Hoy la Patria está en emergencia, más que nunca. Dígase lo que se diga, no hay argumento que oculte o disimule que la política económica de este país dio, el viernes pasado, un decisivo y dramático giro en retroceso hacia la pérdida de toda soberanía sobre los bienes naturales argentinos y hacia la mejora económica en el nivel de vida de la gran mayoría de los 46 o 47 millones de habitantes que se supone somos. Todo argumento ilusionante, toda promesa de buen final, no pasa de ser fantasía o mentira. Y quizás, en la mejor hipótesis, apuesta voluntarista. Los hechos visibles mandan, en la economía como en la política.
Así pues, se diluyeron todas las promesas oficiales acerca de lo que el Presidente Fernández definió en noviembre del año pasado como "absolutamente innegociable". El acuerdo con el FMI anunciado el viernes pasado no sólo legitima y blanquea el irregular préstamo extraordinario del Fondo al hoy feliz y siempre tramposo macrismo, sino que consolida una casi masiva cesión de soberanía que es imposible no condenar en esta nota. Sobre todo porque aún está viva y fresca la memoria del mortífero desguace nacional organizado y ejecutado por el gobierno de Carlos Saúl Menem en la aún cercana última década del siglo 20.
Ese drama se repite ahora, además, en un contexto jurídicamente más grave que exige urgentes y decisivos cambios más de un siglo y medio después de sancionada la Constitución de 1853 y 1994, que urge renovar. El presente judicial, decisivo en toda democracia, en nuestro país se ha agravado tanto en las últimas décadas que por momentos parece más organizada la injusticia que la justicia, y es evidente que a eso el pueblo argentino no lo aguanta más.
La Corte Suprema fue modificada innumerables veces y no por razones etarias o fallecimientos solamente. Y en casi todas sus composiciones, bajo las diferentes dictaduras padecidas en el Siglo 20 y también en períodos democráticos, sufrió intervenciones, cambios y designaciones que más contribuyeron a desgastar su prestigio que a enaltecerla. Y así el resultado --hoy parece muy sano reconocerlo-- fue que este país casi nunca tuvo estabilidades jurídicas duraderas.
Desde el Martín Fierro, de José Hernández, obra literaria paradigmática de finales del Siglo 19 y cabal representación del desamparo jurídico del pueblo argentino, prácticamente toda nuestra literatura trajinó temáticamente diversos modos de las injusticias, ligadas al abuso de las oligarquías, la corrupción judicial y otras presiones, demoras y distorsiones de la vida nacional.
También por todo eso parece importante la marcha popular convocada para mañana martes frente al Palacio de Tribunales y con réplicas anunciadas en todos los edificios judiciales de las 23 provincias argentinas. Ideada por uno de los jueces federales más respetados del país, Juan María Ramos Padilla, ésta será la primera vez en la Historia nacional que un reclamo popular apunte directamente a la cúpula del Poder Judicial. Y con una exigencia no menor: pedir la renuncia de los cuatro miembros de la Corte Suprema.
Si es cierto que prácticamente toda la literatura argentina se escribió discurriendo sobre la negación de Justicia, los abusos sistemáticos y antipopulares, y sobre la impartición desigual en la administración de Justicia y en todo lo que debiera ser garantía de democracia y paz social, también se podría afirmar, como ha sido señalado reiteradamente, que durante casi dos siglos la Justicia en la Argentina estuvo muchas veces condicionada a cuestionamientos, corrupciones, acomodos, demoras exageradas, violencias de hecho y otras zozobras que afectaron a millares, quizás millones, de ciudadanos/as.
Hace casi 100 años --cuando en 1925 se publicó la novela El Proceso, de Franz Kafka, en la hoy República Checa y enseguida empezó a traducirse a todos los idiomas del mundo-- se inauguró no sólo un modo literario original y perturbador, sino que se universalizó desde allí una visión de la Justicia como generadora de angustia para las ciudadanías de todas las naciones. Lectores del planeta entero se identificaron con las tribulaciones de Josef, el protagonista, quien desconoce e ignora completamente los modos profundos del sistema judicial imperante en la sociedad en que vive. Padece la incomprensión de lo que es sólo apariencia de normalidad y es arrestado una mañana por alguna razón que ignora, y desde ese momento vive una pesadilla atroz porque debe defenderse de algo que no sabe qué es ni cómo ni por qué, y así, con argumentos absurdos va entrando en un universo abstruso, perverso y laberíntico que lo coloca ante los tribunales ignorándolo todo, a la vez que jueces y abogados parecen saber incluso menos que él mismo acerca del hecho por el que supuestamente es juzgado.
Paradigmática del absurdo de las pesadillas judiciales, El Proceso fue y sigue siendo una extraordinaria denuncia del abuso, la mentira y la corrupción de ciertas burocracias tribunalicias, y hoy es innegable que en muchas circunstancias la así llamada "Justicia" en la Argentina está saturada de casos similares, a veces incluso sobrados de paradójico humor y de obras literarias realmente magníficas.
Y es que en la tradición literaria nacional lo que más se ha narrado es la injusticia, el dolor, el crimen, el atropello, el acomodo, la corrupción a todo nivel, el machismo más brutal, y siempre, detrás de cada texto, ha estado el viejo apotegma indigno del viejo Vizcacha: "Hacete amigo del juez, no le dés de qué quejarse".
Como siguiendo su directriz, ya desde las primeras revistas publicadas en el siglo 19, lectores y lectoras se nutrían de denuncias que no siempre se esclarecían pero apasionaban al país. Y así esa literatura extraordinaria definió un modo de leer argentino, plasmado por la inagotable imaginación de autores como Roberto Arlt, Beatriz Guido, Rodolfo Walsh, Ricardo Piglia, Osvaldo Soriano, Haroldo Conti, María Angélica Bosco, Marco Denevi, Humberto Costantini, Tomás Eloy Martínez, José Pablo Feinmann, María Inés Krimer, Fernando López, Humberto Orsi, Ernesto Mallo y tantos y tantas más que por momentos parece infinita la literatura argentina trajinando ficciones y casos verdaderos, henchida y sobrada de corrupciones, crímenes y ringleras de jueces, fiscales, policías, detectives e investigadores generalmente de dudosas conductas.
Lo cierto es que cuando los sistemas de Justicia se tornan sistemáticamente lentos, retóricos, ineficientes, e incluso con tintes racistas y discriminatorios y además costosos y tantas veces sobrados de corrupción, es imperativo revisar y mejorar esos sistemas. Y esto parece ya obvio en el caso argentino, en cuya cúspide hay cuatro personas (los ciudadanos Rosenkrantz, Maqueda, Rosatti y Lorenzetti) que a veces parecen sentirse dioses intocables que hubiesen perdido la autoridad moral necesaria para ejercer la cabeza del poder judicial nacional, y que tantas veces parecen favorecer a quien mejor paga y más poder tiene. Todo esto le hace mal a la república, a la democracia e incluso a la paz social, y por eso mismo exige una atención correctiva por parte de las instituciones regladas por la Constitución Nacional.