–¿Qué hechos se le atribuyen a su hermana? –pregunta uno de los jueces.
–No lo sabemos– responde la testigo Rosaria Isabella Valenzi. –Nunca fue juzgada. Solamente desapareció.
El diálogo corresponde a una de las cintas que registran el proceso que juzgó a los comandantes de las juntas militares que gobernaron la Argentina durante la última dictadura militar y retrata de forma paradigmática la búsqueda sin fin que aún hoy llevan adelante decenas de miles de familias.
“Era grotesco ver a una familia tan numerosa como la nuestra y a pesar de eso sentirnos tan solos”, dice David Toubes, que era un nene cuando un grupo de tareas entró a destrozar su casa, a golpear a su padre frente a él y después llevárselo para siempre. David no se olvida que lo único que pidió en ese momento Juan, su padre, fue que lo sacaran al patio para que sus hijos no tuvieran que ser testigos del comienzo de un calvario que lo mantuvo en el más horroroso y cruel de los limbos por casi 40 años. Si hoy Juan Toubes no continua desaparecido no se debe al mea culpa del Estado nacional, responsable del mayor acto terrorista de la historia argentina, ni a un ejercicio de contrición por parte de la familia militar, brazo ejecutor de aquella sinrazón, que nunca se avino a desclasificar los documentos que podrían aclarar el irreparable daño que sus acciones le provocaron al seno de la sociedad argentina. Si un montón de huesos sin nombre metidos dentro de una bolsa hoy vuelven a llamarse Juan Toubes ha sido gracias a la labor de un grupo de profesionales que, desde hace poco más de tres décadas, se dedica a buscar los restos y restituir la identidad de esas 30 mil almas perdidas.
De rescatar esa labor se trata en su capa más obvia el documental La memoria de los huesos, dirigido por Facundo Beraudi, que busca registrar el impresionante trabajo que realiza el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), creado en 1984 con el fin de buscar e identificar “los restos de personas detenidas–desaparecidas como consecuencia del accionar del Terrorismo de Estado entre 1974 y 1983”, según consigna la institución en su propia página web. Una institución cuya excelencia trascendió los límites del país, siendo convocada para colaborar en distintas causas alrededor de todo el mundo en las que la identidad de los muertos necesita ser restaurada.
Y el trabajo de Beraudi es en verdad valioso. No sólo por el insoslayable material que incluye, sino por la forma delicada en que ha conseguido narrar cinematográficamente, dándole un lugar no sólo a los hechos y cronologías, sino atendiendo también al costado emocional, parte fundamental de la historia que decidió contar. La memoria de los huesos transmite con éxito esas emociones y logra hacer que el espectador sienta, al menos por un momento íntimo y fugaz, que también él es parte de esas familias extraviadas en el flujo de una búsqueda fantasmal. Un pariente muy lejano de esos hombres y mujeres que anhelan más que nada en la vida conocer el destino final de los suyos. Sin golpes bajos, sin subrayados, simplemente observando y registrando, Beraudi se las arregla para que el cine produzca el milagro de la empatía, incluso en casos distantes como el de una campesina que busca y encuentra enterrados en la selva los restos de su madre, asesinada por los bombardeos del ejército de El Salvador durante la llamada guerra civil que desangró a ese país en la década de 1980.
Como ocurre en la realidad, si bien la película busca en primera instancia retratar el esfuerzo de quienes integran el EAAF, los principales protagonistas no son estos médicos arqueólogos, sino las familias de las víctimas. Y aún más profundamente, la búsqueda misma, un concepto abstracto al que la película consigue corporizar a partir de encadenar acciones concretas. Y lo hace con sobriedad, encontrando la esencial belleza que se esconde en el hallazgo de esos huesos anónimos que de golpe vuelven a convertirse en personas. Es cierto que bien sobre el final Beraudi tropieza con sus propias buenas intenciones al sobrecargar el relato con una banda sonora innecesariamente emotiva. Sin embargo es difícil achacarle esa decisión: los 75 minutos anteriores se encuentran entre lo mejor de ese subgénero del cine argentino en el que los protagonistas van en busca de sus parientes desaparecidos, junto a Los rubios de Albertina Carri o M de Nicolás Prividera.