“No fui de los primeros hippies de Buenos Aires, fui de los segundos”, ríe Sergio Makaroff. No se lo ve, se lo escucha: desde el comienzo de la entrevista –que atiende en su casa en Barcelona, ciudad en la que está radicado desde 1978– no hay manera de hacer funcionar la cámara. Así que no queda más que conformarse con imaginar su inconfundible bigote de revolucionario peinado con precisión poética, que dibujó con fibras en trazos simples para el autorretrato accidental –así lo llama él mismo– que aparece en la tapa de su más reciente disco, el noveno de su carrera como solista, Desastre con patas. Una conjunción de rebeldía, humor y ternura que hoy, con setenta años recién cumplidos, aborda con el mismo desparpajo y la misma lucidez con la que se plantó en la década de los setenta junto a su hermano Eduardo en Los Hermanos Makaroff, aquel fugaz pero influyente baldazo de frescura que tendió un puente inesperado hacia el sonido descontracturado de los ochenta. “Componer es un placer, una obsesión y un modo de vida”, cuenta. “Empecé a los diecisiete y ahora tengo la agradable sensación de no haber compuesto aún mi mejor canción”.
Autoeditado por Makaroff y producido por José Nortes –conocido por su trabajo con Miguel Ríos, Quique González o Enrique Bunbury–, el disco cuenta con un equipo de lujo: Candy Caramelo en bajos, la infaltable participación en guitarras de Ariel Rot (con quien componen juntos para los discos de ambos desde hace más de treinta años), el norteamericano Danny Griffin en baterías y Manu Clavijo, un violinista argentino radicado en Madrid. “Grabamos el disco en uno de los mejores estudios de España para este tipo de música, me gasto una guita que no debería estar gastando”, señala. “Pero no me quejo, me gusta ver que mis canciones salgan de mi casa. De hecho, ya tengo todos los temas para mi décimo disco, que va a salir este año”.
Las trece canciones de Desastre con patas ya estaban escritas desde mucho antes de la pandemia, algo que sorprende a partir del tono de dulce convivencia en medio del apocalipsis de piezas como “Conjuro”, donde entre cruces de galaxias, choques de estrellas y plagas de piojos mutantes que disponen del mundo a su antojo, Makaroff canta sobre un “tsunami de lava”, la misma expresión que luego leería en el zócalo de un noticiero televisivo cuando sucedió la reciente erupción volcánica en las Canarias. ¿Habrá algo ahí de esos artistas que sin buscarlo anticipan lo que vendrá? “Suena muy lindo todo eso”, responde. “Pero no. Es pura casualidad. No me veo como catalizador de los sentimientos de la humanidad ni nada por el estilo, ¡mucho menos como profeta!”. Ya lo canta en “Cabeza Hueca”, también de su último disco: “La magia que más me fascina/ es la de las cosas reales”.
ALGO MUCHO MÁS BOHEMIO
Cantautor de cantautores, la carrera musical de Sergio Makaroff arrancó a comienzos de los setenta en su casa natal del barrio de Palermo, cuando junto a su hermano menor Eduardo (luego fundador de Gotan Project) dieron forma a un dúo acústico que arrancó en el circuito porteño de café concerts junto a artistas como Carlos Perciavalle para reformularse como quinteto eléctrico después.
Entre los primeros fans de Los Hermanos Makaroff se encontraba un jovencísimo Charly García, quien enseguida se llevó a Sergio como asistente e invitó a la banda a abrir conciertos de Sui Generis primero y La Máquina de Hacer Pájaros después. “Charly vino a vernos en el teatro Payró en uno de los primeros recitales que dimos y le encantó. Enseguida me contrató como asistente, supongo que para tenerme cerca, porque no había mucho para hacer. A veces iba a comprar algo, a veces subía al escenario para programar el Moog y poco más. Fue el primero que se entusiasmó con Los Hermanos Makaroff, y después él y Nito participaron en ‘Rock del Ascensor’”.
