En el centro de la ciudad de Bogotá hay un barrio industrial con la particular fisonomía de presentar manzanas enteras de esqueletos de casas demolidas. Puente Aranda se llama. Esos esqueletos de hormigón y revoltijos de basura albergan a quienes se debería mencionar como personas en situación de calle --hay quienes luchan y ponen toda su energía solidaria para considerar lo provisorio de esa “situación”-- que en el ámbito local la jerga los destrata como “los sintecho”, pero que en Bogotá, más realistas y nada mágicos, lisa y llanamente los conocen como “los desechables”.

Desechables, descartables, como autos para el desguace, como mueble viejo, como plásticos no reciclables, como residuos patológicos o pilas.

En fin, personas a desechar.

Bogotá no es dueña original de esa producción de “desechables”. Mas bien, nacen en todo el mundo como personas, como cualquiera, y las circunstancias --no de su vida, sino de las políticas más crueles que ha promovido el neoliberalismo-- las dejan con escasísimas (o ninguna) herramientas para mantenerse dentro del sistema, en Bogotá, en Buenos Aires, en Nueva York, en Madrid, en todas las ciudades del mundo, especialmente las grandes, que convocan multitudes con promesas de futuro y escupen una enorme proporción de ellas. Las que el sistema juzga que están de más.

En Vidas precarias, Judith Butler sostiene que en la construcción de la realidad hegemónica hay quienes merecen la pena de tener luto por ellos y hay quienes no, como una construcción de la mirada hegemónica que decide quienes sí y quienes no.

Desde otra perspectiva, en Vidas desperdiciadas, Zygmunt Bauman hace hincapié en la adictiva producción de vidas miserables, residuos de la industria de la vida en metrópoli y subraya la inseguridad que provoca que esas personas, consideradas residuos, reclamen, se levanten, protesten, busquen apoyos en la comunidad a la que pertenecen y de la que son despojados.

No son los únicos autoras o autores, ni es noticia. Esas muertes en vida son provocadas en una guerra cotidiana y no siempre silenciosa, en la que nadie quiere quedar implicado, quedar sometido a los vapuleos de una vida fuera de los conceptos mercantiles de lo que es vida.

Son los despojos humanos que la sociedad no ve, no quiere ver, la sociedad de la inmensa ceguera autosumergida y autosustentada. No ver lo que no se quiere ver, como explicación apriorística de que no existe. Negacionismo desparramado a niveles insospechados, porque excede los límites de lo que hoy apuntaríamos como antivacunas o antiderechos en los casos de género, cuya negativa resulta de una postura execrable, pero consciente, pensada, intencionada.

No, en este caso se trata de otro tipo de negacionismo vinculado a la invisibilidad producto de la no videncia, al no te metás, al mirar para otro lado que se llega tarde al trabajo, o a donde sea, porque cualquier lugar será más tabla de salvación que ver e interrumpir lo rutinariamente programable. No es una posición que resulte confortante, porque es escurrirse a la realidad, y por dentro se sabe de esto, pero hay algo que lleva a naturalizar esa ceguera involuntaria aunque voluntariamente. Hay algo que lleva a no ofrecerle a alguien verlo, a no ofrecer ver esas personas, a no incluirlas como parte nuestra.

El miedo es protagonista fundamental en esta fórmula naturalizada de anulación mediante la invisibilización. El miedo introducido por el mensaje de la inseguridad selectiva, que juzga qué es peligroso y qué no, sin necesidad de que ese peligro tenga algún tipo de ancla con la realidad. La inseguridad real está compuesta por muchas más aristas y más profundas que la reconocible como “delincuencial”. Ni siquiera lo “delincuencial” tiene una mirada clara, sino que también hay una profunda selectividad incorporada en los mensajes, que hacen que el robo y humanicidio cotidiano del sistema mediante desajustes, pauperización, aumentos, devaluaciones, destrucción de humedales, talado de árboles, predominio del negocio del cemento inmobiliario, explotación extrema de los campos, destrucción de la fauna, por mencionar algunos, no sea visto como peligroso, pero sí una persona que yace en el piso.

Miedo a que al mirar se vea demasiado, y haya que involucrarse más de lo que se puede, porque la mayor parte de las personas está dispuesta a hacer algo, pero todo ese algo se aparece de dimensiones tan monstruosas, que lo hace imposible.

Ese miedo sugerido en miles de mensajes instruye a que implicarse es solo de manera individual, sin manos, sin abrazos, una mirada individual de nuestro propio aislamiento, lo que hace proponer cualquier intención solidaria como una osadía que mejor dejar para alguien más osado.

Mejor pasar de largo y pensar en la comida de los pibes.

Pero ese miedo naturalizado tiene errores también en su horroroso sistema de selectividad. Más que errores, muestra a una máquina que tritura lo que encuentra a su paso y eso es lo que alimenta el miedo. No todos están dispuestos a exponerse y mirar, con todo lo que significa ver.

Hace unos días, murió René Robert, fotógrafo suizo del flamenco, a los 84 años. Murió en la calle, dicen que por hipotermia, pero murió de no ser visto. En una de las calles más transitadas de París, a pocos metros de su casa.

Nadie durante nueve horas se le acercó. La noticia dio la vuelta al mundo por eso, por la sorpresa de haberle ocurrido a alguien a quien no le estaba reservada esa horrible distancia de los demás.

Dijeron que murió de frío, pero no. Murió de distancia.

Nadie sabe si fue visto o no hasta el momento en que alguien con necesidad de ver lo vio y pidió ayuda.

 

Es probable, como parte de las conjeturas optimistas, que si lo hubieran visto caer hubiese sido otra la reacción. Es imaginable, porque sería identificarlo como no desechable, y entonces, sí verlo y socorrerlo como a uno de los “nuestros”. Pero al estar caído, un bulto humano más como tantos en la calle... Mirar y mejor no verlo.