El cuento por su autor
Algo acecha. Una sorda perturbación amenaza con su zumbido constante, secreto, oculto en un pliegue de la conciencia. No hay fórmulas ni pócimas mágicas que ayuden a exorcizar sus efectos. Menos aun, a explicarlos. La escritura puede resultar un buen recurso, aunque no siempre. De pronto, asoma una respuesta inesperada. Tropezar con la Vie de Maupassant por Paul Morand (1942), permitió encontrar un atisbo de luz en el fondo abisal por donde un pez ciego procura una salida al sol.
Para Flaubert su protegido fue “un toro bretón” y para Taine tenía el aire de “un toro triste”. Triste o bretón, en algo tenían razón: se despidió de este mundo cuando la constelación del Toro abarcaba el cielo. Y algo más: no mugió más que por su madre. Aún así su destino será peculiar: “He ingresado en la vida como un meteoro y saldré de ella como un rayo”, confesó en 1880. No creyó en nada. Jugó y apostó por el instinto y, naturalmente, perdió. No pretendía más que ser un animal. “Hay que estar poseído de un estúpido orgullo para considerarse otra cosa que no sea un animal apenas superior a los demás”, escribió. Murió en cuatro patas en un hospital psiquiátrico, entre babas y ladridos.
Pese a todo, Maupassant dejó una piel viva de palabras. No estuvo en ninguna parte, no participó en nada nuevo, atroz o extraordinario, y no obstante, desafió como nadie la intimidación de la vida burguesa, el mal aliento del progreso, las advertencias de la razón. Tal vez allí radica la vigorosa vigencia de su verba flamígera: una corneada en el tiempo que ningún traje de luces es capaz de contener.
ANTECEDENTES DEL ASALTO A LA TORRE
Escribir, como viajar –como vivir– es omitir. Se abandona, acaso por azar, una orilla y se pierde otra en el esfuerzo por encontrarla.
Durante la segunda mitad del siglo diecinueve, París fue sometida a fuertes evoluciones y transiciones que horadaron tanto a sus ajadas horas urbanísticas como a las quejas de su tejido social. Durante el Segundo Imperio, comenzaron las mutaciones hausmannianas en la ciudad que, bajo laboriosas máscaras fundidas en los planes de reorganización y reestructuración, pretendía arrancar de una vez y para siempre los anquilosados huevos de la urbe medieval en nombre de una malhadada modernidad.
En el transcurso de este trance, un hombre atraviesa el suburbio con aviesa mirada. Algo lo turba y bascula entre decepción y desconcierto. Aunque sobre todo, se dice, es el desencanto por una canción que nunca llegó a concebirse. Agudo observador, cronista perspicaz y refinado narrador de silencios, Guy de Maupassant no termina de asimilar las síntesis exuberantes que multiplican luces de gas favoreciendo sombras y paseos entre un recién inaugurado Arco de Triunfo que ignora victorias pasajeras y el Obelisco obsceno, regalo del virrey de Egipto.
A no engañarse: Mauppasant es un bon vivant que sabe disfrutar de los excesos como el mejor, en especial aquellos que se bordan sobre la piel del Sena (excesos a los que, sin embargo, no sería aconsejable acusar de su ocaso: culpable fue la sífilis contraída al filo de los cuarenta y tres). “En cuanto a mí, remo y nado, nado y remo”, escribirá Guy a su madre. “Las ratas y las ranas están tan acostumbradas a ver llegar el haz de luz que proyecta la linterna de mi canoa, que se acercan, ranas y ratas, a desearme las buenas noches”.
Y luego de remar y nadar, nadar y remar, la sorna cínica y universal del fabulador fluvial se detiene en los márgenes, en Sartrouville o Argenteuil, aunque sobre todo en la posada Poulin, en el 2 del quai du Seine; o bien en la Maison Fournaise, en Chatou, y de manera especial en La Grenouillere, un gran bar-balsa conectado a la isla que se encuentra frente a Croissy. Allí, junto a otros canoeros, pescadores y alegre mujeres, se dedica sorber licores blancos, rojos, amarillos, verdes, se bebe y se grita sin sentido, hasta que los cerebros se inundan de vapores coloridos y estalla todo en un gran estruebndo. Es entre estas emanaciones donde nacen Yvette, Mouche, La femme de Paul...