Otro de los seguidores de la banda era Andrés Calamaro: “Era un adolescente que venía a vernos habitualmente”, recuerda Sergio. “Cuando vendí la mitad de los equipos que tenía para irme a España, me compró un ampli y fui a su casa a llevárselo. Enchufó el teclado y dije ‘Uy, ¡cómo toca este pibe!’. Poco después me llamó Beto Satragni, que estaba formando Raíces: ‘Che, loco, ¿no conocés un tecladista?’. Le recomendé a Andrés, y el resto es historia conocida. Siempre recordó ese primer empujoncito que le di y siempre me ayudó mucho, pero era obvio que a las dos semanas habría conseguido lo mismo de cualquier otra manera”.
“Rock del Ascensor”, cuya grabación también incluyó a David Lebón y Billy Bond, fue incluida en uno de los compilados Rock para mis amigos, de 1974, y poco después se convertiría en una influencia clave en la reconfiguración del rock español en los días de destape posfranquista de finales de los setenta, todo de la mano de otros jóvenes fans de los Makaroff: Ariel Rot, Alejo Stivel y sus exitosos Tequila, quienes grabaron un versión de “El Ahorcado” en su primer disco y otra de “Rock del Ascensor” en el segundo. “Cuando tenían quince años, venían a los ensayos de Los Makaroff y nos escuchaban sentados en el piso, pero con el tiempo la influencia terminó siendo mutua”, cuenta Sergio.
Pero antes de continuar por esa senda que años después lo llevaría a colaborar en letras de Los Rodríguez, vale ir brevemente hacia aquellos días de Makaroff y los segundos hippies en la convulsionada y efervescente Buenos Aires de finales de los sesenta, punto de partida de un derrotero de película que incluye apariciones de Jimi Hendrix, Tanguito, Miguel Abuelo o Salvador Allende, además de su papel como actor en la exitosa y provocadora comedia musical Hair. Al menos, hasta que lo despidieron por demasiado provocador.
CARCAJADAS SALVAJES
“Yo era un típico adolescente burgués de clase media que vivía con mis padres”, recuerda. “Hasta que empecé a relacionarme con los verdaderos pioneros, gente como Pipo Lernoud, Tanguito o Miguel Abuelo, y mi vida se convirtió en algo mucho más bohemio gracias a toda esta influencia de la cultura rock”. Con apenas diecisiete años comenzó a escribir canciones y artículos para revistas de rock como Cronopios o La bella gente: “Los escribía a mano, con lapicera, en mi casa. El primero que escribí fue sobre Manal, ¡sudé la gota gorda!”, ríe. Esa faceta de periodista continuó desde entonces a la par de su oficio de compositor, con columnas publicadas en medios españoles como el diario El País o la revista musical Efe Eme.
Apasionado por temas tan diversos como la historia medieval francesa o la vida social de las hormigas, esas columnas –aguafuertes de aire a la vez erudito y casual que honran el arte flaneur de la observación cotidiana– tratan sobre patos, dormir hasta tarde, trenes en miniatura, programas de MTV, navajas, candelabros, sinagogas, parques, zapatos, el Universo, su barrio y, por supuesto, sobre música: melómano incurable, puede explayarse tanto sobre Zeca Pagodinho, Tupac Shakur y Georgie Fame como sobre Wilco o Adam Green. En una de esas columnas recuerda el episodio que lo llevó a dejar la secundaria: “Cuando tenía dieciséis años y lucía una cabellera tímidamente beatlesca, mis propios compañeros de colegio intentaron cortarme el pelo. Me sujetaron entre varios mientras uno se encargaba de la tijera. Me revolví como un poseso. Me libré y corrí –desencajado– a la oficina del rector. ‘¡Señor’ –le dije– ‘me cortaron el pelo!’. Arístides Chiérico –¿cómo olvidar su nombre y su fino bigotillo?– lejos de conmoverse, me espetó: ‘para empezar, Makaroff, no entre sin llamar; en segundo término, cálmese y vaya a clase, que ya terminó el recreo’”.
