Voy de a poco descubriendo cartas del archivo que mis padres guardaban en su casa de Almagro y que encontré hace algunos meses, luego del fallecimiento de mi madre. A veces miro esa caja con miedo, otras con ansiedad e incertidumbre. A veces me paraliza el temor de sacar alguna que me revele algo que hubiera preferido olvidar, otras hundo la mano y elijo al azar, como en un sorteo, entre las que mi padre, el Capitán Soriani, me escribió durante mis años en prisión, que me permiten ahora recuperar su compañía de entonces y repasar esa relación amorosa, que nos unió en mi infancia, y que se complicó luego cuando mi militancia de izquierda se hizo más intensa.

La que tengo ahora en mis manos es de noviembre de 1977, y dice así:

“Querido hijo:

Ya estoy de vuelta de mi viaje a Bahía Blanca. Tengo que confesarte que, después de 40 años, encontré totalmente otra ciudad, diferente a la vieja Bahía que yo conocí en mi juventud, y de la cual no queda nada… todo esto confirma mi teoría que el pasado ha muerto. Las antiguas estructuras, los viejos edificios y hasta las personas ya no existen, el progreso ha derrumbado todo. Quise ver de nuevo los lugares que me eran familiares y no encontré nada. Hasta mi viejo Regimiento 5 de Infantería, que fue mi primer destino de Subteniente, ya no está más. Lo reemplazó el Batallón 181 de Comunicaciones.

Hoy Bahía es una gran ciudad, con edificios muy altos y en pleno progreso y expansión, con líneas aéreas, trenes, micros, y nada menos que cinco puertos, y además es la salida obligada de la producción y comercio de la Patagonia.”

Para esa época mi padre había decidido visitar algunas de las ciudades y regimientos donde estuvo destinado como militar en actividad. Mi madre no lo acompañaba, eran viajes que el Capitán decidió hacer solo, como tantas otras cosas en su vida. Era un tipo introvertido, tímido, y con escasa capacidad para la rosca política, tan necesaria en cuarteles que vivían conspirando. Su antiperonismo explícito lo dejó fuera de carrera en el año 53, y desde entonces esperó una reincorporación que nunca ocurrió y que lo sumió en una nostalgia paralizante Su impericia contrastaba con las habilidades de sus compañeros de promoción, que retornaban a la actividad y a la repartija de cargos públicos en esa piñata que se produjo luego del golpe del 55.

“¡Yo no voy a pedir nada, carajo!”, se enojaba el Capitán Soriani ante los reproches de mi madre, que no se resignaba a que siguiera desocupado también después del golpe del 66, encabezado por el general Onganía, que había sido su compañero de promoción, contra el gobierno del presidente Arturo Illia.

Por supuesto que mi padre despreciaba “la vagancia”, así que se las arreglaba con trabajos que le iban surgiendo en su nueva vida civil. Esos ingresos, más los que tenía mi madre como docente, y los haberes que cobraba por su “retiro efectivo”, como le dicen los militares a la jubilación, nos ayudaban a pasarla más o menos bien. Incluso mejor que tanta gente de ese barrio de laburantes con amplia mayoría de peronistas, que respetaban al Capitán por solidario y buen vecino, a pesar de su gorilismo.

Vuelvo a esa carta de mi viejo del 4 de noviembre del 77, y como no podía faltar, encuentro un párrafo dedicado al fútbol y a nuestro querido River, que era el territorio neutral donde siempre nos abrazamos:

“El miércoles se jugó otra fecha de foot ball (así lo escribió mi viejo) y River ganó 3 a 2 un difícil partido en Santa Fe, con lo que le sigue llevando un punto de ventaja a Independiente. Boca, en plena decadencia, perdió 2 a 1 con Argentinos Juniors y ya está muy lejos en la tabla de posiciones. Cuando yo te dije que este Boca era muy mediocre, no me has creído, pero los resultados están a la vista. Yo creo que para la Libertadores les deben haber dado alguna anfetamina, de esas que elevan mucho el rendimiento físico del jugador.“

No recuerdo la campaña de Boca en el 77, sólo que diez días después, River se coronó campeón Metropolitano de ese año, como me contó el Capitán en otra carta que ya fue publicada. Mi viejo demuestra en esas pocas líneas su fanatismo por la banda roja. Para él cada vez que Boca ganaba era porque los favorecían los arbitrajes, porque habían tenido suerte o porque a sus jugadores les habían dado algún estimulante que los inspirara.

Jamás le escuché un elogio ni para figuras indiscutibles como Silvio Marzolini: “un marcador mediocre y famoso sólo por ser rubio y carilindo. Nunca pudo parar a Cubilla, lo único que le preocupa es no despeinarse para las fotos”, agregaba convencido. “El Beto Menéndez es un pendenciero y a Ángel Clemente Rojas le ponés un trancazo y no jode más”. Así era mi viejo de fana y arbitrario. Cada vez que nombraba a Boca se tapaba la nariz, aún en sus visitas a la cárcel en los años más difíciles, donde les hacía ese gesto a los gendarmes que conocía como hinchas de Boca, provocando el nerviosismo de otros familiares que compartían con él la espera para acceder a las visitas.

Por último, el Capitán me comenta un libro que releyó varias veces a lo largo del tiempo, aunque no recuerdo si también alcanzó a ver la película con la misma historia:

“Otro libro que volví a leer es el de los uruguayos perdidos en los Andes durante 70 días. Yo que conozco la Cordillera, te puedo decir que realmente es un milagro la supervivencia en ese terreno, casi sin alimentos y con temperaturas de 10 grados bajo cero o más. Por supuesto sólo los jóvenes y los muy fuertes pueden soportar estas tremendas penurias.

El libro es un ejemplo del carácter que se necesita en determinadas circunstancias para afrontar situaciones críticas.”

El tema de “tener carácter” fue una constante en la vida de mi viejo. Para su lógica militar y a veces binaria, las personas se dividían entre los que “tenían carácter” y quienes no lo tenían, provocando la bronca de mi hermana Susana, que luego de recibida de psicóloga, tuvo que escuchar muchas veces la frase del Capitán: “la terapia es útil sólo para los débiles de carácter”.

 

Hoy nos reímos con ella recordando aquellas discusiones, muchas de ellas tan sepultadas como la Bahía del Capitán, mientras compartimos la lectura de estas cartas que renacieron una tarde en nuestra casa de Almagro.