Bajo el protector paraguas de Monsieur Flaubert –acaso padre putativo, según venenosas lenguas–, la pluscuamperfecta verba de Maupassant se inflama. De esas fluctuaciones, algo encenderá su furia diamantina: la Exposición Universal de 1889. Y no tanto los fastos en sí, sino lo que entiende como frívolas transformaciones. Y ni siquiera muchas de éstas, sino su fálico emblema: “no es posible dejar pasar algo así”, piensa Maupassant en alta voz. El programado adefesio llevaría el nombre de su creador, Eiffel, a quien el poeta tenía por un nefasto arribista especializado en fantochadas férreas. Esta catedral mefítica, de cuatrocientos veinte metros de largo por cien de ancho, será considerada no sólo un símbolo de la fe científica y homenaje a la frondosa revolución industrial, sino también evidencia del triunfo del cálculo que marca una nueva era. “No puede pasar. Imposible”, volvió a repetirse Maupassant.
No estará solo en su empresa: el nuevo mentor, Zola, y sus eficaces secuaces, así como otros sensibles artistas (entre quienes se hallaban el propio Verlaine y Villiers de l’Isle), se unen a la protesta. Produjeron documentos, sellaron sus bocas con diatribas, ridiculizaron tanto como pudieron a la orgullosa chatarra chueca. Firmaron manifiestos contra la jirafa encastrada que se robaría dos décadas enteras sólo para su instalación. Pero todo resultó previsiblemente inútil: el aparatoso artefacto no cesaba de crecer.
Atribulado ante la sequedad con que fueron correspondidas sus quejas, y abatido incluso ante la afrenta que escondía el eréctil vigor férreo, el buen señor de Maupassant decidió pasar una temporada en otro infierno. Velada su voz, en 1885 subió a bordo del velero Bel Ami, de once metros de eslora, y junto a ese fiel compañero puso rumbo a Antibes. Posiblemente allí también nadó y remó, o remó y nadó; habrá conocido nuevos burdeles e inverosímiles nombres de mujeres; con seguridad se aburrió, y habrá abusado de los favores del Hada Verde. Por fin, cambió el Bel Ami de once metros por el Bel Ami II, ahora de quince metros. Sin embargo, no era una cuestión de medida, por lo menos no a lo largo. La que sí le importa, se dice, se mensura a lo alto.
Fecundo, célebre y célibe, volvió a la vida trashumante en aquel París de 1889. Sí, el año del Evento. Primero se instaló en L’Esturgeon, un hotelucho de Poissy, y durante el verano se trasladó a la Villa Stieldorff, en Triel-sur-Seine. No quiere acercarse a la zona del desastre, pero a la vez no resiste estar lejos, aunque se ve incapaz de definir lejos de dónde. Llega al 14 de la avenida Victor Hugo, pero a causa del nombre y el ruido (o quizá haya sido a la inversa) lo abandona rápidamente por un departamento en el 24 de la rue du Boccador. Finalmente, con la Ocasión instalada, entiende que por muchos esfuerzos que realice para desconocerla, ya no puede seguir ignorando. Así, se entregó. Es una manera de decir.
Fecundo, célebre y célibe, Guy de Maupassant dio un paso más y se mostró indiferente a las atracciones de la Feria. El Village Négre, del que participaron cuatrocientos nativos llegados desde todos los puntos de las colonias (de caníbales de Papúa a esquimales del Septentrión, sin olvidar a las heladas criaturas de la Tierra del Fuego), como si de un verdadero zoo humano se tratara, sólo le produjo una mezcla de asco y consternación; se descubrió sordo al sonido gamelan de los músicos de Java que tanto sedujeron a Claude Debussy; poco o nada le importó la puntería asimétrica que el viejo Bufalo Bill expuso en las manos de una chica llamada Annie Oakley, “la novia del Salvaje Oeste”, y aún menos los patéticos toreros y sus trajes de luces ensombreciendo el Campo de Marte. Guy de Maupassant atravesó insensible ante el faraónico Palacio de las Máquinas que sobrecogía a propios y extraños, a pesar de sus puentes móviles, elevadores y plataformas. Apenas, un gesto entre el pasmo y el desdén al descubrir que en su interior anidaba, entre tantas otras extravagancias de acero y cristal, un tranvía volador y un paralizado globo aerostático.