Unos años después volvería a encontrarse con el director de ese colegio en un episodio con gusto a revancha, pero antes de eso, luego de dejar los estudios y largarse a trabajar como cadete, a los dieciocho años de edad decidió viajar a los Estados Unidos para conocer de primera mano las comunidades hippies de aquel país: “Fui con muy poco dinero, con el sueño ingenuo de vivir en una comunidad y hacer camas redondas con todas las hippies, pero nada de eso sucedió”, recuerda. “Al final me tuve que cortar el pelo para trabajar de vendedor de revistas puerta a puerta. No hablaba muy bien inglés, pero tenía que sobrevivir. Tocaba puertas de las que salían unos nazis despreciativos y tenía que torear excusas para venderles suscripciones. Lo mejor del viaje fueron todos los artistas que vi”. Uno de ellos fue Jimi Hendrix, pero tampoco resultó como esperaba: “Yo era muy fan de Hendrix, pero fue un mes antes de que muriera y estaba muy pasado de vueltas, cantaba muy poco y era todo uno de esos solos infernales típicos de la época psicodélica que después pasaron de moda rápidamente, porque eran un embole. Yo me pellizcaba, ‘¿Cómo puede ser que esté viendo a mi ídolo y la esté pasando mal?’. Pero la pasé bien con otros con los que tenía menos expectativas, como Grand Funk Railroad. También vi a Linda Ronstadt, James Taylor o Dr. John, en Filadelfia: ese concierto fue lo mejor de todo el viaje”.
De regreso a casa, una presentación en un casting con su guitarra y sus canciones fue suficiente para que lo contrataran como actor debutante junto a Rubén Rada, Valeria Lynch, Horacio Fontova y Mirta Busnelli en la comedia musical Hair: “Nos desnudábamos y cantábamos alabanzas a las drogas, incorporando recursos teatrales que en aquel entonces –1971– resultaban vanguardistas”, escribió Sergio en una de sus columnas. “Los actores bajábamos del escenario y nos metíamos entre el público. Provocábamos a la gente, la tocábamos, nos frotábamos contra ella. Mi pelo seguía creciendo”. En una de las funciones descubrió entre la audiencia a Arístides Chiérico, aquel director de su escuela secundaria: “Lo detecté y me lancé hacia él en cuanto pude. Sin apartarme casi nada del guión me encaramé a su butaca, aullando como un demonio, y pasé unos deliciosos e inolvidables segundos mirándolo a los ojos, dedicándole una carcajada salvaje”.
Esa experiencia actoral duraría un año, y con el dinero que juntó por su participación en el musical se embarcó junto a su hermano en un viaje por Latinoamérica. Primero fueron a dedo hasta el caribe colombiano y luego partieron hacia Chile: “Éramos hippies de izquierda, algunos iban a luchar de verdad por la revolución, nosotros íbamos un poco por eso pero a correr aventuras a la vez”, contó en una entrevista reciente. “Un día salimos a caminar, terminamos en medio de la nada y dimos con un aeropuerto regional pequeñísimo. Y ahí, en medio del campo, estaba Salvador Allende, esperando que viniera un helicóptero a buscarlo. Nos acercamos y le dijimos: ‘¡Doctor Allende! ¡Somos dos jóvenes argentinos que vinimos a apoyarlo!’. ‘¡Ah, mucho gusto!’, dijo él. No teníamos ni idea de qué más que decirle, pero el recuerdo no me lo quita nadie”.
