportunidad de acercarme otra vez a mi padre y decirle que cierta mujer, rubia y alta, que se hallaba sentada en compañía de su madre, no iba a defraudar las solicitudes a la hora de los bailes. Por la fuerza de los hechos, mi padre ya no hacía otra cosa que creerme. Me parece que hasta sonrió cuando agregué: “Eso sí, llévela despacio porque no sabe bailar”.

En la plenitud de la noche se entregaron las medallas y la copa. Una orquesta improvisada tocó el tango “Gallo Ciego” con la introducción que le copiaban a Osvaldo Pugliese. A mi abuela, por las dudas, ya la había apalabrado bien. Llevé la conversación para el lado de los santos. Como toda irlandesa pobre, era una ferviente católica.

Debería decir algo más acerca de la última versión de mi padre. Podría trazar un esbozo, pero es muy triste. Mi padre dormía bajo la claridad de una ventana de la que venía un fuerte olor a tabaco. Yo era joven (ya lo he dicho) y no sabía nada. Leía o me unía a fumar con los convocados en el aire-luz del pasillo que parecía tan blanco como un quirófano, a pesar de los fumadores. Renovaba un vaso de agua sobre la mesa de luz. Y poco o nada más.

“No se puede hacer nada más”, oí decir.

¿Soñaba ya con dejar que el tiempo pasara y se llenaran las bibliotecas, igual que renacen los jazmines? Spinoza tenía ciento sesenta y ocho libros. Un hombre debe revolver media biblioteca para escribir una novela, dicen que ha dicho el doctor Johnson.

Me afeité esta mañana. He dormido bien. Toda la noche. Dejé de seguir los latidos del reloj de torre. Me parece que se ha alineado con la hora real, pero no quiero ni mirarlo. Los libros se han asentado fácil y dócilmente sobre la madera de mi escritorio nuevo. En ocasiones, mis hijos preguntan por la verdad de las historias que escribo en esta casa.

Yo quiero que ellos se den cuenta cuando llegue el momento.