Algo, no obstante, lo conmueve. Una puerta. En principio, percibió que la misma no presentaba, a diferencia de las otras proezas expuestas, ninguna prueba capaz de catalogarla como un prodigio particular. El rectángulo de madera de cuatro metros de altura y tres de grosor incluía varios niveles en forma de almenas. Por todo detalle, desnudaba con doloroso orgullo las cicatrices debidas a las caricias de un obús. Maupassant se informó. Aquella puerta provenía de la mítica Tombuctú, por donde anduvo un oscuro coronel Archinard, un delirio dandi perdido entre los pantanos del Sudán francés. En febrero de ese mismo año, se encontró con una de aquellas fortificaciones que el frenesí africano llamaba tata, de ciento cincuenta metros de lado y flanqueada por altas atalayas en todos sus ángulos. La cosa no tenía nombre, era un desliz producto del calor o tal vez una torpeza estéril donde la gente del Koundian resistía el olvido. Archinard entendió que se trataba de una anomalía, un espejismo que hablaba sin lengua de una muerte antigua y que aún no había sido declarada, por lo que solicitó a los habitantes de aquel infortunio que se sometieran. Al primer estrépito de cañón, disparado hacia las ocho de la mañana, le llegó como respuesta un alarido coral: “¡Por Alá!”. El asalto que se suponía sencillo demoró más horas y vidas de las deseadas, pero todo esfuerzo por la destrucción, especulaba Archinard, supone también una excitación. Si la guerra comprende la escritura de una página que no puede comprenderse como capítulo, esa escaramuza apenas puede leerse como una nota al pie. Así y todo, de aquella pobre epopeya sobrevivió apenas la puerta castigada que llegó a París como testimonio de una adenda parca y desdeñable.
Sólo Monsieur de Maupassant advirtió algo más. Ese portón significaba la última frontera con el vacío. Más allá de su umbral, se extendía una arena insensible a toda idea de desarrollo para desvanecerse en el dulce sueño de un misterio. Nada muy distinto al hecho literario, se dijo. Detrás de un desierto intransigente, aparece la primera palabra, ese oasis que da inicio a la incertidumbre. O sea, la aventura.
El escriba sintió el aliento de un impulso ignoto y se encaminó directo para enfrentarse con el monstruo de metal. Allí estaba el enemigo, altivo y magnífico. Aunque, rumió, su magnitud aparente sólo era un ofuscado ensueño que todos aceptaban por verdad. Trepó los peldaños envuelto en una nube nueva y desconocida que lo impulsaba sin esfuerzo ni sudor. Quienes lo cruzaban en su camino dudaban entre el aplauso congelado en el hálito de una exhalación o la risa reprimida de la burla. Poco importaba. Siguió su ascenso inmune a rostros, palabras, gestos, sin saber de una cima, concentrado solo en subir. Hasta que se detuvo. Estaba en el restaurante y se fijó en una mesa. El maître se deshizo en ceremonias inútiles, y consciente de la importancia del comensal, dispuso una cohorte de camareros que se ufanaron en enseñar todas las cartas de la obsecuencia. El ilustre visitante no tocó ninguna. De hecho, permaneció inmutable ante recomendaciones y sugerencias, sin abrir la boca ni solicitar plato alguno.