UN NOMBRE IMPORTANTE
En 1978, en medio del mundial, Sergio decidió partir hacia España, parte por escapar de la dictadura y parte por experimentar aquello que Rot y Stivel le venían contando: los Tequila, la banda más exitosa en España en aquellos días, tocaban canciones de Los Hermanos Makaroff en vivo y el público, ávido de nuevas experiencias tras cuatro décadas de represión franquista, enloquecía. “El exilio fue un desgarramiento que tuvo más de aventura apetecible que otra cosa”, cuenta. El día en que llegó, Stivel lo recibió en el aeropuerto y le dijo que de allí irían directamente a Málaga, donde la banda se presentaría esa misma noche. “Yo iba a Madrid a vivir en la casa de Alejo, ya que la madre había aceptado que me quedara dos meses en su casa. Ese concierto del día en que llegué fue una locura. Yo estaba entre el público, y cuando tocaron mis canciones la gente al lado mío las cantaba a los gritos. Pensé: ‘Creo que estoy en el lugar indicado’”. Sus sospechas se confirmaron poco después, cuando consiguió su primer contrato discográfico en la prestigiosa CBS: “Fui con una guitarra prestada a la Torre Picasso, por entonces el edificio más alto de España, y toqué tres o cuatro canciones. Estaba toda la plana mayor de la compañía, y en un momento el capo me dijo ‘Bueno, ya está bien Sergio... Bienvenido a la casa’. Fue uno de los momentos más agradables de mi vida, cuando terminó la reunión bajé corriendo, busqué una cabina de teléfono, llamé a mi vieja y le dije: ‘¡Mamá mamá, me contrataron!’. Yo, que soy de lágrima fácil, lo recuerdo hoy y todavía me emociono”.
Su primer disco solista, Tengo una idea (1980), con tapa de Juan Gatti y canciones que invitan a bailar mientras hablan sobre casos reales de asesinos seriales norteamericanos (“El hijo de Sam”), viajes astrales (“Explorador Celeste”) o romances inesperados de discoteca (“Ella dijo ¡hola!”), no tuvo el éxito esperado, y muy pronto la compañía lo cajoneó. “Enseguida me fui a Ariola, donde me dijeron: ‘Vos acá vas a ser como Bob Dylan, un artista de largo recorrido, no queremos un éxito instantáneo, queremos desarrollar tu carrera creativa a largo plazo’. Yo decía ‘¡Qué bárbaro, qué bueno!’. Ahí grabé con Ariel Rot el simple ‘Loco por ti’”, cuenta Sergio, refiriéndose a la misma canción que elegiría Andrés Calamaro en 1988 para abrir su disco Por mirarte. “Pero después un ejecutivo de CBS de ésos que no quería saber nada conmigo entró a Ariola, así que volvieron a cajonearme. Entonces me puse ‘farruco’, como se dice acá. Calculé que el dinero que habrían gastado en grabar un álbum y les dije: ‘Si no me dan la mitad de eso, me desnudo, me pinto de azul, me encadeno a la puerta y cuento cómo tratan ustedes a los artistas’. Como parece que lo dije muy convencido me dieron la guita, pero todo el resto de mi vida tuve que luchar contra una mala fama adquirida a pulso en el seno de la industria discográfica española”.
Por entonces vivía como podía, “un poco de actuaciones que hacía, un poco de derechos de autor, mis viejos me mandaban algo de guita de vez en cuando, gastaba muy poco dinero”. Finalmente se fue de Ariola y firmó con PDI, un sello independiente catalán, y con la plata que le dieron para grabar un single armó una banda con amigos y se las ingenió para grabar su segundo LP, La buena vida, coproducido junto a Ariel Rot. Una nota llamada “Pudo ser una fiesta”, publicada en 1988 en el diario El País, da cuenta de la alta consideración de la crítica española con respecto a su estatus como compositor y de la escasa repercusión que paradójicamente tuvo el disco en aquellos días: “Sergio Makaroff debería, a estas alturas de su carrera, ser un nombre importante dentro del pop español”, comienza la nota en la que su autor luego culpa a la compañía discográfica por la escasa promoción del disco.
TODO A FONDO
En 1990 nacen Los Rodríguez, que en sus conciertos en vivo interpretan las canciones de Makaroff “Loco por ti”, “Rock del ascensor” o “No estoy borracho” (“Mira cómo me mantengo en un solo pie/ soy un buen muchacho”). Estas dos últimas formaron parte de Disco pirata, su segundo opus, un álbum en vivo de la banda editado en 1992, y a su vez Sergio también escribiría junto a Calamaro la letra de “La puerta de al lado”, del disco Palabras más, palabras menos, casi una película con un personaje encerrado en un cuarto de hotel (“En la recepción hay un nombre falso/ nadie en el mundo sabe dónde estoy”) que entre melodías contagiosas habla de la soledad, las adicciones, la paranoia, el suicidio.
