La identidad es un hilo que se quiebra ante la barbarie del olvido. Ana, una escritora que daba clases en la universidad y estaba escribiendo un libro, intenta recuperar la memoria perdida por un accidente menor: una bola de espejos cayó sobre su cabeza en la fiesta de sus cuarenta años. Desde entonces está sumergida en la desorientación y la perplejidad. Ni siquiera recuerda el nombre de su hijo, al que llama el chico. “Mis recuerdos son cosas sin forma, flotan en un río lleno de basura. A veces atisbo algo que creo reconocer, una cicatriz de mi infancia, un olor que me eriza la piel o cierto tono de voz que trae la imagen de alguna persona”, dice la narradora y protagonista de La estirpe, extraordinaria segunda novela de la dramaturga y narradora Carla Maliandi, publicada por Literatura Random House, después del impacto que generó en 2017 con La habitación alemana (Mardulce), que fue traducida al inglés, francés, alemán y portugués.

Por más ambigua que parezca esa barbarie de la desmemoria en una subjetividad en ruinas deviene una experiencia de reconstrucción fragmentaria y transformadora. Argentina que nació en Venezuela en 1976, durante el exilio de sus padres, los filósofos Graciela Fernández y Ricardo Maliandi, Carla Maliandi es una escritora que propone una forma de trenzar lo íntimo-familiar con lo político. En La estirpe asedia una pregunta: ¿Por qué la aniquilación de buena parte de los pueblos originarios durante la llamada “Campaña del desierto” y la “Campaña del Chaco” no suele estar en un lugar central en los debates sobre la constitución de la Argentina como país? ¿Por qué, si algo aparece, a la manera de un resto incómodo, es apenas un vago rastro de dolor en la conciencia colectiva?

La niña toba

Antes del accidente, la protagonista de La estirpe buscaba la manera de escribir sobre una historia familiar: su tatarabuelo fue director de banda en el ejército de Julio Argentino Roca. Alberto, el marido de Ana, vuelve sobre un relato que al principio está en las tinieblas de la memoria de su esposa. “Cuando el ejército avanzaba, aparecían primero los soldados disparando y prendiendo fuego las tolderías, atrás llegaba tu tatarabuelo con la batuta. La banda de música arengaba al regimiento con marchas militares. A vos te impresionaba pensar que esa música era un arma de guerra. En una de esas embestidas, tu tatarabuelo encontró una nena llorando. Una chiquita toba, ahí confundida entre el humo y todos esos cuerpos desparramados. La subió al galope, la escondió abajo de la capa y se la trajo a vivir a su casa con su familia. La bautizaron, le pusieron María. El nombre original no se sabe. La llamaban María la China, y fue sirvienta del viejo, los hijos y los nietos por el resto de sus días. Para tu familia tu tatarabuelo es un orgullo, una especie de prócer”.

Maliandi confirma el único embrión autobiográfico que tiene su última novela. “Mi tatarabuelo, José Maliandi, un músico que había llegado desde Italia, tocó en la banda del Ejército. En una de esas embestidas, escondió una nena toba que encontró llorando en medio del campo arrasado y se la llevó a vivir con él”, cuenta la escritora a Página/12. “Siempre fue una historia paradojal para mí porque ahora pensamos con otros términos a partir de lo que significó la apropiación de niños en la dictadura. Cuando escuchaba a mi papá, a mis abuelos, contar la historia como una leyenda, con cierto amor hacia ese ancestro, yo siempre me dije que eso se parecía mucho a una apropiación. Me acuerdo que siendo adolescente lo charlé con mi papá y él dijo: ‘si, bueno…’ Es un momento de la historia que fue sufriendo diferentes lecturas… aun estando de acuerdo que la mal llamada campaña del Desierto fue una campaña de exterminio, esa historia en particular podía leerse como una historia heroica. Mi tatarabuelo que era músico, ni siquiera un soldado, ve a la nena y antes de que la maten se la lleva. Ahí hay una historia posible para pensar y contar; es una nena que se salvó de una muerte segura, pero perdió su nombre, perdió su idioma, perdió a sus padres y perdió toda su cultura”, plantea la escritora, que actualmente dicta clases en la Licenciatura en Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes.

Zona de penumbra

En el campo minado por las dudas que suele ser la escritura de una novela a Maliandi le pareció que no había forma de contar la historia de su tatarabuelo y la niña toba. “¿Tengo que contarla yo? ¿Qué puedo contar? Tendría que ser un qom que contara su historia y no yo”, pensaba la autora de las obras de teatro La tercera posición, Contusión y Por la sombra, entre otras. Hasta que apareció la protagonista de la novela, Ana, que sufre ese ridículo accidente que le provoca una amnesia retrógrada. Y así como pierde la memoria también pierde las palabras para nombrar, como si el extravío por los laberintos de su mente comenzara con la pérdida del lenguaje. Poco a poco Ana se reencuentra con los apuntes y notas del libro en el que estaba trabajando, como si la reconstrucción, después de tamaña demolición, sólo fuera posible desde la tentativa de la escritura como horizonte.

La maternidad de Ana queda en una zona de penumbra. “Quizá sea lo más extremo que tiene la novela: toda esa construcción de familia está en un mismo paquete y ella no sabe responder”, reconoce Maliandi. “Le dice el chico porque entre las cosas que se le borraron olvidó el nombre de su hijo. No es que no lo quiera, sino que no sabe cómo ponerse en relación con él. No sabe cómo cumplir ese rol, como tampoco sabe cómo cumplir su rol en el trabajo y con el marido. Ella empieza a tener una verdadera curiosidad por el libro que estaba escribiendo: ¿Qué es lo quería hacer? Ella trata de recuperar qué era lo que quería decir”. Hay una variación sobre el motivo kafkiano. “Me interesaba encontrar alguna forma refleja con La metamorfosis: cómo de pronto Ana es para el resto de la familia un monstruo y a su vez cómo ella deja de reconocerlos. Ana termina siendo el monstruo para los demás, la que vive en una pieza al fondo y levanta un poco la persiana y mira lo que pasa afuera. Ella siempre quiere contar la historia y no le sale, porque es una historia que juega todo el tiempo en nuestra subjetividad y que no sé si se puede contar”, admite la escritora.

“¿El arte político tiene todavía porvenir?”, es una pregunta que aparece en clave ficcional en La estirpe. “Hay que replantearse qué es la literatura política y qué es el arte político, que no es el arte de denuncia, ni poner de manifiesto la opinión del autor -aclara Maliandi-. Lo que hace el arte es trabajar con subjetividades, disponer los elementos de otra manera, y en ese mismo movimiento está lo político. Ni siquiera en el tema o en la denuncia. Ni siquiera en la toma de partido, sino en proponer una percepción distinta a la hegemónica, a la lectura predominante que tiene un solo sentido. Cuando Ana habla naturalmente en qom, tuve la opción de transitar hacia lo fantástico; María la China la posee. Pero no quería resolverlo por ahí. Quería pensarlo desde el extrañamiento del propio idioma. En vez de llevarla a una resolución fantástica, yo quería mantenerme en esa zona de ambigüedad”.