Desconcertado, el personal comenzó entonces a depositar en su mesa diversos manjares con las debidas recomendaciones del chef, así como un kir royale de bienvenida y un Bordeaux de reconocida cosecha para acompañar las delicatesen. El hombre atacaba un trozo breve para masticarlo lentamente y acabar por tragarlo con una mueca de obvio estoicismo. Degustaba cada especialidad absolutamente absorto, con la mirada perdida en un punto lejano que iba variando con la llegada del nuevo manjar. A las entradas les reservó el sur, al plato principal el norte, a los postres el oeste. Cuando llegó al final, todo se redujo a una furtiva reverencia para luego emprender el descenso sin descanso.
Pocos días después, Le Petit Parisien publicó una carta suya escrita a la manera de crítica gastronómica en la que relataba la experiencia: “Repugnante”, era el lacónico título. Maupassant juzgaba tristes los entremeses, nervioso el filet Mignon, picado el prestigioso vino y vencidos por unanimidad el conjunto de quesos. Quizá el fragmento más hiriente estaba referido a los famosos escargots: “Sentí una baba barrosa paseándose por mi paladar”, sentenció.
Es sabido que en sus últimos años, cuando debió ser ubicado bajo vigilancia psiquiátrica, los delirios del gran escritor se superaban en audacia. Rasgos paranoides se hicieron evidentes en la denuncia llevada contra su médico por planear un complot hacia su persona aliado con insospechadas fuerzas de naturaleza alquímica. Hablaba en un susurro inaudible debido al convencimiento de que su voz era descifrada en China. Reclamaba que su orina fuese conservada en una caja fuerte de cristal y exigía un frac para tomar un tren rumbo al Purgatorio. Decía que los católicos en su totalidad eran dueños de estómagos artificiales, en tanto el suyo se quebró por no haber consumido un huevo crudo cada media hora. Y luego de proclamar que Dios, desde lo alto de la Torre, lo había declarado su único hijo y heredero, reveló que se abstendría de allí en más a ir de cuerpo por temor a perderlo (al cuerpo). Fue exactamente lo que ocurrió. El engendro de Eiffel se convirtió en una pesadilla recurrente durante el período de su insania, pero no son pocos quienes creen que el germen de esas alucinaciones hay que situarlo precisamente en aquella impertinente cena.
Y ya no se detuvo. A partir de la infausta jornada, Monsieur de Maupassant asistió casi a diario a comer al sitio que consideraba como su Averno personal. Si bien era recibido con abierto recelo y desconfianza, jamás hubo que lamentar algún hecho que rayara en el escándalo o siquiera un atisbo de discusión. El cliente comía poco, ausente, y se despedía con seca cortesía. No se le dirigía la palabra más que para lo estrictamente imprescindible.
Sin embargo, de manera inesperada, el secreto de la errática costumbre quedó parcialmente al descubierto. Cierta noche, un grupo de periodistas entre los que incluso se hallaba algún antiguo amigo, coincidieron con el escritor en el establecimiento. Sabedores de su cita reiterada en el vilipendiado restaurante de la no menos difamada Torre, se acercaron a interrogarlo sobre su conducta y le soltaron si no consideraba un rasgo incongruente aquella cotidiana costumbre. Maupassant los observó con aire fatigado y al cabo de un instante, en voz muy baja, respondió:
-El señor Melville tenía razón a fin de cuentas… Si se quiere evitar la ballena, lo mejor es vivir en su vientre.
Los reporteros se observaron azorados por el cariz de la respuesta y volvieron a la carga recordándole los improperios lanzados contra la construcción. Ante lo cual, el réprobo autor abandonó una porción de paté de pato a mitad de camino hacia su boca para lanzar un profundo suspiro.
-Caballeros –dijo finalmente– actué a conciencia cuando me opuse a esta estrafalaria y ridícula estructura, y mi desprecio hacia ella no ha hecho más que crecer a la sombra de los años. Mi presencia aquí se justifica a partir precisamente de este sentimiento, y me aporta una indiscutible ventaja: la Torre Eiffel es el único punto de la ciudad desde no se divisa la Torre Eiffel. Y si la visito con tanta asiduidad es justamente para olvidar su presencia. Ahora, si me permiten, debo despachar este pustulento paté…