“Era una época en la que yo estaba bastante en la lona por problemas con las drogas, y que mis amigos me invitaran a cantar con ellos era volver a tener contacto con los escenarios”, recuerda. “Yo llevaba varios años sin contrato discográfico y sin hacer más que buscar la siguiente dosis, y eso puede sonar muy aventurero en algunas biografías pero para mí no tuvo nada de romántico. Diez años perdidos, mucha salud desperdiciada, pero una de las cosas buenas que me pasaron en esos años fue tocar con ellos. Después, cuando dejé las drogas, el tabaco y el alcohol para nunca más probar nada, recuperé la inspiración y la alegría de componer y cantar, y me acompañaron en el regreso de esos años oscuros, que fue el disco Un hombre feo (1996). Es un orgullo, porque Los Rodríguez son para mí el mejor grupo en castellano que hubo en la historia. Y los treinta y tres años desde entonces fueron por lejos los mejores de mi vida”.
Tras Un hombre feo llegaron Rico y Famoso (1998) y Makaroff (2002), con colaboraciones de Fito Páez y Jorge Drexler y producidos por Ariel Rot y Eduardo Makaroff, quien por entonces ya estaba asentado en Francia con Gotan Project: “Mi hermano es un orgullo, un guitarrista y un músico con una formación muy sólida, ya desde chico siempre estudió mucho. Participé como letrista en varias canciones de Gotan Project y él también participó en varios discos míos”, cuenta Sergio, que se confiesa pésimo dibujante, aunque el autoretrato que eligió para la tapa de Desastre con patas, su noveno disco, nació de una serie de postales artesanales que suele dejarle a su pareja por las mañanas: “Fue un dibujo que le hice a mi mujer, durante muchos años le hice postales con mensajitos: ‘Que tengas buen día’, esas cosas románticas. Ahí también descubrí que podía expresar eso con estas pegatinas que usan las nenas en los colegios. Tengo miles, cajas y cajas. No creo que haya nadie de más de quince años en el mundo que tenga más pegatinas que yo, salvo por alguna princesa de Arabia Saudita de esas que envían a su mayordomo con el avión privado a Londres a comprarlas”.
Las canciones de Desastre con patas poseen la cualidad de levantar estados de ánimo en tiempos tempestuosos, tanto en la primera escena en el tema que abre y da nombre al disco –donde cuenta que casi se desbarranca de un columpio– como en la furia repentina en la misma canción (“Cuando mi cabeza explota/ todo el vecindario lo nota”), la bossa de entrecasa “Bizcochitos”, el homenaje al poder transformador de la música en “Canciones” (“Música para bailar/ todas las mañanas del año/ ya que el mundo es sumamente extraño/ necesito canciones para empezar”), el espíritu de peleón de bar en “Take it Easy, Batatón” o la dulzura del remoloneo en pareja comiendo chocolate en rama en la cama retratada en “Claro que sí”, uno de los puntos altos de un disco con muchos puntos altos. Tras unos ajustes de configuración, la cámara finalmente funciona y ahí está Makaroff, su bigote de puntas curvas que atusa en tic coqueto y su sonrisa plena, contagiosa. “Cuando compongo no especulo, no soy frío ni calculador, soy auténtico. Queda muy mal que yo lo diga porque parece que me estoy autoelogiando, pero simplemente soy como soy y eso tiene que reflejarse en las canciones. No es algo nuevo, cualquier artista se da cuenta de que para que pase algo con el arte, y no me refiero a tener éxito sino a que la cosa artística salga bien, tenés que entregarte de verdad, sin importar qué suceda después con eso”. Y concluye: “No hay mucho más. Todo ahora, todo en serio y todo a fondo: eso es el arte para mí”.
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